Vista del Paseo en el otoño de 1978 (Foto: familia Martín García-Sancho)
Cuando
Juan Carlos me propuso hablar en el acto de homenaje a don Juan Ramón Gómez Pamo
sobre mis vivencias en el parque que lleva su nombre, me di cuenta de que si a
uno le piden que recuerde sus vivencias, generalmente, es porque uno ya peina
canas y luce calva para poder contar lo que el paso de los años le ha dejado
impreso en la memoria.
Así
que tirando del disco duro de mis recuerdos puedo contar las vivencias a lo
largo de mi vida en tan entrañable espacio con unas breves pinceladas, empezando
por la niñez, siguiendo por la juventud y terminando en la madurez que ahora,
al parecer, tengo, aunque esto último es discutible.
- Recuerdos de niñez
El
juego y el niño deberían ir siempre asociados pues los recuerdos más gratos de
la niñez se suelen relacionar con los juegos realizados tanto en el cole, como
en casa, como en el barrio. Esos con los que el niño socializa y aprende a
superarse y a ser competitivo dentro del grupo.
Puedo
decir que tuve la gran suerte de pertenecer a este gran barrio que circunda el paseo, porque era así como siempre lo llamábamos, ni parque, ni jardines de
Gómez Pamo, simplemente “Paseo”, a secas, sin nombres ni apellidos.
En
la esquina sur del paseo, bajo un gran olmo que había a la altura del último de
los chalets, solíamos juntarnos casi todos los niños y niñas del barrio para
jugar a decenas de juegos, cada cual más entretenido. Unas pandas de 10, 20 ó
30 chicos y chicas de diferentes edades decidíamos a qué jugar. Un día era al
escondite, otro al bote, otro perros para liebres, policías y ladrones, la
madre parida, el marro, el burro, ¿recuerdan?: chile, media manga o mangotero…
En la mayoría de ellos había que esconderse para no ser descubierto por el o
los que velaban. La zona ofrecía multitud de oportunidades, empezando por las
callejuelas de las “casas nuevas” oficialmente conocidas como grupo La Moraña, las
tapias de los chalets, o los setos y árboles del paseo. Especialmente, en
otoño, uno de los mejores escondites era tumbarse en las cunetas de la carretera
y taparse con las hojas caídas y amarillas de los enormes y majestuosos olmos
que allí había. Aún recuerdo el olor de estas alfombras de hojas al ser
removidas.
En
una ocasión mi abuelo Luis, hombre paciente como el que más, llamó a mi madre
para decirle: “Candelitas acabo de ver saltar la tapia de atrás a un montón de
chicos, los primeros a tus hijos. Los he contado, han saltado dieciséis. A ver
si se van a hacer daño y tenemos un disgusto”. La verdad es que sí hubo alguna
torcedura, algún esguince o, incluso, alguna rotura, nada que no se pudiera remediar
con una buena escayola repleta de firmas.
Otros
juegos que realizábamos en el barrio o en el paseo eran el pañuelo, vidas, el
pincho o guincho o jincho, que de las tres formas lo llamábamos, el peón, los
güitos, las canicas, incluso a la goma, a la comba o al chíviri con las chicas.
Si ellas juagaban a juegos considerados de chicos, por qué no iban a jugar los
chicos a juegos considerados de chicas. Eso sí, si entraba alguna muñeca por
allí era posible que saliera sin brazos y sin piernas, todo tenía un límite.
Por cierto, me resulta curioso como el popular juego del chíviri, conocido más
ampliamente como rayuela, es una palabra utilizada con frecuencia entre las
personas de cierta edad de Arévalo y su tierra, pero que no he encontrado en el
diccionario, ni ninguna cita que haga referencia al mismo.
Las madres
y padres no participaban porque, en aquella época, jugábamos por el barrio
desde bien pequeños sin su tutela, por lo que los asuntos o diferencias
surgidas los teníamos que dirimir también entre nosotros, por supuesto, sin
intervenciones paternas. Así, aprendíamos que no siempre se gana y que, a
veces, hay que negociar o, incluso, ceder. A más de un alcalde, diputado, ministro o presidente le hubiera venido bien jugar en este ambiente.
La
hora de juegos terminaba cuando se empezaban a oír las voces o silbidos que
cada madre o padre daba llamando a sus cachorros para que acudieran a cenar a
casa. Sí, el grito era el móvil de la época y les aseguro que en el barrio
tenía una buena cobertura.
