ASÍ
EMPEZÓ TODO
(Publicado en La Llanura de
Arévalo. Números: 49 - 50 - 51 y 52)
Por:
Luis José Martín García-Sancho
I
LOS
PRISMÁTICOS.
Rabilargo. Foto David Pascual Carpizo
Aquella mañana de domingo madrugó más de lo normal. Era un
agradable día del incipiente otoño. Quizás ya fuera ecologista aunque imagino
que ni él mismo lo sabía. Cogió cuatro o cinco sacos, los metió en el maletero
de su viejo R7 y se encaminó hacia el pinar de Arévalo por la carretera de
Tiñosillos.
Al llegar a la altura de Párraces, la carretera comenzó a
estar escoltada por pinares de forma casi continua, sólo interrumpidos en su
lado derecho, por varias naves agrícolas, los márgenes del Arevalillo o algunas
tierras de labor aisladas.
Después de rebasar el cartel de monte 25 de la villa de
Arévalo, se desvió por el primer camino que salía a su izquierda, dejando la
Pradera de los Huevos a la derecha. El camino serpenteaba entre los pinos hasta
llegar a un cortafuegos que se dirigía hacia el este de manera lineal, hasta
alcanzar el borde mismo del profundo tajo del Adaja.
Al llegar a la caseta de los resineros, giró a la derecha y
dejó el coche a unos 200 metros. Cogió uno de los sacos y comenzó a llenarlo de
piñas, que le servirían para encender la caldera de leña. Algunos de los pinos
aún tenían colgados los potes con la última cosecha de miera. Muchos de ellos
habían sido resinados ese mismo año con azuela por lo que sus troncos estaban
rodeados de blancas y llorosas serojas impregnadas de resina, sin duda alguna,
lo mejor para encender la caldera y cualquier lumbre.
Cuando estaba llenando el segundo saco de serojas, observó
como debajo de uno de los pinos había gran cantidad de piñas roídas. Sólo quedaba
el corazón. Las brácteas aparecían desperdigadas por los alrededores formando,
incluso, pequeños montones. Se preguntó que animal podría haber hecho eso.
Primero supuso que había sido un ratón pero aquellos restos estaban siempre
situados debajo de los pinos por lo que enseguida pensó en una ardilla. Se la
imaginó en lo alto de la rama, mordiendo el pedúnculo de las piñas para
dejarlas caer a la base del pino y, allí, roerlas hasta separar cada bráctea
para sacar sus ricos y nutritivos piñones.
Al domingo siguiente volvió con unas cuantas avellanas,
cacahuetes y nueces. Los fue depositando en puntos concretos del pinar,
perfectamente localizados en un cuaderno de campo. Así volvió cada domingo a
revisar sus comederos, anotando donde habían comido y donde no, con la
esperanza de poder localizar algún nido de ardilla.
Aunque nunca encontró ninguno, pronto levantó la vista del
suelo para descubrir que cientos de pajarillos diferentes se movían de acá para
allá emitiendo distintos reclamos. Entonces se compró una guía de aves para
intentar identificarlos. Logró diferenciar varias formas, tamaños y colores
pero, a simple vista, era casi imposible saber la especie a la que pertenecían.
No obstante, el primer pájaro que identificó fue el rabilargo, un córvido
gregario y forestal de mediano tamaño, fácil de distinguir por el diseño y
colorido de su plumaje.
Pero sólo con la ayuda de sus propios ojos como único
instrumento de identificación, el avance en el conocimiento de especies era muy
lento y el cuaderno de campo no crecía. Le desesperaba tener a escasos metros
pajarillos a los que era incapaz de identificar. Decidió ahorrar hasta que pudo
comprarse unos prismáticos Zenith de 8x40 que le costaron casi 9.000 pesetas.
Bastante, teniendo en cuenta que ganaba al mes unas 35.000 pesetas.
A partir de entonces, las cosas cambiaron de forma radical.
Ahora las aves tenían formas y matices de colores muy distintos. El primer
pájaro que identificó con aquellos prismáticos fue el carbonero garrapinos, uno
de los más pequeños del bosque, picoteando cabeza abajo en el extremo de una de
las ramas bajas de un pino. En domingos sucesivos, al garrapinos le siguieron
otras cinco o seis especies, después decenas. Pronto el cuaderno de campo fue
creciendo hasta alcanzar centenares de especies, todas ellas con sus detalles
de identificación, comportamientos, descripción del hábitat o fenología. A
algunas aprendió, incluso, a distinguirlas por el canto.
