SOBRE LUISJO
Por Juan Martín García-Sancho.
De izquierda a derecha: Juan Carlos López, Ignacio Martín, Luis J. Martín,
Juan Martín y Fabio López. Foto: Julio Pascual
Buenas tardes. Me satisface enormemente encontrarme de nuevo entre vosotros y repetir la jugada del año anterior pero a la inversa: mi hermano el que presenta su obra y yo el que introduzco. De nuevo con Juan Carlos y con el bueno de Fabio-Panza de escudero. Bueno, debemos hablar del autor y no deseo abrumaros con un exceso de datos biográficos. Me limitaré a reseñaros una serie de hitos en su existencia que considero significativos para entenderle tanto a él como a su obra.
De su infancia se podría hablar largo y tendido pero sólo rescataremos alguna anécdota que nos pueda subrayar algún concepto. Sus motes: Mosca, Cabra, Don Mosqueone. ¿Por qué? Por murgón, tabarrero, trepamontes, revientasillas, despiezabolígrafos, poseído de una suerte de locura frenética, simpática y contagiosa, que alegraba la vida de toda la familia. La cabeza, ya desde entonces, benditamente rellena de pájaros. Eso sí, un puro manojo de nervios, la pierna vibrando por debajo del pupitre, ¡don, don, don, don, don!, como una anguila mordiendo un enchufe, hasta que fundía los plomos de la paciencia del profesor más templado, ¡saltafusibles! Nervios que tenían su interruptor en la cicatriz de la apéndice, cirugía a la que se vio abocado por la curiosa costumbre de comerse las pipas a puñados, sin pelar. Con ella comenzó su carrera de pupas, a la que hay que añadir luxaciones de codo, esguinces, úlcera de duodeno... Cuando yo era estudiante de medicina y pasaba consulta los veranos con don Saturio, con el fin de diagnosticar esta última dolencia, el buen médico me pidió que le explorara el posible crecimiento de hígado y bazo. Para ello, se debe presionar con los dedos desde las fosas ilíacas hacia arriba. Naturalmente, al ponerle la mano sobre la cicatriz pegó tal bote que hubo que despegarlo del techo con espátula. Estudiante mediano y gris solía escudarse tras la brillantez de nuestro común hermano mayor. Cuando algún adulto le planteaba alguna cuestión, Dime, niño, ¿quién mató a Kennedy?, él contestaba siempre lo mismo: ¡Yo no lo sé, pero lo sabe mi hermano! Por esa época, Julio, el gran hermano, no solo era el caudillo invicto de primos y familiares sino del barrio al completo, o sea, tanto de la casa nuestra como de la Cosa Nostra. Don Julito Garciasanchone, ¡Crazie, hijo mío! Un día, il capo reunió a cuatro o cinco vecinos en torno al juego de química. Mezcló todos los potingues de colores en un vaso y proclamó en alta voz: ¡A ver quién tiene narices para bebérselo! Nuestra madre, que trasteaba en un cuarto cercano escuchó el reto y acudió asustada. La cubeta de la mezcla vacía al igual que la mayoría de los frascos en los que leía con angustia: ácido clorhídrico, sulfúrico, sosa cáustica… Sondeando las caras con ansiedad les preguntó: A ver, bonitos, me tenéis que decir quién se ha tomado la pócima. Antes de que acabase la frase, Luisjo ya había saltado: ¡He sido yo, madre! ¡Estaba muy malo pero me lo he tragado todo! Evidentemente, los reactivos estaban muy rebajados porque no pasó nada. Esta anécdota nos sirve para resaltar varias cualidades, arrojo, fidelidad, confianza. Las mismas que lo empujaban a primera línea para defendernos a nosotros o a nuestro perro ante cualquier tipo de acoso externo, sin gastar un solo instante en sopesar el peligro. Las mismas que ha conservado e intensificado para ayudar y socorrer a su familia actual, Ana, David y María.
