Narrador de la Historia: DOMINGO
Escuchante: CESÁREO
Domingo alzó su voz pétrea para que
Cesáreo, que se encontraba una columna más allá, pudiera oírle.
- Escucha Cesáreo te voy a contar algo
que es más viejo aún que las columnas de piedra en las que nos alzamos sobre
esta gran plaza que por aquel entonces era arrabal de una vieja villa
sarracena.
Cesáreo mantuvo la mirada hacia la plaza
pero los oídos atentos a lo que Domingo quería contarle.
- No muy lejos de aquí –comenzó Domingo
su historia-, hay un arroyo que discurre apacible sobre la loma del Adaja. Escucha
atentamente, porque estos hechos que ahora te cuento son los que dieron nombre
a tal arroyo para recuerdo de sus protagonistas y ensalzamiento de sus acciones:
Dicen las crónicas que durante los
últimos años del primer milenio de nuestra era, el lugar en el que se juntan el
Adaja y el Arevalillo estaba dominado por una pequeña alcazaba fuertemente
defendida por un ejército gobernado por un caíd, o señor del castillo, llamado
Muley. La fama de la belleza de su esposa Farida había atravesado fronteras
pero aún más la de su segunda hija llamada Zulema o Zoraida, que en esto hay
confusiones.
- ¿Cómo puede haber dudas en el nombre
de una persona histórica? –repuso Cesáreo en este punto- No veo cómo se puede
dudar en un nombre que se escribe para que no caiga fruto del olvido.
- Tienes razón compañero Cesáreo –continuó
Domingo-, pero en las historias que no se escriben y que pasan de boca en boca,
generación tras generación, puede haber algún olvido pero que, en todo caso, en
nada cambian la esencia de lo que cuentan.
- Entonces, amigo Domingo –repuso
nuevamente Cesáreo-, lo que me cuentas no es historia sino leyenda. Y, si has
de elegir un nombre, elije Zoraida que es nombre más armonioso y hermoso.
- Llámalo como mejor te parezca pero ten
en cuenta que una buena parte de los hechos narrados por nuestros antepasados
se basan en acciones que realmente pasaron aunque nunca fuesen escritas para
preservarlas del olvido, aunque al pasar de boca en boca se han mantenido vivas
y siguen enalteciendo a los que las realizaron.
El caso es, amigo Cesáreo, que pronto
fue conocida la hermosura de Zoraida por todos los rincones tanto del reino
sarraceno como del cristiano. Lo curioso del caso es que casi nadie había visto
jamás el rostro de la hija de Farida y Muley por llevarlo siempre tapado con la
hiyab que, como sabes, es el velo con que las mujeres musulmanas esconden su
rostro por motivos religiosos. Lo que, si acaso, la hacía más buscada y deseada
porque, como bien sabes, aquello prohibido o inalcanzable se hace más
deseable y apetecible para el común de los mortales.
Dicen las crónicas que la hermosa
Zoraida solía frecuentar el huerto que había bajo los muros del castillo, justo
donde el Arevalillo rinde el tributo de sus aguas al Adaja. Allí había todo
tipo de árboles, hortalizas, frutales y flores. Era un lugar agradable, fresco
en verano y protegido de los vientos invernales. Solía ir acompañada de sus dos
hermanas de las que las crónicas no mencionan sus nombres. Allí pasaban buenos
ratos entre las risas de sus conversaciones y los gritos de sus juegos. El huerto o jardín estaba rodeado
por una tapia ni muy alta ni muy baja y vigilado por las damas que siempre
acompañaban a las tres hermanas y por los soldados que, desde la fortaleza,
tenían la misión de velar por su seguridad.
Una agradable tarde de finales de verano
las tres hermanas y dos de las damas jugaban al escondite entre los canteros y
setos del huerto. Mientras una de sus damas contaba en alto, Zoraida corrió a
esconderse en el rincón más recóndito del huerto bajo un pequeño manzano. Desde
allí no se veía la garita de los vigilantes. Su respiración agitada por la
carrera, hacía subir y bajar su pecho. Pronto empezó a sosegarse y pudo escuchar
todo lo que la rodeaba, el cato de los jilgueros, los pasos de sus hermanas y
damas amigas, el roce de sus vestidos con la vegetación al esconderse. Todo
parecía muy tranquilo hasta que, justo encima de su cabeza, escuchó el crujir
de una fruta al ser mordida.
Zoraida se giró hacia donde procedía
aquel sonido tan familiar y descubrió a un joven que, encaramado a la tapia,
comía a dos carrillos una de las manzanas. Sus miradas coincidieron. Era un
joven muy hermoso, el zagal más bello al que sus ojos habían mirado. Y eran
muchos. A la bella Zoraida la gustaba esconderse tras una puerta entornada que
daba al pasillo por el que los soldados solían pasar a hacer la guardia de la
fortaleza. En su mente elegía a aquel que mejor se ajustara a sus sueños de
marido, compañero o amante. Tenía echado el ojo a dos o tres que no la
desagradaban, pero este joven de la tapia les daba cien vueltas a todos ellos.
Sus ojos marrones, su cabello ensortijado, su sonrisa burlona le hacían tener
algo especial. Sus entrañas la dieron un vuelco. Se quedó un buen rato
mirándole, sin articular palabra, aunque tampoco hubiera sabido qué decir.
Los pasos cercanos de la dama que velaba
en el juego hicieron que el zagal se descolgara de la tapia hacia afuera
mientras susurraba “mañana”. Zoraida
no escuchó la carrera de aquella dama ni sus palabras “por Zoraida”. Estuvo toda la noche pensando en el joven y en qué
habría querido decir con mañana. Pero estaba dispuesta a averiguarlo aunque
lloviese, granizase, tronase o se levantara el vendaval más violento. Si ese
“mañana” era lo que pensaba, le sobraban horas a la noche para que el alba
disipara la oscuridad.