Carbonero garrapinos. Foto: David Pascual Carpizo
Muchas veces, durante los meses y años siguientes se
preguntó por qué hacía eso, por qué salía todas las mañanas de todos los
domingos al campo, por qué robaba el único día que tenía libre a su familia
para dedicarlo al estudio de las aves, si no le suponía ningún beneficio
económico, al contrario sólo gastos. Nunca supo la respuesta a estas preguntas,
simplemente sabía que experimentaba una gran alegría al descubrir una nueva
especie o al comprobar el retorno de las aves migratorias. Aquellas
sensaciones, podría decirse, que se aproximaban a la felicidad.
Pronto se dio cuenta de que ese sentimiento era aún más
agradable si hacía partícipes a otros de sus hallazgos. Empezó a compartirlo
primero con su familia y después con sus amigos. Había comenzado un camino del
que es muy difícil apartarse y en el que resulta muy fácil aprender de lo que
la naturaleza intenta enseñarnos a todos.
Sólo hay que observar.
II
LOS
MAPAS Y EL TELESCOPIO.
Hacía
poco que había leído diario de un cazador, donde el genial Delibes relata de
forma magistral sus conocimientos sobre la caza y los animales cinegéticos.
Pensó en la suerte que tenía de no ser cazador. No había periodos de veda que
le impidieran salir cada domingo al campo a identificar a todo tipo de
especies, ya fueran cinegéticas, protegidas o amenazadas, daba igual, cualquier
ser vivo que se pusiera a su alcance podía ser observado, catalogado,
clasificado. No tenía que limitar su afición a unos pocos días al año, al
contrario, durante todo el año el campo estaba abierto y esperándole para su
disfrute y aprendizaje.
Su
hermano Caco había comenzado a estudiar biología. Habían intentado localizar
zonas húmedas de La Moraña. Alguien les había dicho que estaban tocadas de
muerte, que estaban desapareciendo y las pocas que aún quedaban se encontraban
en unas condiciones pésimas. Sin cartografía, la localización de lagunas y
lavajos era prácticamente imposible. Aún así, poco a poco fueron encontrando
algunas. Pero, una vez allí, los prismáticos eran insuficientes para la
identificación de aves acuáticas. Después de todo el trabajo y el tiempo
empleado en la localización del humedal, su gozo en un pozo. Al tenerse que
aproximar tanto, las aves huían sin dejarse identificar. Llegaron a la
conclusión de que en campo abierto la observación requería de un buen
telescopio. Buscó en Arévalo, sólo encontró uno astronómico, ninguno terrestre.
Hacía
poco que su hermano Julio y su cuñada Toyi vivían en Murcia. Julio había
aprobado una oposición como psicólogo clínico. Toyi, que había estado como
profesora de educación especial en un colegio de la Manga del Mar Menor, les
encontró un apartamento y para allá se fue la primera quincena de septiembre
con Ana y David que por entonces tenía 10 meses. Allí empezó a andar.
Uno
de los días lo pasaron con sus hermanos en Murcia. Paseando por sus calles, en
un escaparate entre varios telescopios celestes de grandes dimensiones, vio dos
o tres terrestres. Entraron. Uno de ellos se acoplaba perfectamente a sus
necesidades: Dimensiones no muy grandes para poder ser transportado en su bolsa
de campo y un zoom de 20 a 60 aumentos. Lo que le convencía menos era el color
del tubo, naranja, con el objetivo negro. Consultó con Ana antes de comprarlo
y, aunque era bastante dinero, accedió. Julio le dijo que si no tenía bastante
podía prestarle algo. Lo probaron en la azotea de la casa de sus hermanos,
situada en el bloque sexto de la calle poeta Andrés Bolarín. Enfocaron hacia la
catedral. Se veía bastante bien.
Ya
tenía telescopio, el siguiente paso para localizar lagunas y no perderse por
los caminos era contar con la cartografía adecuada. Encontró lo que buscaba en
el Servicio Geográfico del Ejército. Pidió el catálogo y compró los cuatro
mapas que cubrían La Moraña y la Tierra de Arévalo a escala 1:50.000 y uno
general de toda la comarca a escala 1:200.000. Con estos mapas se le abrieron
definitivamente todas las puertas del campo. Aunque, en realidad, nunca habían
estado cerradas.
