miércoles, 18 de agosto de 2021

POR LAS CUESTAS DE FORONDA


Cuestas de Foronda, Arévalo.


97.- 


Por las cuestas de Foronda

el verano rueda lento

cayendo hasta el río Adaja

mientras va perdiendo aliento

y su fuerza se relaja,

se advierte cambio de tiempo.

 

El sol comienza a elevarse

sobre los chopos del río,

los aviones agrupados

en repisas de ladrillo

reciben calor dorado

que les rescate del frío.

 

Una mañana tranquila,

avanzado el mes de agosto,

las golondrinas reunidas

entre las ramas del olmo,

locuaces y divertidas

porque marcharán muy pronto.

 

Partirán las golondrinas

reunidas con los aviones

y las cigüeñas vecinas.

Se quedarán los gorriones,

los tordos por las esquinas

y colirrojos tizones.

 

Arévalo se alza eterno,

a caballo entre dos ríos,

por calles de olor materno,

murallas, torres, castillo,

se prepara para invierno

el pueblo llano y sencillo.

 

Otoño traza caminos,

vaciando la campiña,

entre pueblos campesinos

por la llanura amarilla.

Cada vez menos vecinos

en los campos de Castilla.

 

Luis J. Martín.

Verano 2020 y 2021.


Aviones comunes (Delichon urbica), al amanecer en una repisa de ladrillo mudéjar de las cuestas de Foronda en Arévalo.

Arriba, golondrina común (Hirundo rustica) en las cuestas de Foronda en Arévalo
Abajo, avión común (delichon urbica) en las cuestas de Foronda en Arévalo

grupo de aviones comunes a primera hora de la mañana en las cuestas de Foronda.

Las golondrinas y los aviones se reúnen entre los árboles de la ribera 









domingo, 1 de agosto de 2021

HISTORIAS ENTRE PATIOS

 



Una piedra de granito, un herbario inacabado y una rueda de tractor.

 

Luis José Martín García-Sancho.

 

Lo que son las cosas de la memoria. Hace unos días, mirando la encimera de la cocina, algo abombada por un antiguo escape de agua, me ha venido el recuerdo de una gran piedra de granito que puse como peso para que la superficie quedara lisa. Esa pequeña roca, que estuvo muchos años rodando entre el patio de a’lante y el de atrás, me ha llevado a un herbario que nunca llegó a ser tal cosa, y a una rueda de tractor usada como arma de ataque, concretamente de ariete. Y todo esto entre los dos patios de la casa de mi infancia y adolescencia.

- Una piedra en el camino.

Aquella piedra de granito, irregular y sin labra alguna, que ha desencadenado los recuerdos que les narro, llegó un día a casa en los brazos de Caco. No sé cómo fue capaz de traerla hasta el patio de a’lante, que era así como llamábamos a ese patio, por encontrarse en la parte delantera de la casa, en contraposición al de atrás que, como es lógico, estaba en la parte trasera. Sí, en aquellos gloriosos días de infancia, la verdad es que no nos preocupaba que el patio de a’lante, en realidad fuera un jardín y que lo correcto hubiera sido llamarle patio delantero o jardín de delante. Pero mis hermanos y yo, y todos nuestros amigos estábamos conformes llamando a aquel jardín silvestre o asilvestrado patio de a’lante, y como tal, si no les importa, le voy a referir en mi narración.

Lo cierto es que aquella roca irregular, tendría unos cuarenta y cinco centímetros de larga, unos treinta en la parte más ancha y en torno a quince en la estrecha, su grosor sería de quince a veinte centímetros en la parte más gruesa y unos diez en la más fina, ninguno de sus lados era recto y debía pesar más de treinta kilos, lo que para los brazos de un niño pequeño era demasiado. Él, Caco, en cambio, decía que la había traído unos ratos rodando y otros en brazos, desde la esquina de los Salesianos con las “Casas Nuevas”, que era así cómo llamábamos a lo que hoy se conoce como grupo La Moraña. Preguntado que por qué la había traído, su respuesta fue sencilla y contundente: “porque me la he encontrado yo y se la quería llevar mi amigo fulano, pero no podía con ella”.

Caco, para aquellos que no le conozcan, es mi hermano, el cuarto de un censo fraternal de seis. Le saco, si no me equivoco, más de cuatro años, ya que él es de mayo y yo de agosto. Esto del apodo familiar, ahora me recuerda que yo también tenía el mío, era Koké. La verdad es que no era ningún capricho, sino que, en una familia numerosa con todos los hermanos muy seguidos, el mayor, que apenas sabía hablar, bautizaba al siguiente como podía. De tal manera que, al presentarme mis padres de recién nacido a mi hermano Julio César, el primogénito del censo fraternal, exactamente, un año dos meses y veintidós días mayor que yo, le dijeron: mira este es tu hermano Luis José, ¿cómo se llama tu hermano? A lo que supongo que él, que apenas sabría hablar, respondió como pudo, o como su desentrenada lengua para esto de la oratoria le permitió: “Koké”, y como tal me quedé, primero para el círculo familiar, después, para el de amistades. De tal manera que, durante muchos años, se me conoció por el susodicho apodo. De la misma forma, preguntado Juan, el tercero del censo, por el nombre de su hermano Ignacio, éste respondió “Caco” y como tal se quedó, y Caco puso a Alejandro, el quinto, “Nano”. Esta cadena de apodos familiares solo se interrumpió dos veces, que fue en mi caso, y no es por presumir de que yo hablara mejor o fuera más adelantado para aprender, sino porque cuando nació Juan, el tercero, yo tenía más de tres años y ya hablaba perfectamente, entonces Juan fue Juan, porque yo ya sabía decir Juan, porque en caso contrario, seguramente se hubiera quedado con Kan o Pan, vaya usted a saber. La segunda vez que se interrumpió la cadena de apodos fue entre el quinto, Alejandro, y la sexta, sí, la única hermana de un censo de seis, por el mismo motivo, porque cuando nació Candelas Teresa, Álex ya hablaba perfectamente.

