Aquella tarde de final de verano decidimos ir
a dar un paseo al río.
El sol está sobre la ladera de poniente. Dejamos
el coche en la ermita. Abro el portón para que baje Blanquita. Enseguida se
dirige hacia el río. El camino de bajada se divide en dos. Toma el de la
izquierda, nosotros el de la derecha. Enseguida oímos el trote de la perra, nos
alcanza, nos adelanta. Baja hacia el río olisqueando cada dos por tres,
caminando a paso rápido con el rabo alto pero ligeramente inclinado a la izquierda.
El camino transcurre entre espinosos piornos blancos, enebros y algún que otro
pino joven.
La temperatura baja gradualmente a medida que
descendemos y nos aproxímanos al cauce del río. Hay más de cinco grados de
diferencia entre la llanura cerealista y el valle estrecho y profundo del
Adaja. Nos asomamos al pozo abandonado, que antaño regara una huerta. Alguien
ha arrojado troncos y ramas, tiene bastante agua. Oímos el reclamo estridente
del torcecuellos procedente de un grupo cercano de sauces sargatillos y chopos
jóvenes, enmarañados por zarzamoras, majuelos y saúcos. Le buscamos pero es
invisible, no le vemos. Ana se agacha un instante. Coge una hoja aterciopelada,
se la frota entre las manos. Me las pone en la nariz. Uhmm… Qué bien huele. Es
menta.
Los pinos de la ladera del poniente comienzan
a proyectar su sombra alargada sobre el valle a medida que el sol desciende. La
pradera de ribera acaba en la ladera, sólo se puede pasar siguiendo la estrecha
e inclinada vereda abierta, seguramente, por jabalíes y zorros, discurre
paralela al río, al pie de las cuestas. Blanquita va delante, abriendo camino. Nos
entretenemos en una zarzamora que ofrece sus frutos maduros y casi negros a
todo aquel que quiera comerlos, ya sea persona, pájaro, roedor, garduña, tejón
o zorro. Están en su punto jugosas y dulces. Ana decide llevar unas cuantas a
David y María que se han quedado en casa. Para que las coman solas o con zumo
de naranja y azúcar.
Río adaja. Foto: Luis J. Martín
Abajo, el río se divide en dos dejando una
isla en el centro. El brazo principal tiene corriente, el secundario es casi
una charca. Debido a una crecida del río por las pasadas tormentas se ha
llenado de agua pero ha quedado casi aislado del brazo principal. Un buen
número de barbos de gran tamaño han quedado prisioneros en este cauce secundario
a la espera del indulto que supondría una nueva crecida. Nos
quedamos un buen rato, estáticos, contemplando sus idas y venidas, algunas
veces pasan en un banco de más de diez peces.
De pronto, una forma mucho mayor pasa rauda
persiguiendo a los barbos, luego otra. Se impulsan con las patas traseras y contonean
el cuerpo y la cola para dirigir sus rápidos movimientos tras los peces.
- Son nutrias –le digo a Ana al oído en un
tono casi imperceptible-. Están pescando.
Miro hacia la perra. Silbo imitando al
carbonero para no alterar la pesca de las nutrias. Pero no me hace caso está
olisqueando un terrón de arena unos metros más adelante. En raras ocasiones las
nutrias, especialmente si tienen cachorros, han atacado a perros pequeños en
las aguas donde han establecido su territorio de cría. Pero no parece que
blanquita se quiera acercar a la orilla. Pasa de las nutrias, entretenida con
los efluvios campestres que tanto le gustan.
Ana y yo nos sentamos un buen rato en la
vereda que transcurre por encima del cauce. La perra va y viene. Nos mira. No
nos comprende ¿Por qué interrumpimos el paseo?
Las vemos pasar varias veces por aquel brazo
de río sin corriente. Hasta que dejan de verse peces y nutrias. Permanecemos
atentos. Se escucha un chapoteo sordo y el sonido de la fronda al ser agitada.
Parece que han salido del agua. Miramos hacia la isla puestos en pie. La densa
e intrincada vegetación de ribera nos impide ver lo que está pasando en la
isla. Sólo los sonidos nos indican lo que sucede. Unos alegres gritos entre
guturales y gruñidos nos revelan que pueden tener cachorros. Luego el
inequívoco ruido que produce la carne cruda al ser masticada nos cuenta que el
éxito en la pesca está siendo compartido con la familia, formada, seguramente,
por la hembra adulta, alguna de sus hijas jóvenes y la camada de cachorros que
serán ya casi tan grandes como los adultos. Los ruidos del banquete cesan.
Esperamos un rato a ver qué pasa. No vuelven a pescar, deben haber tenido
bastante. De todas formas los barbos han desaparecido.
Decidimos dar la vuelta. Silbo a blanquita para que nos adelante. Regresamos a la pradera del pozo. La ribera se abre y nos deja ver más cielo. Cerca del camino de subida reconocemos la silueta de un halcón. Vuela al acecho intentando detectar alguna presa. Cuando pasamos por un grupo de majuelos y escaramujos levantamos a un pito real, seguramente no haya visto a la rapaz porque, en lugar de refugiarse en la ribera, vuela ladera arriba. El halcón le detecta. Encoge las alas y hace un picado espectacular, en línea recta hacia donde se dirige el pito. Justo en el último instante el pájaro carpintero da un quiebro y logra escapar de las garras del halcón refugiándose en un cerrado grupo de enebros.
Decidimos dar la vuelta. Silbo a blanquita para que nos adelante. Regresamos a la pradera del pozo. La ribera se abre y nos deja ver más cielo. Cerca del camino de subida reconocemos la silueta de un halcón. Vuela al acecho intentando detectar alguna presa. Cuando pasamos por un grupo de majuelos y escaramujos levantamos a un pito real, seguramente no haya visto a la rapaz porque, en lugar de refugiarse en la ribera, vuela ladera arriba. El halcón le detecta. Encoge las alas y hace un picado espectacular, en línea recta hacia donde se dirige el pito. Justo en el último instante el pájaro carpintero da un quiebro y logra escapar de las garras del halcón refugiándose en un cerrado grupo de enebros.
Llegamos
al coche aparcado en la llanura cerealista junto a la ermita, contentos. Apenas
dos horas de relajado paseo pero que han dado mucho de sí. Con los cinco
sentidos, una vez más, hemos observado algo cotidiano en la naturaleza pero que
pasa desapercibido para la mayoría de la gente. Ya he contado en otras
ocasiones que son muchos los que me dicen que no les gusta nuestra tierra tan
monótona y aburrida. Bueno, hay gustos para todo. Ellos se lo pierden.
Arévalo, a 24 de julio de 2014.
Luis José Martín García-Sancho
Publicado en número 63 de La Llanura de
Arévalo, en agosto de 2014.