La gente estaba furiosa, abatida, desorientada.
Después de la gran sequía que habían padecido sus campos y de las
rogativas realizadas para que Dios les enviase la ansiada lluvia, ésta por fin
había llegado, pero en tal cantidad que había inundado sus casas, derribando,
incluso, algunos muros y tejados, y arrasando los sembrados.
- Dios, ¿qué te hemos hecho para que nos trates con tanta ira?
–gritaban muchos mirando al cielo-, ¿por qué has arruinado nuestro sustento y
nuestras casas?
Entonces Braulio bajó del olmo y les dijo:
- La inexistencia ni aprueba ni desaprueba, ni premia ni castiga,
pues solo es inexistencia.
- ¿Qué sabrá un ateo loco de las obras de Dios? –le gritaban
mientras le perseguían con intención de apalearle-, súbete a tu árbol y déjanos
vivir en paz con nuestras desgracias, seguro que has sido tú el que ha
provocado la ira de Dios.
- El hombre debe ser consciente y responsable de sus actos - dijo
Braulio desde el olmo-, habéis secado el acuífero, talado a lo largo de los
siglos todos los bosques que traían la lluvia. Dejad por tanto de buscar
explicaciones o soluciones en la inexistencia.
Pero ya nadie le escuchaba.
Solo se oían rezos y maldiciones.
En Arévalo, a dieciocho de mayo de 2017.
Luis José Martín García-Sancho.
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