EL
VUELO DE LAS OVEJAS ®
Por: Luis José Martín García-Sancho.
La cibeles y Puerta de Alcalá. Foto: Luis J. Martín
Acabo de llegar de Barcelona en el AVE. El invierno se acaba en el calendario pero
todavía se deja sentir con fuerza.
- Tu padre se muere -me había dicho tía
Mar por teléfono entre llantos-. Ven lo antes posible, por favor.
Aquellas
palabras resuenan una y otra vez en mi cabeza como un eco.
Desde
el taxi contemplo a la Cibeles mientras la rodeamos. Al fondo se ve la puerta
de Alcalá y se intuyen las copas de los árboles del retiro entre sus arcos.
Cuántas veces he ido allí con mis padres cuando vivíamos en la calle Serrano,
muy cerca de la plaza de Colón. Desde que me independicé, a menudo he recordado
los paseos en barca por el estanque. En algunas ocasiones mi padre se tumbaba
en el bote con mi hermano pequeño y nos decía que remáramos mi madre y yo, porque
Sócrates y él estaban muy cansados. Muchas veces los hechos que parecen más
simples son los que permanecen en nuestra memoria.
Estanque del retiro. F. Espada
Nos
vinimos a vivir aquí cuando yo tenía cinco años. Aún conservo algunos recuerdos
borrosos de mi vida en el pueblo. Son como imágenes sueltas que me vienen a la
cabeza de repente, sin buscarlas. Me acuerdo de mi madre lavando la ropa en la
pila. En invierno me gustaba romper el hielo con una piedra. Una vez aclarada y
escurrida la tendíamos en los alambres del corral que iban de un lado al otro
de las tapias. Es curioso, tengo muchas imágenes de mi madre de aquellos
primeros años: cómo me peinaba o me hacía trenzas... Me acuerdo perfectamente
de su respiración en mi nuca mientras me cogía una coleta. En aquella etapa del
pueblo su olor era algo especial. Es como si la estuviera oliendo ahora mismo.
He intentado buscar aquel aroma de mi madre en cientos de perfumes y jamás lo
he encontrado. Era una especie de fragancia a ropa limpia, a piel fresca y
suave. Era el olor de la juventud de mi madre que se perdió cuando nos vinimos
a trabajar a la portería. Ese mismo año nació mi hermano Sócrates.
Pero
no tengo recuerdos de mi padre en el pueblo. Desde que llamó mi tía los he
intentado buscar en mi memoria, pero nada. De lo único que tengo certeza, es de
sus palabras tras la muerte de mi madre cuando me dijo con los ojos enrojecidos
y la voz quebrada que los mejores años de su vida los había vivido junto a
nosotras en el pueblo. Que mi madre siempre le decía que cuando se jubilasen
volverían. Pero el caso es que nunca quiso volver sin ella.
Al
llegar a La Paz me siento agitada, nerviosa. Sé que tengo que entrar a ver a mi
padre, lo estoy deseando, pero no sé qué decirle, ni qué hacer. Cómo desenvolverme
en esta delicada situación. Hemos compartido muchos momentos, alegres, tristes,
difíciles, pero no nos educan para presenciar la muerte de uno de los nuestros.
Hospital La Paz. Foto: Ana Alas
Al
Abrir la puerta veo a un hombre tendido en la cama. Es mi padre, no cabe duda,
pero está demacrado, pálido, con las mejillas hundidas. Duerme. Tía Mar me
sonríe levantándose de la butaca.
- ¡Hija! –grita mi tía susurrando-.
Qué pronto has venido.
- Hola tía Mar –contesto mientras nos
abrazamos- ¿Cómo está?
- Ahora está tranquilo. Ha descansado
muy bien desde que le han puesto morfina.
- ¿No sufre? -pregunto con los ojos
humedecidos-. ¡Madre mía! Cuánto ha envejecido desde la última vez que le vi.
Si no hace tanto…
Por
qué –pienso en una milésima de segundo-, por qué me fui a Barcelona cuando
cerraron la empresa de Bilbao. Sabía que mi padre estaba solo. Podría haber
vuelto. Pero él pareció adivinar mis sentimientos cuando empecé a preguntarle:
"Padre, ¿quieres que..." Él me cortó para decirme: "No hija, no
pienses en mí, tú debes hacer tu vida. Yo estoy bien. No te preocupes por mí”.
Mi
padre mueve la boca, como si estuviera masticado algo. Gira la cabeza. Entreabre
los ojos.
- Hola hija -mientras me extiende una
mano- ¡Qué alegría!
-Padre -contesto con la voz
entrecortada.
Nos
abrazamos, nos besamos. No digo nada. No puedo. Si hablo voy a empezar a llorar
y no quiero.