Otro entretenimiento de aquella tierna infancia era espiar a los novios en los
bancos del paseo. En las templadas noches de primavera, verano u otoño, al
anochecer las parejas buscaban algún banco en lo más sombrío y era todo un arte
del espionaje acercarse hasta ellos sin ser descubierto para ver lo que hacían
u oír lo que decían que generalmente era la mar de aburrido. Lo más divertido
que podía pasarte es que contaras a tus hermanos menores que los habías visto
besarse. Para poco más daba la escuela de espías.
Subir
a los olmos, esos gigantes arbóreos, era todo un reto. Había que trepar
agarrándote a su agrietada corteza con los dedos y, haciendo palanca con pies y
rodillas, empujar hacia arriba con un golpe de espalda. Pero una vez dominada
esta técnica era coser y cantar. Hasta llegamos a tener una soga para subir a
los menores, lo que produjo ciertos sobresaltos entre la vecindad.
En
la parte central del paseo se encontraba la caseta del jardinero. Una de las
pruebas de fuego para la chiquillería era saltar desde la tapia a la rama
horizontal de un árbol cercano. A algunos se les deslizaban las manos en la
rama al balancearse y se daban un buen espaldarazo contra el duro suelo que les
dejaba sin respiración, ya que allí no había hierba.
Otra
experiencia digna de mención era bajar al Arevalillo entrando al recinto del
Marqués por una grieta que había en las altas y blancas tapias junto a un gran
olmo, el cual estaba situado, más o menos, a la altura de donde actualmente se
encuentra el kiosco de la Lala. Un poco más abajo, por detrás de lo que fue la piscina
honda, había y hay unas escalerillas y arco de ladrillo, que bajaban hasta la
carretera del lugarejo muy cerca ya del puente del cubo sobre el río
Arevalillo. Dentro del recinto tapiado del Marqués había un estanque, que en
aquella época nos parecía enorme, con carpas, algunas de ellas rojas. Allí
descubrí con resignación que Zoco, mi primer perro, que llevaba perdido más de
dos semanas jamás regresaría, pues lo encontré ahogado panza abajo en el pozo
que daba agua al estanque.
- Recuerdos de juventud
La
raya entre la niñez y juventud me la he puesto a los quince años, cuando en
cosa de tres o cuatro años, pasé de espiar a los novios por los bancos a ser
Ana y yo los espiados por otros niños menores.
Los
dos lugares oficiales de queda en Arévalo eran la plaza o la cruz del Paseo. Para
los más jóvenes que no la hayan conocido, esta cruz se encontraba en la entrada
norte. Se trataba de un altar rematado en una gran cruz que se levantó durante
una celebración falangista en la década de los 40. Como muchos sabéis, durante
casi 38 años, la Falange fue el único partido autorizado por la dictadura
franquista, es decir desde el año 1939 hasta que, gracias a la Ley de Reforma
Política impulsada por Suárez, se legaliza el partido Socialista en febrero de
1977, al que siguieron el resto de partidos del panorama político que se abría
definitivamente a la democracia actual. En la década de los 90, altar y cruz se
desmontaron y se reubicaron en el cementerio.
Mi
primera cita como novio fue precisamente en la cruz del Paseo en mayo del 77.
Cuando llegué con el corazón latiéndome como el galope de un caballo, allí
estaba Ana, esperándome. Habíamos quedado a las cinco pero, debido a la celebración
de la primera comunión de mi hermano Alejandro, me había retrasado unos minutos.
Al parecer no importó demasiado el retraso pues llevamos 39 años juntos, siete
de novios y 32 de convivencia matrimonial. Toda una vida que tuvo su inicio
"oficial" precisamente en el Paseo.
Los
bancos del paseo, algunos ya desaparecidos, eran el sitio ideal donde pasar un
buen rato en compañía de tus amigos y amigas. Aquellos bancos de cemento con un
largo respaldo, de los que todavía quedan unos cuantos en la plaza de los
columpios, daban para reuniones multitudinarias. El respaldo era utilizado de asiento,
el asiento también y el suelo otro tanto, por lo que cada uno de aquellos
bancos podía albergar reuniones diez o quince jóvenes con facilidad.
Aspecto de una de las plazoletas del paseo en los años 60 (Colección de la Alhóndiga)
Actualmente,
la mayoría de estos bancos con respaldo distribuidos por todo el parque,
especialmente en las pequeñas plazoletas han sido retirados hace tiempo y, lo
curioso, es que no han sido sustituidos por otros, cuando la frescura de esas
plazoletas invita a sentarse apaciblemente a la sombra para paliar los calores
del verano.