La segunda etapa en la que quiero detenerme es la de la universidad. Luisjo era un clarísimo ejemplo de médico vocacional, no como Alejandro o como yo que elegimos por descarte. Pero, como la nota no dio para más, tuvo que matricularse en Biología, en Salamanca, a la espera de que la Facultad de Medicina asociada a Ávila tuviese a bien admitirlo. Por este motivo ingresó en el Colegio Mayor Hernán Cortés en el preciso instante en el que comenzaban las fiestas grandes de los novatos. Ahora las novatadas o está completamente descafeinadas o, simplemente, no existen. En aquel entonces eran auténticas bromas pesadas por no decir barbaridades. Por ejemplo, los veteranos se reunían en algún cuarto para beber y jugar al mus. El pardillo, encerrado en el ropero, debía dar los cuartos: abría la puerta, asomaba la chola y cantaba el cucú antes de esconderse. Todo muy rápido para que los veteranos no le acertasen de lleno con las pelotas que habían fabricado con calcetines mojados y mugrientos. La caza del cuclillo. O aquel otro que descubrió a un novato excesivamente rubio y le espetó: ¡Usted es austriaco! Tenga la bondad de encaramarse al armario y cantar en tirolés. Allí teníamos al pardal, subido en lo más alto y lanzando gorgoritos: ¡Estoy encima de un arma-ri-o, arma-ri-o, arma-ri-o! ¡Estoy encima de un arma-ri-o, armari-mari-o! Dos ejemplos simpáticos que se pueden contar. Os podéis imaginar los que no. Al pobre Luisjo se le movía la cama con la tembladera cuando, pasadas las doce, venían a buscarlo a su cuarto. No les abría pero temía que el ruido le delatase. Y eso que era un privilegiado al contar con el escudo de Julio quien, aunque hacía ya tiempo que había abandonado las maneras de la mafia, aún contaba con un enorme poder de persuasión. ¡Que parezca un accidente, hijo mío! Después de sufrir la semana entera de novatadas le comunican que ha sido admitido en Ávila. ¡Eso sí que es tino! Se pone a estudiar medicina y lo deja al cabo de un año a pesar de que las notas no son malas. La Facultad no es el templo del saber, del sacrificio y de la entrega que se había imaginado sino que se encuentra a la merced de los caprichos de catedráticos campanudos, entretenidos en el socorrido arte de admirar su propio ombligo. También, los ojos de Ana, su novia desde el periodo Jurásico, contribuyeron un tanto. Los ojos o algún otro tipo de atributo (aunque, todo hay que decirlo, Ana nunca le obligó a dejar los estudios). Subrayaremos otra característica especial: rechazar de plano todo aquello que resulte absurdo o injusto. Así es que regresó a Arévalo para convertirse en dependiente del comercio modesto y familiar.
El tercer hito al que quiero referirme comienza con el rastro de una ardilla. Los domingos, día de asueto, los dedicaba a pasear por los pinares de Arévalo. Una piña roída le dio la pista. Olfateó por los alrededores hasta que descubrió a los roedores en los árboles. Luego, no tuvo más que levantar un poco más los ojos, hacia el cielo. Ahí estaban los pájaros. Desde entonces, la historia ya os resultará más conocida. Se suceden los censos de avutarda, las revisiones de lagunas y lavajos, los seguimientos de las cigüeñas, las guías de las aves de La Moraña. La oposición tajante a plagas y despropósitos: la grafiosis de los olmos, los tendidos de alta tensión que siegan el hálito de los grandes plumíferos, las pretensiones de los especuladores sin escrúpulos, ese arrasar el único pinar que verdea el páramo para levantar un campo de golf, allí donde anida el águila imperial. El estudiante medio se ha convertido en un auténtico erudito ecológico. Es el pájaro que más sabe de pájaros de los contornos. No es raro que, caminando por el campo, de pronto te chille con genuina emoción: ¡Mira, el mismísimo chorlitejo burriflauta! Qué espécimen más valioso, ¿no crees? Y tú le contestas: Hombre, Luis, a mí no