- ¿Qué tal están Asier y Ainara? ¿Han
venido? No claro. Se habrán quedado con su padre en Barcelona.
Asiento
mientras le acaricio la mano pero no puedo decir nada. Tengo un nudo en la
garganta que me impide hablar.
- Qué casualidad, ¿sabes? -dice mi
padre mientras sonríe-. Ahora mismo estaba soñando contigo ¿Te acuerdas de
cuando vivíamos en el pueblo y te llevaba al campo a ver avetardas? Nunca he
olvidado tu sonrisa cuando señalabas hacia arriba y decías:
"¿Vetadas?", mientras nos sobrevolaba alguna bandada. Aquellos instantes
fueron de los más felices para mí. Durante todos estos años, nunca me he
olvidado de tu sonrisa con los brazos extendidos al cielo. Esa sonrisa ha sido
el mejor regalo que me has dado nunca, hija.
- Ya ves, y ahora me muero -continúa
mi padre muy despacio, como si le costara concentrarse-. No, no quiero que
llores. Tampoco quiero que me enterréis. Díselo a tu hermano cuando llegue de
Alemania. Quiero que me quemen y que disperséis mis cenizas por los campos de
nuestro pueblo un día de viento, desde lo alto del Valhondo. Allí es donde
siempre me ha gustado estar. Ninguno de los muchos años que llevo viviendo
aquí, ha conseguido borrar ese recuerdo. No sabes cuánto me hubiera gustado
enseñar las avetardas a Asier para volver a verte a ti de niña en su sonrisa.
Pero creo que ya no va a ser posible. Lástima. Siempre dejamos deseos para después,
sin darnos cuenta de que ese pretendido después, se convierte en nunca.
Me
abrazo a mi padre intentando contener el llanto. No sé cuánto tiempo
permanecemos así.
****
Camino de la campiña abulense. Foto: Luis J. Martín
Avanzamos por los caminos de la
campiña castellana. Tío Paco conduce su coche lentamente hacia el Valhondo.
También me acompañan mi hermano Sócrates y tía Mar. La primavera no ha hecho
más que empezar pero aquí el invierno siempre tiene la última palabra.
Por
fin, después de buscar durante tanto tiempo en mi cabeza, tengo algo que
recordar de mi padre en el pueblo. Él me ha dado ese regalo. Lo cierto es que,
ahora que ha muerto, cierro los ojos y me vienen a la memoria imágenes y
sonidos como si los estuviera viviendo ahora mismo: Con su gorra raída, su
pitillo en la boca, su mano fuerte y áspera sujetando la mía por el camino de
Matacabras. Escucho sus sonidos al caminar, su respiración intermitente después
de cada calada al cigarrillo. La llanura ondulada repleta de campos de cereal,
tan verdes, inmensos, infinitos.
En
la huerta del señor Pruden, un anciano me da guisantes verdes. Los voy pelando mientras
subimos por la loma y tirando las vainas vacías al camino. Si me vuelvo a mirar, puedo ver como las cogujadas, con su cresta erecta, las picotean
por si acaso me hubiera dejado algún guisante en su interior. Veo también las
carreras de las liebres persiguiéndose unas a otras y golpeándose con las patas
delanteras, puestas en pie, como si fueran boxeadores, mientras mi padre me
dice que están buscando novia.
Tras
una pequeña loma, aparece una gran bandada de avutardas, muy cerca del majuelo
de Arecio. Son machos. Algunas son como grandes bolas blancas. Hacen la rueda
para atraer a las hembras, me explica mi padre. De pronto echan a volar. Algo
las ha espantado. Y pasan todas por
encima de nuestras cabezas. Puedo escuchar hasta el sonido que hacen sus
grandes alas al romper el aire.
Sí,
ahora recuerdo, con la vasija apoyada en mi vientre mientras el coche avanza
hacia el Valhondo. En lo alto de la loma el matacabras sopla de cara, con
fuerza. Sócrates me da la mano. Abrimos la vasija. Damos la espalda al viento y
vertemos las cenizas. En silencio. El viento se las lleva volando y las esparce
por los campos. Hasta las calandrias han callado.
Sócrates
me mira. Nos abrazamos. No lloramos. No decimos nada. Sólo habla el matacabras.
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Vista de Barcelona. Foto: Luis J. Martín
Es Semana Santa y he decidido ir al
pueblo con Asier. Mi marido no puede venir y se ha quedado en Barcelona con la
pequeña Ainara.
Nos
levantamos al amanecer. Hoy parece que el invierno ha dado un respiro a la
primavera. Intento recordar el camino por el que me llevaba mi padre de paseo a
ver a las avutardas. Había que cruzar el cauce seco del Zapardiel por el puente
y coger el camino de Matacabras. Sí, vamos bien. Dejamos a la derecha la huerta
del señor Pruden, donde un anciano me daba guisantes verdes para que los fuera
pelando por el camino, ¡qué ricos! Pero hoy no hay nadie.
