por: Luis José Martín García-Sancho
Esta
tarde hemos quedado con Magdalena y José María. Son abulenses pero viven en Cádiz.
Vamos a ver los restos de un puente en el lecho del Adaja entre Villanueva de Gómez,
Blascosancho y Pajares de Adaja. Cuando llegamos ya nos están esperando.
Atravesamos el pinar herido por las anchas avenidas de lo que pretendía ser una
enorme urbanización que resultó ser ilegal. Hay que dar un rodeo porque estas “calles”
fantasmas y transgresoras han destruido los antiguos caminos. Chopos y sauces, lentamente
se apoderan del asfalto. Parece que la naturaleza reclama lo que, por justicia,
le pertenece. Bajamos por el camino del molino. Nos dicen que algunos de esos
viejos caminos tenían nombre propio como el de “María Siquieres” que venía
desde el pueblo a morir a la bajada del molino. Tanto a Ana como a mí nos
parece muy curioso el nombre y nos preguntamos quién sería esa María y a quién
o a qué dijo sí en aquel pinar. Cada cual que piense lo que quiera, imaginar es
gratis.
Viales ilegales en el pinar de Villanueva de Gómez.
Vamos
primero río arriba. Nos quieren enseñar una zona donde el lecho del río en
lugar de arena es de roca. Al llegar, el arrullo del agua es diferente, como si
el viejo Adaja se hubiera convertido en un juvenil arroyo de montaña. Me meto
en el agua detrás de José María. Al otro lado, bajo un talud, me enseña la
causa del alegre clamor. Efectivamente, el cauce es de piedra, y está curiosamente
estriado en el sentido de la corriente. Pasada la peña se desploma en una pequeña
cascada que crea una poza en la que suelen bañarse todos los veranos. La roca
parece marga arcillosa, como las paredes de las cárcavas que un poco más abajo
forman el impresionante paraje de los “Cortados Rojos”. Para que lo confirme un
experto, cojo una muestra que enseñaré a un amigo geólogo.
Cortados Rojos sobre el molino del Chorrillo. Foto Luis J. Martín
Tras
calzarnos, seguimos río abajo por la ribera. Una plantación rectilínea de
chopos transgénicos sustituye la rica y variada vegetación autóctona. La
biodiversidad pierde. Desde la intrincada vegetación del borde del río,
tumbados en la corriente, se ven los sillares de piedra de lo que fue un
puente. Hasta se reconoce una de las pilas con su tajamar en ángulo para romper
la corriente. Nos dice José María que siempre lo ha conocido así, que lo llaman
puente viejo. Les digo que habíamos pasado varias veces por allí sin reparar en
su existencia. El puente unió hace muchos años los pueblos de la margen derecha
con Villanueva de Gómez, seguramente para que pudieran utilizar los molinos existentes
en este municipio.
Avanzamos
nuevamente río abajo, pero en esta ocasión pegados al caz del molino. Al parecer,
han destruido alguno de los puentes de ladrillo existentes en esta canalización.
Seguramente para poder meter maquinaria pesada utilizada en las plantaciones de
chopos. Uno de los aliviaderos del caz aún conserva, un arco de ladrillo con
los carriles por los que se deslizaba la compuerta que permitía el desagüe
hacia el río o hacia La Morisca, que era la gran huerta frente al molino y que
explotaba el señor José Aldea, conocido por Tío Pepe el Molinero. Se encontraba
cercada para evitar que los abundantes conejos, jabalíes, zorros o tejones se
comieran las hortalizas. En el caz se veían serpientes de agua y nutrias que
acudían desde el río, seguramente, a comer barbos y cangrejos, el autóctono,
recalca José María. Aunque las aguas del caz cerca del molino eran profundas,
oscuras y frías, el que supiera nadar y se atreviera podía bañarse.
Caz del molino del Chorrillo. Foto: luis J. Martín
Llegamos
a las ruinas del molino. En una de las paredes aún se puede leer “Molino del
Chorrillo”. Ana y yo ya lo conocíamos pero ha cambiado mucho, lógicamente a
peor. Los años, la desidia y el abandono no perdonan. El caz termina en una
balsa que aún mantiene algo de agua debido al manantial de agua limpia y clara
que proviene de las arenas del pinar. Es curioso cómo en pleno verano la fuente
se mantiene, llena la balsa y, tras pasar por los arcos donde estuvieron
situadas dos muelas, se encamina hacia el Adaja por el caz de desagüe,
abarrotado de vegetación espontánea. El tejado del edificio se ha hundido,
parece ser que unos cazadores aceleraron su ruina al provocar un incendio en su
interior. Aún quedan los pesebres donde dejaban a las caballerías. Nos comenta
que hacia 1953 ó 54, vio a Tío Pepe el molinero atravesar el pinar por el
camino del Molino o por el confluente de María Siquieres, con una recua de 10 ó
12 burros cargados con costales. Y concluye: “No sé qué era más blanco, el pelo
de los burros, la tela de los costales o la harina... Exagero”.
Nos
dice que ha conocido moler con agua hasta los años sesenta del pasado siglo
cuando se instaló un motor de gasolina. Y que unos diez años después, dejó de
funcionar como molino. También recuerda gallinas pululando por allí y las
palomas que criaban en cestos colgados del techo de la entrada. Había gran
afluencia de labradores, su abuelo y su tío Segismundo entre ellos, con carros
de mulas, caballos o burros, que llevaban trigo para moler. Ignora cómo sería
la transacción, tal vez el molinero se quedara con una parte proporcional de la
maquila. Recuerda con especial emoción sus ratos en el molino, La Morisca, la
camaradería entre campesinos, sus baños veraniegos en las oscuras aguas de la
balsa.
José María, Magdalena y Ana junto al molino del Chorrillo. foto Luis J. Martín
La
tarde cae. Mientras ascendemos por el camino del molino hacia el pinar, le
viene a la cabeza otro recuerdo. Cuando era niño, algunas tardes de verano se solía
escuchar al chotacabras, ave crepuscular devoradora de insectos voladores. Algunas
veces, incluso, podían observar su silueta en vuelo. Entonces comienzo a imitar
su reclamo vibrante y agudo. Recuerdo que cuando preparaba el libro de las
aves, solía responder bastante bien al reclamo en bordes de pinares. No había
pasado ni un minuto cuando empiezan a cantar dos chotacabras, uno en el pinar y
otro en el río. Nos paramos. Escuchamos con atención. Ante nuestros ojos se ve
la silueta de un chotacabras en vuelo silencioso. Cuando vuelan parecen mayores
de lo que en realidad son. Al descubrirnos empieza a emitir los sonidos
habituales de alarma y nos obsequia con el palmoteo de alas, es decir, las
entrechoca para intentar asustar a un enemigo potencial, o sea, nosotros. Se
posa en uno de los pinos, muy cerca.
Mientras
José María señala tan singular ave, en su cara descubro una sonrisa que denota
alegría, al haber podido revivir uno de los recuerdos de su niñez y comprobar
que, al menos este, no se ha perdido para siempre como los otros. Ya no hay
puente sobre el río, la corriente lo tumbó. Ya no corre el agua por el caz. El
molino se ha hundido. La Morisca no existe. Ya no se muele en los ríos. Ni
siquiera a los molinos se los llama molinos sino harineras.
Al
menos, en este hermoso paraje, nos queda el canto vibrante del chotacabras.
Chotacabras gris, Foto: José Luis Rodríguez
Luis
J. Martín García-Sancho
Publicado en La Llanura nº 53 en octubre de 2013