Ya
sólo había que buscar los caminos adecuados para llegar al objetivo. Con el
telescopio y los nuevos mapas Caco y él comenzaron a censar aves acuáticas en
invierno y cigüeñas en primavera. Ahora puede parecer una tontería hacer censos
de cigüeñas pero, por aquel entonces, la población de toda La Moraña era de 24
parejas. La mayoría de los pueblos de la comarca no tenían nido y Arévalo, con
sus siete torres y sus dos ríos, sólo contaba con uno situado en lo alto del
chapitel de la iglesia del Salvador. La situación de esta bella y elegante
vecina era preocupante por lo que estaba considerada especie amenazada.
Afortunadamente, con el paso de los años las cigüeñas blancas se fueron
recuperando hasta encontrarse, en la actualidad, fuera de peligro.
En las lagunas, con esta
nueva óptica el cambio fue radical. Observaban desde mucho más lejos, las aves
no se espantaban y en lugar de ver sólo "patos", con paciencia y la
luz adecuada, podían distinguir diferentes especies y sexos, incluso limícolas.
Se
puso en contacto con la Asociación para la Defensa de los Ecosistemas
Abulenses, ADECAB, un grupo de Ávila que estaba haciendo este tipo de censos.
Allí conoció a gente que tenía sus mismas inquietudes y mayores conocimientos
de la provincia, de su flora y de su fauna. Hizo grandes amistades que
perduraron a pesar de las diferencias que fueron surgiendo con el tiempo.
Pero
también gracias al telescopio y a la cartografía del ejército, descubrió a las
aves esteparias. Un grupo de aves que con los prismáticos parecían invisibles:
ganga, ortega, sisón y la especie que, desde entonces, se convirtió en una de
sus principales pasiones, la avutarda pero esto lo dejamos para otra ocasión.
III
AVUTARDAS
Macho adulto de avutarda en plumaje de celo. Foto: David Pascual Carpizo.
Antes
de tener mapas y telescopio ya le fascinaban las avutardas. Tan grandes y
pesadas como huidizas.
El
primer contacto que tuvo con las avutardas fue buscando la laguna de los
Lavajares con su hermano Caco. Habían visto que era la única laguna de la
comarca que aparecía en un mapa de carreteras del antiguo MOPU. No venían
caminos, por lo tanto, sólo sabían que tenían que dejar el coche entre Rasueros
y Rágama y caminar hacia el oeste hasta dar con ella.
Durante
la semana había llovido bastante, pero esa madrugada había caído una buena
pelona. Decidieron dejar el coche en el camino sin atravesar un gran charco que
se había formado en el cauce seco del Regamón. Continuaron andando por ese camino
que avanzaba en línea recta hacia el oeste. De pronto, a unos 500 metros, un
ave de gran tamaño comenzó a correr hasta desaparecer tras coronar una loma.
Se
pasaron los únicos prismáticos que tenían para contemplar la carrera del ave.
Sin duda era una avutarda, la primera que veían. Aunque después vio otras
carreras, con los años, se dio cuenta de que aquel comportamiento no era habitual
en esta gran ave voladora, la más pesada del mundo capaz de volar. Al coronar
la loma, no había ni rastro de la avutarda, se podría decir que había
desaparecido en la inmensidad de la helada llanura castellana.
A
esta primera, fugaz y fascinante observación siguieron otras que se
multiplicaron gracias a la adquisición de los mapas y el telescopio. Desde el
principio sintió una atracción especial por esta esquiva ave, tal vez por el
reto que suponía su estudio. Empezó a recorrer todos los caminos de La Moraña y
del este de Salamanca, algunas veces con su hermano, otras solo.
Buscó
publicaciones sobre la avutarda en Ávila, sólo encontró un estudio que consideraba
a la población abulense marginal en Castilla y León y no reproductora.
Delimitaba su área de distribución y estimaba la población entre 149 aves en
1981 y 167 en 1987. Les pareció poco, ya que en una sola mañana podían llegar a
ver el centenar de individuos. Así que en 1988, Caco y él decidieron censar la
población de avutardas de Ávila. Para ello, Dividieron la zona a censar en tres
sectores y los recorrieron por los caminos con su R11, un turismo convertido en
todo terreno a la fuerza. Podría citar las peripecias que pasaron con aquel
coche por los caminos de la Tierra de Arévalo pero eso, por sí solo, daría para
otra historia.