Desde
el paseo, bien en pandas de amigos y amigas o bien en parejas solíamos bajar
al Arevalillo, ya fuera por la carretera del lugarejo o por las escalerillas
del Marqués, para subir luego por la fuente de la Alegría en Machín, a la que
algunas de mis amigas, incluida Ana, denominaban la piedra, ignoro por qué. En
alguno de estos recorridos, desde el Paseo hasta Machín por la ribera del
Arevalillo, está inspirado mi poema "DÓNDE
ESTÁ EL AGUA".
En
Aquella época de juventud si llovía no había muchos sitios donde ir, por lo que
si te pillaba en el Paseo, un lugar idóneo donde refugiarse era debajo del
tobogán. Recuerdo muchas tardes de lluvia con Ana, bajo el tobogán, acompañados
únicamente por el agradable olor a tierra húmeda y la monótona percusión de las
gotas estrellándose contra el metal.
La
sensación de hacerte mayor, a pesar de tus quince o dieciséis años, se hacía
patente cuando amigos de mis hermanos pequeños se reían de nosotros,
simplemente, por estar sentados en un banco como pareja. En una ocasión uno de
aquellos niños nos lanzó una castaña de indias con tan mala suerte, o tan buena
puntería, que le dio a Ana en cabeza. Yo iba a hacer lo que había hecho en
otras ocasiones jugando con algún niño, simplemente zarandearle por los pies
cabeza abajo y tirarle a uno de los setos. Pero Ana se adelantó en la
persecución, alcanzó al lanzador de castañas y le propinó tal bofetada que seguro que llegó a casa
con los cinco dedos marcados en la cara. Lo cierto es que nunca más nadie osó a
lanzarnos ningún tipo de objeto ni a burlarse de nosotros.
También
el Paseo es el lugar donde finalizó mi primera y última borrachera. Fue el 17
de enero de 1978, lo recuerdo porque ocurrió durante el cumpleaños de uno de
mis amigos. Empezó durante la fiesta de cumpleaños y acabó en el Paseo, que fue
donde me llevaron mis amigos a espabilarme, cosa que fue misión imposible. Por
lo que, ante mi lamentable estado de embriaguez y que no me tenía en pie,
sabiamente, decidieron llamar a mi hermano Julio César, a la sazón, un año, dos
meses y veintidós días mayor que yo, el cual con la ayuda de uno de mis amigos
me acercaron a rastras hasta casa pues yo era incapaz de dar un solo paso y
solo pronunciaba frases un tanto absurdas, según me contaron, pues al día
siguiente no recordaba casi nada de lo acontecido. Tenía 16 años y, desde
entonces, no he vuelto a emborracharme. Podría decirse que me sirvió de
lección.
De
todos los recuerdos, quizás uno de los más fuertes y recurrentes es el de la
alfombra amarilla de hojas de olmo que se formaba durante octubre y noviembre.
Recuerdo, como si lo estuviera viviendo hoy mismo, el sonido que producían al
caer, al ser agitadas por el viento o, simplemente, al ser pisadas, diferente
si estaban húmedas o secas. Y, especialmente, el olor que desprendían al ser
removidas mientras caminabas. Dicen que el otoño es el final de un ciclo pero
aquellas hojas olían a resurrección, a promesa de primavera.
- Recuerdos de madurez:
Precisamente
la línea que separa mi juventud y la aparente madurez, me la he puesto en tala
de los olmos del Paseo. Un doloroso hecho que empezó en el año 1986, lo
recuerdo porque Ana estaba embarazada de David, nuestro primer hijo, y que
culminó con la tala de todos los olmos del Paseo y alrededores dos años más
tarde.
La
grafiosis, una enfermedad mortal para los olmos, comenzó a notarse en Arévalo
en 1984. Ante la falta de iniciativas fitosanitarias por parte del Ayuntamiento
y, ante el avance de la enfermedad, mis hermanos Juan, Ignacio, Alejandro y yo decidimos hacer
un estudio completo de todos los olmos del casco urbano de Arévalo para intentar
distinguir e identificar a aquellos ejemplares que tal vez podrían salvarse con
un tratamiento adecuado. Los resultados los publicamos en el informe titulado
"GRAFIOSIS
EN ARÉVALO", que fue presentado al Ayuntamiento y a la Junta de Castilla y León.
Lo
acabamos en julio de 1986 pero de poco sirvió, pues en febrero de 1988 se
comenzaron a talar todos los olmos, muertos, enfermos y sanos. Solo en el Paseo
se talaron 123 olmos, varios de ellos monumentales y sin signos de la enfermedad.