Se escondió en un bolsillo la pulsera
con la que su madre la había obsequiado en su décimo quinto cumpleaños y, con la
excusa de ir a buscarla al huerto, convenció a una de sus damas para que la
acompañara. Pidió a ésta que buscara en dirección contraria mientras ella lo
hacía por las tapias traseras.
Allí estaba la bella Zoraida, en el
huerto de la junta de los dos ríos y según se acercaba al pequeño manzano notaba
como el corazón comenzaba a palpitarla con fuerza, como si se fuera a salir del
pecho en cualquier momento. Miraba debajo del manzano, sobre la tapia. Nada no
había ni rastro del zagal. De pronto escuchó de
nuevo el crujir de una manzana al ser mordida, levantó los ojos. El
joven desconocido estaba encaramado a las ramas del manzano. Se descolgó junto
a ella y, con sumo cuidado, le apartó la hiyab que cubría su rostro por debajo
de los ojos. El muchacho se quedó tan perplejo ante tal hermosura que dejó caer
la manzana que llevaba entre sus dedos. No decía nada, ni siquiera se movía,
parecía haberse convertido en una estatua.
Se oyeron las voces de la dama de
compañía que buscaba a Zoraida. El zagal no reaccionaba, no se movía, no
intentaba huir. Así que la joven mora decidió ir al encuentro de la dama para
que no descubriera a su inmóvil amigo. No llevaba ni diez pasos dados cuando se
dio la vuelta y, tras una breve carrera, se acercó de nuevo al muchacho y, tras
besarle en los labios, le dijo susurrándole al oído, "mañana". Cogió la manzana mordida del suelo, la mordió también
y se la puso en la mano a su bello y mudo desconocido. "Ya he encontrado la pulsera". Gritó
mientras salía al encuentro de su dama de compañía.
Y así, todas las mañanas Zoraida y
Martín, que al parecer así se llamaba el zagal, se reunieron bajo el manzano
entregándose el uno al otro con una pasión sin freno. Pronto Martín la confesó
que era un militar cristiano que estaba en el pueblo en misión de
reconocimiento porque tenían pensado conquistar aquella plaza gobernada por el caíd
Muley, el padre de Zoraida. Pero que no tenía nada que temer que sus capitanes
siempre habían respetado a los habitantes de los pueblos conquistados y que
dentro de poco, cuando todo acabara, podrían vivir tranquilos, felices y en paz
para toda la vida rodeados de todos sus hijos.
Con el tiempo, Zoraida contó con la
complicidad de sus hermanas y sus dos damas amigas. Pero, desgraciadamente, un
mal día de principios de otoño, uno de los militares encargados de vigilar la
fortaleza los descubrió en el huerto desde su garita. Él amaba secretamente a
Zoraida y se puso tan celoso que corrió a decírselo al caíd Muley. El padre,
furioso, se sintió engañado y humillado por su hija. Tenía mejores planes para
ella que casarla con un vulgar zagal de la villa, así que encerró a su hija en
la alcazaba y ordenó buscar al muchacho, ofreciendo una sabrosa recompensa para
el que se lo entregara vivo.
Cuando se enteró Martín pensó que se iba
a volver loco sin ver a su amada. Así que cabalgó todo el día y toda la noche
hasta llegar de madrugada al campamento que dirigía su padre, capitán del
ejército del rey cristiano. El muchacho contó a su padre lo que le había
sucedido con la bella Zoraida y todo lo que había averiguado sobre la plaza
sarracena. Sus puntos fuertes, sus puntos flojos, sus debilidades. El padre se
apiadó de los sinceros sentimientos de su hijo hacia la joven mora y en tres
días se presentaron delante de la fortaleza para intentar negociar con el caíd
Muley, quien dijo que antes de rendir la plaza a los infieles preferiría morir
con toda su familia dentro del castillo.
Entonces el joven Martín descendió de su
caballo y se arrodilló delante de aquel hombre pidiéndole, suplicándole que al
menos dejara libre a su hija Zoraida que él se encargaría de ofrecerla la mejor
vida que un padre pudiera desear para una hija. El caíd se enojó tanto que hizo
encabritar a su caballo y casi arrolló al joven Martín. El ejército cristiano situó
su campamento junto a un arroyo en una pequeña loma desde la que se divisaba la
fortaleza, sitiaron la plaza y exigieron al caíd que dejara en libertad a la
bella Zoraida.
Al día siguiente el padre de la joven se
acercó a caballo hasta el arroyo donde los cristianos habían levantado su
campamento y, dejando caer a las aguas el cuerpo sin vida de Zoraida, advirtió
a los soldados que cualquiera que osara enfrentarse a su autoridad correría la
misma suerte que la de su joven y querida hija.
Tres días más tarde los soldados tomaron
la ciudad. Para recordar a la mora Zoraida, levantaron un puente en el lugar
donde el padre arrojó el cadáver de su hija. La ciudad conquistada fue Arévalo
y al arroyo desde entonces se le conoció como Arroyo de la Mora.
Castillo de Arévalo desde el puente de la Mora. Foto Luis J. Martín
- ¿Tú crees que esto pasó de verdad?
-preguntó Cesáreo interesado.
Pero no obtuvo respuesta pues su
compañero Domingo había vuelto a quedarse petrificado y sus palabras resonaron
como un eco entre las columnas de la plaza del Arrabal.
Arévalo, a once de marzo de 2015.
Basado en una leyenda real... o
ficticia, ¿quién lo sabe?
Puente sobre el arroyo de la Mora. Foto: Luis J. Martín
Por Luis José Martín
García- Sancho