me parece más que un pajarraco. Y él insiste: ¡Pero, qué dices! Se asemeja un poco al quitameriendas cántabro. Y tú: ¡Quitameriendas, sin duda! Y él: Pero se diferencian fácilmente. Si te fijas bien –te pasa los prismáticos que te calzas como donuts en los ojos-, el quitameriendas posee un pico rojo y abultado, tipo nocha, y un graznido característico similar al cantar del montañés bien regado con sidra, ese es el motivo de su apodo. Y tú: ¡Napias coloradas y barullo de espicha! Y él: Sin embargo, tanto el piar como el pico del chorlitejo son afinados y buidos cual flautín, de ahí una parte de su apellido. La otra le viene por la silueta; mientras que en el quitameriendas es ahorquillada y esbelta, el burriflauta se recorta en el cielo más al estilo asnal. Sin olvidar las salpicaduras características de la pechera y los plumones abultados de la grupa que le confieren cierto aire de gregüescos apolillados. Y tú: ¡Babero sucio y calzonas rotas! Y él concluye preguntando: Lo ves, ¿no? Y tú: ¡Hombre, Luisjo, qué quieres que te diga! A mí me recuerda más a un saltamontes verde. Entonces se digna a bajar la vista de las alturas para estudiarte con extrañeza: ¡Pero, vamos a ver, cernícalo! Lo primero ponte bien los prismáticos que lo tienes del revés. Y lo segundo: ¡Apunta hacia arriba, tonto del haba, que estás mirando al tractor!
Ahora nos juntamos para presentar otra de sus facetas, la de escritor, que viene desarrollando desde hace años y que desemboca en este libro. Me complace comprobar que las principales cualidades de mi hermano se descubren también en la novela. Sencillez, nobleza, valentía, rechazo frontal a cualquier creencia supersticiosa, dogmática o absurda. Hay en ella un serio alegato contra el racismo y una interesantísima reflexión sobre el nacimiento de las religiones y su influencia en la sociedad humana. Como toda buena historia que transcurre en tiempos pasados o futuros nos habla, en realidad, sobre nosotros mismos. Y una soberbia descripción de la supervivencia en el medio natural. El hombre es un ser vivo más y, por lo tanto, nunca debería estar por encima de otros ni arrogarse el papel de señor de la naturaleza.
Realmente, a mi hermano se le podría definir con una sola palabra: la que Machado recomendaba usar en el buen sentido. Es curioso lo que pasa con este tipo de conceptos. Los aplicamos indiscriminadamente, los redondeamos, los rellenamos de azúcar y nos los metemos en la boca como un caramelo hasta que se gastan y desaparecen. Para que entendáis de lo que hablo cuando nombro la nobleza, la valentía y la bondad de Luisjo os contaré una última y pequeñísima anécdota. Se refiere a su faceta de pupas. Hace ya muchos años, afortunadamente, en repetidas ocasiones hubo que estirparle ciertos papilomas que le poblaban la vejiga. En una de las operaciones se le quedó la uretra bastante maltrecha con lo que el simple acto de orinar se convertía en un suplicio. Estando en estos menesteres, Ana se coló inadvertidamente en el baño. Ella conocía las molestias pero no su intensidad así es que al verle desencajado y pálido sobre la taza del váter se puso a llorar. Otro en lugar de Luis hubiese aprovechado para quejarse agriamente, acompañar con lágrimas el llanto de su esposa o reventar con alguna palabrota o algún Dios. En cambio, su respuesta fue sencilla e inesperada: ¡Qué idiota soy! Debería haber cerrado la puerta.
Con frecuencia, compañeros y amigos filosofan sobre la necesidad de ser mala gente para conseguir algo en la vida. Siempre pienso que es un error mayúsculo repetir los errores de los otros y que, quizás, deberíamos hacer todo lo contrario, como nos sugiere esta hermosa novela. Como viene demostrando desde hace casi cincuenta y un años mi noble, valiente y buen hermano.
Muchas gracias.
Espacio Cultural San Martín de Arévalo, 10/08/2012
Autor: Juan Martín García-Sancho