Nunca sabremos si alguno de esos colosos podría haberse salvado con el
tratamiento adecuado, tal y como se han salvado dos olmos de Ávila, uno en el paseo
del Rastro y otro en la plaza de Italia, por poner un ejemplo cercano, aunque
hay muchos más. Pero repito, eso ya nunca lo sabremos.
Olmo talado en el paseo en la primavera de 1988 (Foto Luis J. Martín)
Contados
los anillos de uno de los olmos más grandes descubrimos que tenía 423 años y
que aún no presentaba los síntomas de la enfermedad. Cuando Cervantes escribió
el Quijote el olmo ya estaba allí. Este olmo y alguno más ya existían en las
huertas y jardines del convento de los Trinitarios cuando Fray Juan Gil marchó para
liberar a Cervantes. Aunque mudos, fueron testigos vivos de la historia de
Arévalo: Contando los anillos hacia atrás habríamos sabido, por ejemplo, el
tiempo que hizo el año en que el monje Trinitario se fue a Argel, si fue un año
lluvioso o seco, o si el invierno fue muy duro o benigno.
Con
la tala de estos colosos arbóreos la fisonomía del Paseo cambió radicalmente y,
desde entonces nunca ha vuelto a ser lo que fue: un parque urbano con varios
árboles monumentales.
La
desaparición de los olmos, en cierta forma, supuso mi ruptura con aquel
espacio. Resultaba doloroso descubrir cada día que aquellos compañeros de mi
niñez y de mi juventud habían sido eliminados para siempre. Pero como pueden
comprobar en este texto, al menos los recuerdos no se pueden arrancar. Porque
no les quepa duda de que después de la muerte nada queda salvo los recuerdos.
A
parte de este cambio radical en el aspecto del parque a raíz de la tala de los
olmos en 1988, son muchos los cambios que este parque urbano ha sufrido a lo
largo de su historia y, les puedo asegurar que pocos para bien. Con la
construcción de las primeras piscinas en la década de los 50, se comieron la
parte suroeste del Paseo. Eran dos piscinas separadas por una alta tapia: la de
los hombres, que era conocida como la honda, y la de las mujeres, que era
conocida como la de los niños. Sí, en aquella época hombres y mujeres se
bañaban separados y si alguno osaba asomarse a las tapias que las separaban era
multado por conducta inmoral. Aunque esa separación no duró más de diez años,
los tiempos cambian. Decir que aquellas piscinas fueron las primeras que
existieron en Ávila.
En
los años setenta se construyó la mal llamada piscina olímpica, pues no tiene
los 50 metros reglamentarios sino 33, ¿dónde se hizo?, exacto, en el Paseo,
comiéndose una preciosa rosaleda que allí existía. También se hizo un bar
terraza y una pista de baile que, igualmente, hicieron desaparecer otra parte
importante del Parque. Más reciente ha sido la construcción de una nueva
piscina de 25 metros, los nuevos vestuarios y un nuevo bar terraza, obras que
han acabado nuevamente con otro trozo de Parque y con la pista de baile
construida 20 años atrás. Todas estas obras han transformado considerablemente
la parte sur del parque, la más deteriorada en la actualidad. Y año tras año o
década tras década el parque, en lugar de ganar, ha visto mermar su extensión
en una cuarte parte.
Gómez
Pamo es un personaje arevalense, tuvo una gran importancia por sus estudios, por
sus publicaciones científicas. Un hombre destacado de la cultura y de la
ciencia. Por ello fue declarado hijo predilecto de Arévalo, por eso se le puso
su nombre al Paseo de la Grama y se intentó construir unos jardines dignos de
la ciudad de Arévalo, en la que participaron jardineros relevantes de la época. (Para mayor información: Cuaderno
de cultura 34).
Tanto
por el gran peso cultural y la relevancia pública del personaje de Gómez Pamo,
por cierto figura desconocida por la inmensa mayoría de arevalenses, como por
la enorme importancia social, ecológica o lúdica que tienen los espacios verdes,
hemos de reconocer que, desde su construcción, este parque urbano no ha ganado,
solo ha perdido, tanto en extensión como en cualidad y calidad de parque.
Recordar
una vez más que las ciudades que poseen una mayor calidad de vida,
curiosamente, siempre son las que tienen los mayores y mejores espacios verdes.
¿Por
qué será?
En
Arévalo, del 25 al 28 de agosto de 2016
Luis
José Martín García-Sancho
Leído durante el acto homenaje a Juan Ramón Gómez Pamo organizado por la Alhóndiga de Arévalo y Galerida Ornitólogos el 26 de Agosto de 2016.
Algunos momentos del acto: