Ya es tarde para todo, o pronto, depende. El
otoño avanza. Para muchos es el fin del buen tiempo, la caída de las hojas,
acaba un ciclo anual, la vida parece detenerse. Para otros es el momento del
cambio, el inicio del reposo necesario para que la vida continúe, cuando todo
empieza nuevamente.
La mañana es gris, típica de este tiempo. Un
leve viento agita las nubes, las alarga, las extiende, hasta que cubre toda la
cúpula celeste, tamizando la luz de un sol invisible. A pesar de ello la
temperatura es agradable, le gusta sentir el aire fresco en la cara. El color
del rastrojo se impone, aunque el arado del campesino ya ha comenzado a roturar
el terreno y la tierra clara y húmeda se alterna a modo de mosaico. Alguna
parcela comienza a reverdecer tras la siembra tempranera que ha aprovechado las
últimas lluvias. El silencio es casi total. Se podría decir que se escucha
brotar al cereal, romper la semilla, asomar por la tierra fina y removida. Solo
alguna cogujada rompe la sinfonía muda del renacimiento del verde al cantar un
instante en vuelo mientras cambia de ubicación.
El camino rompe la inmensa llanura en dos
mitades. Avanza con su coche, lento, perezoso, mientras otea la lejanía. Se
detiene. Desciende. Mira con los prismáticos. Comienza a barrer la llanura
describiendo un círculo. Dos milanos reales volando, un grajo posado en un
tendido, una bandada de avefrías… Unos disparos sordos indican la presencia de
cazadores. Se sienta nuevamente, abre su vieja libreta, extrae del gusanillo un lapicero
desgastado y anota lo que ha visto.
Milano Real. Foto de David Martín Fernández
Continúa. Toma el camino de la izquierda, se
acerca a un pinar isla. Lo recorre andando. Agudos pitidos le conducen hasta
unos reyezuelos sencillos que se alimentan buscando frenéticamente en grietas
de ramas y piñas, también hay alguno listado. Un agateador trepa en círculos.
Unos pinos más allá un nutrido grupo de carboneros garrapinos, algún herrerillo
capuchino, varios carboneros comunes, mitos de larga cola y, al menos, un
herrerillo común. Todos buscan alimento, incluso cabeza abajo, emitiendo agudos
e insistentes reclamos para avisarse unos a otros de su situación. En el suelo,
pinzones vulgares, totovías, verdecillos, jilgueros, un par de picogordos y un
verderón, intentan encontrar las semillas de las gramíneas que en verano han
cubierto el pinar.
Al acercarse al borde, una nutrida bandada de
gorriones molineros alza el vuelo. Los sigue con la vista. Se posan en un campo
de girasol que aún no ha sido cosechado. Bordea el pinar. Muy lejos ve a cuatro
cazadores que, escopeta en mano, barren un barbecho. Tres perros les preceden.
De la rama más baja del último pino, un grueso y viejo resinero, salen volando
trece perdices con gran alboroto por el rápido batir de alas. Sonríe, los
cazadores las están buscando en dirección contraria.
Carbonero Garrapinos, Foto de David Pascual Carpizo.
Vuelve al coche, anota nuevamente. Toma el
camino que más se acerca al girasol. De una retama de la cuneta sale una
pequeña bandada de pardillos, se posan por delante del coche hasta que se
acerca, entonces, vuelven a volar para alejarse unos metros. Repiten la misma
operación cuatro veces hasta que se alejan definitivamente del camino. Para el
coche, monta el telescopio y se acerca a una de las esquinas de la parcela de
girasol. Intenta buscar la claridad del sol para colocarla a su espalda y
observar con luz favorable, sin contraluces. Al acercarse levanta una enorme
bandada de bisbita común que se alimentaba en un rastrojo contiguo. Coloca el
trípode sobre unas alpacas. Una nube negra de pajarillos se mueve al unísono
sobre el girasol, describe varios círculos en el aire como si sus movimientos
estuviesen sincronizados y, finalmente, se vuelve a posar.
Comienza a barrer la parcela con el
telescopio, muy despacio. Pronto comienza a distinguir especies diferentes
alimentándose de las pipas. Ahí están los molineros que volaron desde el pinar,
trigueros, escribanos montesinos, verderones, pardillos, verdecillos, gorriones
chillones…Vuelve nuevamente a mirar a uno de los verdecillos… no, no, es un
lúgano con plumaje de invierno y hay alguno más. Continúa el lento barrido, un
nutrido grupo de jilgueros, pinzones vulgares… vuelve a mirar a uno de los
pinzones, no, este es pinzón real. Intenta buscar alguno más pero en ese
momento se levantan todos nuevamente. Algo les inquieta.
Gorrión Molinero. Foto de David Martín Fernández
Mira con los prismáticos hacia el final de la
parcela. Una silueta oscura se posa en el terrón de un barbecho. Lo enfoca con
el telescopio. Una mueca de sonrisa asoma en su rostro, es un esmerejón. Dorso
gris oscuro algo azulado, vientre rojizo muy moteado, pequeña bigotera negra
entre la base del pico y el ojo, es un macho y, por lo agitados que están los
pájaros del girasol, la rapaz diurna más pequeña de Europa está de caza. Viene
del norte del viejo continente siguiendo a las grandes bandadas de pájaros que pasarán
el invierno en la Tierra de Arévalo.
Se recrea un buen rato observando a tan
esquiva rapaz. De pronto echa a volar. Se dirige hacia el girasol en línea
recta, casi a ras de suelo. Cada vez toma mayor velocidad. De repente comienza
a trazar raudos y ágiles zigzags. Todos los pájaros del girasol se levantan al
unísono. Nuevamente la turba ocupa el espacio girando, volteando, cambiando de
forma. Ahora el esmerejón vuela por uno de los laterales del girasol hasta que,
con un quiebro, se levanta hacia la nube negra con las garras por delante,
captura a uno de los pájaros y regresa a su posadero. La presa parece un
verderón.
Macho de esmerejón. Imagen de Juan Varela |
Una amplia sonrisa ilumina su rostro. Es
consciente de que ha observado uno de los mayores espectáculos de la
naturaleza, la lucha por la supervivencia, una pelea de tú a tú, sin más
herramientas que las de la astucia y la agilidad.
La vida en otoño en la Tierra de Arévalo
continua, sin duda.
En Arévalo, otoño de 2014.
Luis José Martín García-Sancho.
Artículo publicado en el nº 66 de la Llanura de Arévalo en noviembre de 2014