- Mira mamá vacas blancas -me dice
Asier señalando un rebaño-. Hay muchas.
- No hijo -le corrijo con suavidad-,
son ovejas. Mira, aquel señor que está en lo alto de la loma con dos perros,
¿los ves?, es el pastor.
- ¿Y qué hace allí?, ¿las quiere cazar
con los perros?
- No, al contrario, las está vigilando
para que nadie las mate. Para que no se le escape ninguna.
- ¿Y para qué quiere tantas ovejas?
"Mira mamá vacas blancas"
- ¿Te acuerdas del queso con membrillo
que comimos el otro día en casa, ese que te gustó tanto? Pues está hecho con la
leche de las ovejas.
- ¡Si lo compramos en el Hipertuin!
-contesta Asier con gesto incrédulo.
- Pero todo lo que compramos allí, no
aparece por arte de magia. Las naranjas, las peras, vienen de los árboles. Las
cebollas, los tomates, vienen de la huerta. Y el queso viene de la leche de las
ovejas o de las vacas, ¿lo entiendes? Todo lo que compramos procede de algún
sitio, no aparece ahí de repente.
Asier
me mira y se encoge de hombros pero no contesta.
Subimos
la larga loma mientras cientos de calandrias celebran la luz del nuevo día
emitiendo sus alegres e insistentes trinos desde el aire. El sol naciente
proyecta nuestras sombras hacia delante. Asier juega con la suya, levantando un
pie, luego el otro, saltando, persiguiéndola mientras la sombra huye como un
fantasma cobarde y gigantesco.
Los
campos interminables de cereales se extienden hasta el horizonte. Según
ascendemos por la loma va apareciendo el chapitel de la torre de Madrigal como
un iceberg negro en un mar verde inmenso.
Madrigal. Foto: Luis J. Martín.
A la izquierda del camino se empieza a
ver el majuelo de Arecio en lo alto del Valhondo. Un poco más lejos una parcela
de colza aparece como una explosión amarilla.
- Mira mamá ovejas blancas y marrones
-me dice Asier señalando al otro lado del Valhondo.
- ¿Dónde?, no las veo -pregunto
poniéndome en cuclillas para estar a su altura.
- Son blancas y marrones, ¡mira, allí!
–insiste Asier señalando con el dedo.
De
pronto las veo. Hay unas veinte avutardas.
- ¡No, no son ovejas, son avutardas!
-le corrijo con alegría-. Y esas blancas que parecen una bola, son machos
haciendo la rueda para que les vean las hembras. Ya casi no me acordaba de lo
grandes que son. Sí hijo, sí, son las avutardas y están buscando novia.
- Fíjate –le digo agarrándole por la
barbilla para que me mire-. Tu abuelo Antonio me las enseñaba a mí cuando era tan
pequeña como tú. Y ahora te las enseño yo a ti para que te acuerdes de él.
"Mira mamá, ovejas blancas y marrones"
- Mamá –me dice Asier un poco serio-,
me has dicho que hemos venido a ver al abuelo. Pero está muerto. Yo no le veo.
- Hay muchas formas de ver –le
contesto procurando hablar despacio y claro-. Cada vez que miremos a estos
campos. Cuando escuchemos a las calandrias o a las perdices. Siempre que descubramos
a las avutardas, será como si le estuviéramos viendo porque nos acordaremos de
él, ¿me entiendes?
De
repente, algo asusta a las aves y se levantan con un pesado pero majestuoso vuelo.
El aire nos da de cara y pasan justo por encima de nosotros. Se oye hasta el
sonido que producen sus potentes aleteos al romper el aire.
- Mira mamá, ¡qué grandes son! Vuelan
mejor que las ovejas -grita Asier muy contento, levantando los brazos al cielo
para señalarlas.
"¡Qué grandes son! Vuelan mejor que las ovejas".
De
pronto, mirando a Asier, me reflejo en su sonrisa. Me veo a mí misma señalando
a las avutardas con el dedo. Agarrada de la mano áspera y fuerte de mi padre.
Por fin ya tengo el recuerdo que buscaba.
Sonrío
yo también mirando a Asier. Mientras una lágrima se desliza por mi mejilla.
- Este es el mejor regalo que podías
darme hijo -le digo a Asier susurrando-. No te olvides nunca de este momento.
Recuerda siempre el vuelo de las avutardas.
Este es el mejor recuerdo que tu abuelo podría darnos.
- Entonces, mamá, abuelo también vuela
mejor que las ovejas, ¿verdad?