Empezaron
a censar por el sur-oeste que lo conocían menos. Después del primer día el
número de aves censadas era de 152 y todavía quedaban dos sectores, en uno de
ellos sabían que la población sería igual o mayor. Después del tercer y último
día de censo, el resultado era de 364 aves. También habían visto multitud de
ruedas, es decir, la exhibición que hace el macho en celo para atraer a las
hembras. Con toda seguridad, la avutarda sería reproductora en Ávila.
Este
último dato lo comprobó ese mismo verano, en julio. Buscando avutardas,
mientras se paraba a otear en una gran hondonada de Horcajo de la Torres, salió
volando una hembra de la cuneta donde había parado el coche. Al bajar vio como
de esa misma cuneta salían corriendo tres pollos que aún no volaban. La madre
los observaba desde lo alto de la vaguada y hacia allí se dirigían los pollos
avanzando entre los rastrojos de cebada. La hembra dio un corto vuelo para
reunirse con ellos y, caminando con el cuello completamente estirado, se
perdieron por lo alto de la loma. Ya no había duda. La avutarda era
reproductora en Ávila y duplicaba ampliamente la población estimada en el único
censo conocido.
Quizás
a ustedes, amigos lectores, esto les parezca una tontería pero a él le dio la
impresión de que había hecho algo importante. A este primer censo siguieron
muchos y otros estudios de población, selección de hábitat, alimentación... Se
podría decir que su afición y admiración hacia las avutardas le convirtió en
algo parecido a un experto. Por lo que muchos amigos y no tan amigos
colaboraron con él. La mayoría por pura y simple amistad, unos pocos por mero
interés. La vida misma.
Después
de tantos ratos pasados entre avutardas, jamás ha podido olvidar una tarde de
invierno. Esa mañana habían llamado Pepe, Chema y Julio, tres amigos de Ávila.
Pasarían por Arévalo después de comer. Los llevó a ver avutardas con Ana, David
y María. Vieron muchas. Las mayores bandadas concentradas en pequeñas parcelas
de alfalfa. En una de estas alfalfas pararon a recoger plumas. Cogieron muchas.
Su hija María, que había aprendido a andar en septiembre, llevaba un abrigo de
peluche de color hueso y enseñaba a su padre cada pluma que recogía del suelo,
bajo la impresionante luz de un atardecer magnífico.
Muchas
veces, mientras buscaba avutardas por las llanuras de la Tierra de Arévalo se
preguntó por qué hacía todo esto, qué ganaba con ello. Casi siempre, después de
esta pregunta se le venía el recuerdo de una niña que apenas sabía andar
embutida en un abrigo de peluche y enseñándole las plumas de avutarda que
recogía de una alfalfa entre las risas de sus amigos.
Desde
aquel día comprendió que los mejores recuerdos de sus salidas al campo estarían
marcados por esos buenos ratos entre su gente.
IV
LO
QUE EMPIEZA ACABA.
Le
invitaban a asistir a cursos y congresos. Le pedían colaboración en artículos
relacionados con las aves. Incluso le encargaban algunos trabajos de campo.
Pensó
que podría vivir de ello.
Se
equivocó.
Después
de un montón de censos de aves acuáticas, cigüeñas, avutardas, rapaces... y
artículos publicados en diferentes revistas naturalistas, pesó que, quizás,
tendría cabida en futuros trabajos relacionados con el mundo de las aves. Pero
pronto le pusieron en su sitio.
La
Comunidad Europea daría subvenciones a aquellos agricultores que respetasen el
hábitat de la avutarda y demás aves esteparias. Sólo había que hacer una
propuesta con las áreas que se pudieran beneficiar de esas ayudas. Utilizaron
los datos de los trabajos de campo que había organizado. Pero le dejaron fuera.
Pidió que, al menos, le permitieran revisar el borrador de aquella propuesta
por si pudiera aportar algo pero, ni eso. Le dijeron: "déjanos a nosotros
negociar con políticos y sindicatos agrarios y tú sigue trabajando en el campo
de forma voluntaria, como hasta ahora. En estos casos, la labor altruista y
desinteresada del voluntariado es imprescindible". Cierto, no voy a ser yo
el que lo niegue, pero quien eso decía cobraba por ello.
Después
de aquel desencuentro siguieron otros. Una entidad bancaria que hasta entonces
había pagado la publicación de los cuatro números de la revista "El
Cervunal" que recogía todos los trabajos de campo del grupo ecologista
Adecab, se negó a costear el quinto número, un monográfico sobre la estepa
cerealista abulense, en el que quedaban plasmados una buena parte de los
trabajos de campo que había organizado o en los que había participado.
Entonces
decidió dejar sus trabajos de campo. Si era incapaz de darlos a conocer, ¿para
que servían?
En
realidad, le resultaba difícil dejar aquello en lo que tanta ilusión y tiempo
había depositado. En esas estaba, es decir, retirándose del mundo de las aves,
cuando Asodema, una asociación encargada de gestionar y repartir fondos de la
Unión Europea para destinarlos al desarrollo rural de la Tierra de Arévalo y La
Moraña, le propuso escribir un libro sobre las aves de la comarca. Sería
coordinado por un biólogo, y un fotógrafo naturalista aportaría las imágenes.
Los de Asodema le caían bien, era gente competente que hacía una labor importante por la comaca, pero con alguno de los que formarían parte del
equipo para la elaboración del libro había tenido encontronazos en el pasado. Se encontraba en un momento de su vida en que lo último que quería era buscar problemas o tensiones innecesarias. Estuvo a punto de rechazar la
oferta pero antes consultó con Ana. Le dijo que aceptara, que era lo que
siempre había deseado.
Así
lo hizo. Corría el año 1997.
Durante
la elaboración del libro tuvo algunos roces. Por los que llegó a llamar al
coordinador por teléfono para criticar su labor. Tal vez no debería haberlo
hecho pues aquel biólogo le puso en su sitio: Le dijo que por qué pretendía
hacer la labor de un arquitecto cuando no era más que un peón que se creía el
ombligo del mundo. Que le dejara a él dirigir la obra y que se dedicara
únicamente a poner los ladrillos. El coordinador acabó diciendo que no le
volviera a llamar nunca más.
Así
lo hizo. También terminó su parte del libro que, finalmente, fue publicado en
1999.
Entonces
se dio cuenta de la realidad. Bajó de la nube. Sólo era un naturalista
mediocre, con algunos conocimientos ornitológicos pero muy limitados. Y lo peor
de todo es que era autodidacta. La única Universidad a la que había asistido
para adquirir esos conocimientos era la de la naturaleza, la única realmente
pública y gratuita. Durante todos esos años había aprendido del árbol y del
pájaro, del agua y de la rana, de la arena y de la culebra, del aire y del
insecto. Esa Facultad estaba siempre abierta, todos los días del año.
Así
que, después de aquella serie de patinazos relacionados con la especie humana,
decidió que ya era hora de acabar sus estudios. Dejó de anotar cada especie que
veía, su conducta, localización, número, medio en el que se encontraba, fecha,
hora, clima y hasta temperatura... A partir de entonces comenzó a salir al
campo sin método, sin cuaderno de campo. Salir por salir. Sólo para disfrutar.
Bastantes
años después de aquella decisión, una mañana cualquiera del verano de 2009 le
fue a visitar a la tienda Fabio, uno de los redactores de una revista local. Le
dijo que en la última reunión de la asociación la Alhóndiga, habían pensado en
alguien que escribiera sobre medio ambiente en "La Llanura de
Arévalo" y que había salido su nombre. Enseguida le dijo a Fabio que
admiraba y aplaudía la labor que hacían con la revista pero que él era como un dinosaurio,
que no estaba en activo, que hacía varios años que se había desvinculado de los
temas ambientales, que no creía que pudiera aportar nada fresco. Fabio insistió
que, precisamente, ellos pensaban todo lo contrario y que sus pensamientos o
vivencias como dinosaurio ambiental podrían tener cabida en la revista mensual.
Que se lo pensara, que no era ningún compromiso y que si le gustaba podría,
incluso, contar con una página mensual dedicada al medio ambiente o cualquier
tema relacionado con la naturaleza.
Quedó
en pensárselo.
Como
cuando compró los prismáticos o el telescopio o, incluso, cuando co-escribió la
guía de las aves de La Moraña y Tierra de Arévalo, lo consultó con Ana. A ella,
como casi siempre, le pareció bien y entonces pensó:
- Coño, ¿y por qué no?
Después...
Llovió.
En Arévalo, primavera a
verano de 2013
Nota: Cualquier parecido con
la realidad es posible e intencionado.