Como todos los sábados y domingos he ido a
acostar a mi madre. Si no fuera, sería capaz de tumbarse en el suelo. Ni
siquiera recuerda que hay que acostarse en la cama.
Durante todo el trayecto no he visto a nadie,
todas las calles y plazas vacías. Parece que se cumple el aislamiento. La
verdad es que me he sentido un poco trasgresor por poder ir a atender a mi
madre. Como si estuviera rompiendo la solidaridad a la que me sumo el resto del
día, el resto de la semana: quedarme en casa.
No me siento ningún privilegiado por tener una
madre dependiente. Al contario creo que los afortunados son los que pueden
disfrutar de sus padres en plenitud, con sus recuerdos intactos. Los que pueden
hablar con ellos y que, simplemente, respondan, aunque en estos días sea solo
por teléfono. Sí, lo preferiría mil veces.
Ese era mi pensamiento, mi lamento, durante
todo el recorrido. Cuando, ya llegando a casa de mis padres, he escuchado alto
y claro otro ululato procedente de la zona del Paseo y de las piscinas, por tres
veces he sentido a mi amigo cárabo.
Hacía tiempo que no le oía, me ha gustado
escucharle, y me ha alegrado el ánimo.
Natura a veces nos regala momentos únicos.
Quisiera haberle contestado, haber charlado un
rato con él.
Otras veces lo he hecho.
Hoy no me he atrevido.
En Arévalo, a veintiuno de marzo de 2020.
Luis José Martín García-Sancho.
Fotografía: Cárabo (Stix aluco) Imagen de Internet.
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