Cigüeña blanca. Foto: David Pascual Carpizo
Amanece. El sol comienza a calentar el
aire en la laguna del Hoyo. Un velo de vapor se eleva sobre la somera lámina de
agua parcialmente helada. La escarcha se acumula en mi plumaje. He pasado toda
la noche sobre la pata derecha, con la cabeza y el pico escondidos entre las
plumas del pecho. Empiezo a desperezarme con calma. Me atuso el plumaje del
dorso con las pinzas rojas de mi pico. Estiro la pata izquierda y el ala derecha,
luego repito la operación con las extremidades opuestas. Me sacudo, un
escalofrío me recorre espalda ahuecando las plumas y facilitando que el aire
fresco de la mañana oree mi piel.
Me llamo Ciconia y llevo varios días en
este humedal descansando y reponiendo las fuerzas perdidas tras regresar de
África. El destino final está muy cerca. Sobre la espadaña del pueblo cercano se
oye el crotorar de una pareja que declara a los cuatro vientos la propiedad de su
nido. Sin saber muy bien por qué, decido continuar viaje. El incipiente sol provoca
una columna de aire que se eleva sobre la laguna. Con una decena de aleteos
adquiero la altura necesaria para planear describiendo círculos ascendentes. En
muy poco tiempo me remonto lo suficiente como para poder observar el río que
parte en dos la llanura por la que serpentea apacible hacia el norte acompañado
por pinares, únicos bosques existentes entre las inmensas tierras de cultivo.
Me dejo caer planeando, siguiendo el cauce del río.
Enseguida diviso mi destino: La ciudad
de las torres. Entro planeando sobre la amplia avenida. Hacia el alba se alzan
dos depósitos de agua, uno de ellos coronado por un nido. Pero no es el mío.
Comienzo a aletear para mantener altura. La gran torre del Salvador se alza en
medio de la ciudad sobre una pequeña plaza. Donde antes se encontraba el único
nido de la localidad, ahora se levantan otros cinco. Alguno de ellos ya está
ocupado. Tampoco es mi destino. A pocos metros de allí la pequeña torre de
Santo Domingo, que se abre hacia la gran plaza, acoge otros tres nidos. Antes
hubo dos más sobre la espadaña de su entrada principal pero hombres, ayudados
por grúas, los derribaron y pusieron en su lugar unos alambres que dan
calambre. Para justificar su acción, dijeron que las cigüeñas allí instaladas
manchaban y molestaban.
Vista de Arévalo, "La ciudad de las torres". Foto David Pascual Carpizo.
Recorro toda la plaza hasta llegar a la
torre de San Juan donde hay otro nido muy destartalado que aún no está ocupado.
Prosigo por la estrecha calle de los viejos palacios. Sobre las ruinas de uno
de ellos una pareja de compañeras crotora agresivamente al verme sobrevolar su
hogar.
Ya estoy muy cerca. Aleteo con fuerza
para elevarme hasta mi destino: la torre de Santa María, coronada por otros
cinco nidos. Descuelgo las patas, abro la cola en abanico para posarme con
suavidad en el nido de la esquina noroeste donde Cigo, mi joven compañero, me
espera crotorando con alegría. Ambos abrimos ligeramente las alas, levantamos
la cola y castañeamos el pico una y otra vez hundiendo la cabeza en el dorso. Es
reconfortante llegar a casa después de un largo viaje y comprobar que alguien te
espera. Proclamamos una y otra vez nuestro amor y la propiedad de nuestro
pequeño territorio. Cigo me acaricia suavemente con su pico las plumas de la
cabeza y del cuello. Yo le dejo hacer, erizando el plumaje en señal de
aceptación.
Luego nos dejamos caer hacia el
castillo, donde se juntan dos ríos, para atrapar todo tipo de peces, ranas e
invertebrados tanto en el cauce como en sus orillas y alamedas. Enseguida
empezaremos a retocar el nido. Continuarán las cópulas, sonoras y apasionadas,
que darán comienzo a una nueva temporada de cría. Después de poner entre tres y
cinco huevos, Cigo y yo nos turnaremos en la incubación que durará unas cinco
semanas. Cuando los pollos hayan eclosionado, seguiremos con los relevos para
no dejarlos solos en ningún momento pues, al principio, necesitan nuestro calor
y protección. Mientras uno va en busca de comida el otro se queda regurgitando lo
que lleva en el buche para alimentar e hidratar a nuestros hijos.
Esto que ahora parece fácil, al
principio no lo fue tanto. Hace años que Geñín, mi primer compañero, murió en
tierras africanas. En realidad, Geñín y yo fuimos la segunda pareja que anidó
en esta ciudad. Nos costó trabajo pues Blanco y Alba, la única pareja residente
por aquel entonces, intentaba expulsarnos. Cada vez que colocábamos los
primeros palos de nuestra casa, llegaban ellos y, con gran agresividad, nos atacaban
y arrojaban las ramitas al vacío. Eran crueles y solitarios, querían toda la
ciudad para ellos. Fueron tiempos difíciles. Tuvimos que construir el nido en
la esquina noroeste de la torre de Santa María porque era el único punto que no
se veía desde el suyo, situado en el chapitel de la Torre del Salvador.
Después se fueron instalando más y más
parejas hasta que la agresividad de Blanco y Alba disminuyó. Hasta seis nidos
llegó a tener mi torre. Uno de ellos estaba ocupado por la ladrona. Era una
cigüeña que se había instalado en el chapitel de la torre. Era vaga y tenía la
mala costumbre de no ir a recoger ramitas al campo como hacemos todas. Esperaba
a que, con el ir y venir de sus vecinos en busca de material para retocar nuestros
hogares, uno de los nidos de la torre se quedara vacío para robar las ramas
frescas y recién colocadas. Un día, mi compañero Cigo la pilló con el pico en
las ramas de nuestro hogar y la dio tal paliza que no volvió a aparecer por la
torre, su nido acabó perdiéndose y ahora sólo hay cinco nidos en Santa María: uno
en cada esquina y otro en el chapitel, donde antes había dos.
Hace tan sólo 25 años, las cigüeñas
estuvimos a punto de desparecer de la ciudad de las torres. Sólo sobrevivía una
pareja. Ahora, afortunadamente, nos hemos recuperado y somos 17 las parejas que
nos reproducimos en este bello rincón de la llanura. Pero esto no significa que
estemos fuera de peligro y que la situación pueda darse la vuelta en cualquier
momento.
En los altos campanarios ya no tañen
las campanas. Su sonido se diluye en el pasado. Afortunadamente, el crotorar de
las cigüeñas, que también estuvo a punto de perderse, permanece vivo para recordarnos
que en la ciudad de las torres, hace muchos años, cigüeñas y campanas cantábamos
a dúo. Ahora, quieren silenciar también a las cigüeñas porque dicen que dañamos
a las torres. Primero dejaron que las campanas enmudecieran, ahora quieren que
nosotras también callemos. Tal vez, pretendan convertir a la ciudad de las
torres en la del silencio.
En
Arévalo, a 11 de enero de 2012.
Por: Luis José Martín
García-Sancho.
Publicado en "La Llanura de Arévalo" Nº 33 de febrero de 2012.