Antiguo Colegio de la Villa, antes de Santiago.
Luis José Martín García-Sancho.
Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Tal vez por
eso el pasado 16 de febrero, en la visita al casco histórico de Arévalo
organizada por la asociación La Alhóndiga, su presidente, Juan Carlos López
Pascual, frente a las puertas de lo que fue el antiguo colegio de los jesuitas,
pedía al numeroso público asistente que si alguien tuviera alguna foto de ese
edificio utilizado como colegio, sería bien recibida para escanearla y así
pasar a formar parte del archivo documental de la asociación, que cada día es
mayor y mejor.
Yo no tengo imágenes que poder donar. Tengo palabras. Aunque
estas sean, según el dicho, mil veces menos valiosas que una fotografía para mí
tienen mucho valor pues son el testimonio de mi abuelo Domingo, cuando acudía
como alumno a lo que fue colegio de los jesuitas que, por entonces, eran
escuelas municipales. El corralón, creo que las llamaba cuando se refería a
ellas. El abuelo Domingo nació en 1902 y asistió a esas escuelas hasta el año
1913.
Recuerdo que algunos domingos, mi hermano Julio y yo íbamos
a comer a casa de mis abuelos paternos. El abuelo Domingo devoraba con gran
apetito todo lo que la abuela Dolores le ponía delante.
- Domingo -gritaba la abuela
Dolores-, no comas tan deprisa que te va a sentar mal.
- Que rica está la sopa que
nos ha hecho vuestra abuela -decía el abuelo levantando un instante la vista
del plato para mirarnos con una sonrisa-. Esta mujer cocina mejor que los
ángeles.
- Huy -gritaba la abuela
mientras iba a la cocina a por el segundo plato-. Si no lo saboreas. No le
hagáis caso, hijos, que a este hombre le gusta todo lo que le hago.
- Porque está muy rico
¿Vosotros habéis visto alguna vez a un ángel o conocéis a alguien que lo haya
visto?, ¿y a un arcángel? -preguntaba el abuelo giñándonos un ojo mientras
nosotros negábamos con la cabeza-, pues yo... tampoco y eso que tengo muchos
más años que vosotros.
- ¿Qué les dices a los niños Domingo? -gritaba
la abuela Dolores desde la cocina-. Qué te estoy oyendo.
- Nada, nada. Les decía que el pollo al ajillo que has
preparado -contestaba mirándonos con una sonrisa pícara-, seguro que es el
mejor que han comido nunca.
Y era
cierto. Mi abuela cocinaba francamente bien, aunque, todo hay que decirlo, mi
abuelo era una boca agradecida. Disfrutaba con la comida y le gustaba agasajar
a la cocinera.
Después nos contaba alguna historia relacionada con su vida:
Domingo es el segundo por la izquierda de la fila de arriba
- Sólo fui a la escuela hasta los once años. Estaba en el
corralón que hay detrás de la iglesia de San Nicolás -empezaba a contar el
abuelo Domingo-. Casi no recuerdo a mi padre, murió de una pulmonía cuando yo
tenía dieciocho meses. Era muy fuerte, ¿sabéis?, era chocolatero. Así que a los
once años tuve que empezar a trabajar en el comercio de mi tío Genaro. Pero no
penséis que era mal estudiante, no. Aunque parezca tonto, siempre he sido muy
listo. Varios años hasta me gané un traje.
- ¿Habéis visto el torreón
que hay en la plaza de la villa? -preguntaba el abuelo mientras nosotros
asentíamos con gran interés-. Pues ese torreón lo construyó Felipe Yurrita, un
indiano que había hecho fortuna en Guatemala y que había vuelto a Arévalo con
la intención de hacer el bien entre sus conciudadanos. El caso es que este buen
hombre tenía la costumbre de regalar un traje al primero de cada clase. Como
tuve que dejar la escuela y empezar a trabajar a los once años porque mi madre
era viuda y no podía mantener a tantas bocas, me apunté a la escuela nocturna. Estuve
acudiendo a estas clases hasta los 14 años y no porque no me gustara estudiar
sino porque me cansé de mi tío Genaro que era un déspota y me fui a trabajar a
unos almacenes de Zamora, pero bueno eso es otra historia. El caso es que
durante los años que asistí a las escuelas casi siempre nos ganábamos el traje el
señor Amadeo, que ahora es el cabo de los serenos, o yo. Así que vosotros
estudiad mucho para que seáis tan listos como vuestro abuelo y vuestro padre
que también ha sido uno de los primeros de su clase.
Plaza de la villa con el ya desaparecido torreón de Yurrita
Luego,
después de terminar el flan, nos daba dos duros a cada uno para que nos
compráramos algo en el quiosco de la tía Mané. Y, por la calle de los muertos,
o como la llamaba el abuelo Avanciques, nos dirigíamos de vuelta a casa.
Aunque, a veces, íbamos a jugar a la parte trasera de El Salvador para trepar
por los muros inclinados de la iglesia, hasta agarrarnos a las rejas de las
ventanas y, después, dejarnos caer corriendo a gran velocidad. Una inocente
diversión infantil que, debido a la remodelación de la iglesia a raíz de las
Edades del Hombre, ya no se puede practicar.
Por otro lado, hace muy poco, en noviembre de 2013, se ha
derrumbado gran parte de la cubierta de las escuelas del corralón, el antiguo
colegio de los jesuitas. Durante bastantes años, muchos hemos avisado del
estado en que se encontraban estas escuelas que amenazaban ruina. De nada ha
servido. Quizás, simplemente, retejando las goteras se podría haber evitado la
ruina en la que se ha convertido este edificio histórico construido en 1593
como colegio de Santiago de la Compañía de Jesús.
La desidia o la absoluta falta de intervención por parte del
Ayuntamiento, la Junta o ambos, así como la inexistencia de un plan de
conservación del numeroso patrimonio arevalense, ha conducido a que el colegio
del corralón, en lugar de amenazar ruina, sea ruina: La ruina
institucionalizada. Que las palabras de mi abuelo sirvan para recordar al amigo
lector lo que el edificio fue y ya no es.
El pueblo que olvida sus raíces, como el árbol, se seca.
A mi padre y a la memoria
del abuelo Domingo.
Cuatro generaciones de Martín: César, Domingo, David y Luis.
En Arévalo, a 16 de febrero
de 2014.
Artículo publicado en el nº 58 de La llanura de Arévalo de marzo de 2014
Luis
José Martín García-Sancho.