Atrévete.
Observa a tu alrededor,
interpreta el lenguaje con que natura se expresa.
Una tarde, a mediados de
noviembre, regreso a casa cabizbajo. He salido en busca de avutardas y sisones
por el norte de Tierra de Arévalo. Vuelvo con los ojos vacíos, y con el deseo
de verlos rebosante. Lo cierto es que el sisón cada vez es más difícil,
escasea, desaparece de sus territorios ancestrales, las llanuras cerealistas,
pero la avutarda… pocas veces me había fallado. En fin, puede que esté perdiendo
facultades, o vista, o las dos cosas. La erosión del tiempo.
El sol se tiende sobre la
tarde, buscando la línea del horizonte para acostar su fulgor. Los tonos cálidos
del atardecer se imponen. Hago una foto a Villanueva del Aceral. Aunque he
pasado muchas veces por aquí, hoy me gusta el color que toman sus edificios con
la luz vespertina. Me encamino de vuelta a Arévalo dando un rodeo. A veces, la
carretera no es el camino más recto para acercarte a lo que puedes ver con
tranquilidad, con silencio, con sosiego.
De repente, los veo. Recortándose
en la lejanía sobre la ladera de un cerro y un grupo de árboles que no
identifico. Una enorme bandada de miles estorninos moviéndose al unísono. Dando
giros imposibles, apareciendo y desapareciendo en el aire, para volver a aparecer un segundo después en el mismo sitio, cambiando de forma, de color,
según la dirección de sus vuelos, ascendentes, descendentes, hacia el alba,
hacia el ocaso, alejándose, acercándose. Es un espectáculo que atrapa,
hipnotiza. Al cabo de un rato, me doy cuenta de que el negro baile de los tordos
es la tinta de la pluma de natura escribiendo en el aire.
Sigo el camino de regreso con
ganas de contar a Braulio lo que he visto y leído. El sol acaba de hundirse y
desaparecer proyectando sus últimas luces hacia el cielo, hacia el aire. A
menudo andamos, recorremos, nos fijamos, a veces, otras no. Somos espectadores
de lo que sucede. El sol que se pone, una alameda sobre la línea del horizonte,
por encima el cielo, inmenso, quebrado tan solo por estelas de avión en
prácticas y nubes livianas, encendidas ambas por el arrebol del ocaso. Natura y
los hijos de natura en el mismo instante, siempre.
Cuando llego, le llamo a
voces. Le digo que baje. Me dice que suba. Me lo pienso, hace muchos años que
no trepo a un olmo. Quizás no debería subir… doy un salto, agarrándome con
manos y pies al tronco áspero y rugoso. Después, un golpe de riñones para
ascender unos centímetros con las manos, ahora subo los pies a pulso. Y vuelvo
a repetir la operación varias veces. Con cada manotazo, la corteza del olmo
suena como una plancha de corcho golpeada, casi como un timbal. Por fin alcanzo
la horquilla del olmo, la base de la copa. No ha sido tan difícil. Quien tuvo,
retuvo, me grita Braulio. Está en la picorota de una de las dos ramas
principales, balanceándose con el viento. Me subo por la otra rama hasta su
altura.
La verdad es que ya no estoy
acostumbrado. El balanceo me produce algo de vértigo, pero consigo dominarlo.
Le cuento lo que he visto, lo que los estorninos han escrito en el aire, dando
gracias a natura en todos los idiomas. Algunas letras de nuestro gracias, otras
de obrigado, otras de merci, de xiexie, de shukran, de thanks, de dank, y otras
muchas más que no pude interpretar. Luego le cuento las letras escritas en el
aire por las estelas de avión, por las nubes, formando una inmensa “NAT”.
Braulio se ríe a carcajadas.
Se balancea, intencionadamente, acercándose y alejándose, mientras me pregunta
qué me he tomado.
Mi primera intención es
contestarle indignado por la pregunta, pero al final acabo riendo con él,
mientras le digo que solo he tomado el aire. Braulio sigue riendo. Me contagia.
Me dice entre risas que “el aire, para
unos, la mayoría de la gente, solo escapa entre sus dedos o entre sus cabellos.
Pero para otros, penetra en sus ojos, en sus oídos, en sus narices, en su boca,
en sus manos, trasmitiendo el lenguaje universal con que natura se expresa. Lo
que pasa es que, para los unos, los otros son unos locos visionarios que se
agarran a una realidad inexistente. Cuando tú sabes, amigo mío, que es difícil
interpretar la realidad al completo con los ojos cerrados, con la boca tapada o
con las manos atadas, porque entonces la realidad se convierte, tan solo, en lo
que te cuentan”.
Mientras escucho a Braulio,
una estrecha luna en forma de “C” asoma entre nubes plateadas. Me hace pensar
en el mito de la caverna. Pero luego desaparece y la oscuridad se apodera del
lugar. Entonces me pregunto, si seré capaz de bajar de allí a oscuras.
En Arévalo, a uno de diciembre
de 2020.
Luis J. Martín.
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