Bueno que me lío, a lo que voy. Juanjo, el vecino del chalet de al lado, un día de verano me propuso hacer un herbario. Juan José Gómez era el hijo único de Don Justo y de Pilar, conocido por Juanjo o Juanjito. Bueno, en realidad no era hijo de Pilar. Para una familia numerosa como la nuestra eso de los hijos únicos no se entendía bien, ¿cómo podía divertirse un niño solo, sin hermanos? Entonces hacíamos preguntas: ¿Por qué Don Justo y Pilar no han tenido más hijos? A lo que nuestra madre solía contestar como podía o entendía: Pues es que Don Justo se casó muy tarde, ya era mayor y solo tuvo un hijo, además se quedó viudo cuando Juanjito era muy pequeño y tuvo que casarse con Pilar para que le criara como su propia madre lo hubiera hecho. ¡Ala! Para un niño pequeño eso era todo un descubrimiento. La madre de Juanjo en realidad era su madrastra y, acostumbrados a los cuentos que nos leía mi madre, en los que las madrastras siempre eran malas y perversas, nos hizo descubrir que, en la vida real, había madrastras muy buenas. Pero la incógnita del hijo único se mantenía y de esa incertidumbre nacía la segunda pregunta: ¿y por qué Don Justo y Pilar no han tenido más hijos? A lo que mi madre respondía con paciencia y serenidad: Porque Pilar ya era mayor cuando se casó y no podía tener hijos. Pilar era una chocolatera muy simpática y dicharachera, no por fabricar o vender chocolate, sino porque todos los nacidos en el vecino municipio de Sinlabajos eran, y son conocidos por este amigable gentilicio.

"Esa tapia apenas tiene un metro de altura y, en realidad, para nosotros no suponía frontera alguna."

Don Justo era farmacéutico y, como tal, regentaba una de las farmacias de Arévalo. Era cojo y andaba con bastón. Murió cuando yo tenía ocho o diez años, no recuerdo exactamente. El caso es que, en los días calurosos de verano, solía comer en una mesita que Pilar le preparaba junto a la puerta de la cocina, en la parte norte del patio, más fresquita y sombría que el resto de la parcela que rodeaba el chalet. Él se sentaba frente al plato y el vaso de vino a consumir tranquilamente su comida. Pero esa tranquilidad se veía interrumpida por una mirada que se asomaba desde la tapia divisoria del chalet contiguo, la mía o la de alguno de mis hermanos. Esa tapia apenas tiene un metro de altura y, en realidad, para nosotros no suponía frontera alguna. Don Justo, una vez apercibido de nuestra presencia, nos hacía un gesto con la mano para que nos acercáramos. Aquella tapia no suponía ningún obstáculo para ninguno de los hermanos, ni para mis padres que, siempre que querían algo de sus vecinos, la saltaban y entraban por la puerta de la cocina, siempre abierta, sin llamar. En aquellos años, yo creo que la mayor parte de las casas de Arévalo estaban abiertas siempre o casi siempre, al menos a lo largo del día; de hecho, en mi casa, a parte de la puerta abierta, siempre estaba la llave puesta por si se cerraba. Entonces, saltada la tapia, nos acercábamos curiosos por ver qué quería el vecino, que solía decir: “Esta Pilar me quiere tanto que me está cebando; yo no puedo con tanto” y nos daba un trozo de filete o una cucharada de potaje, guiñándonos un ojo para que no nos chiváramos. Luego acercaba el vaso de vino a nuestros labios para que bebiéramos un pequeño trago, añadiendo: “De lo bueno, poquito”.

 

- El herbario:

El caso es que Juanjo, el hijo de Don Justo e hijastro de Pilar, quince o dieciséis años mayor que yo, estudió también farmacia, como su padre, creo que en Madrid. Pasaba largas temporadas allí o viajando por muchos sitios, como lo atestiguaban las cintas de súper 8 que nos enseñaba de vez en cuando con su proyector, convirtiendo alguna de las paredes del comedor en una improvisada pantalla de cine. Un buen día de sus vacaciones veraniegas, se presentó en nuestra casa diciendo lo difícil y apasionante que era la botánica, que la mayoría de medicamentos procedían de las plantas, y que por eso su estudio y conocimiento era básico para aprobar farmacia. Luego añadió: “Kokele, vente conmigo que vamos a hacer un herbario”, ignoro el por qué me eligió a mí, supongo que sería el que más atención le estaba prestando en ese momento, mientras jugaba con mis hermanos a una carrera ciclista con chapas en la arena del patio de a’lante. Para ello habíamos construido una larga carretera llena de curvas y cuestas, incluso había algún foso que llenábamos con agua, en el que no se podía caer.  Lo que son las cosas, en aquellos tiempos se aprovechaba todo. Las chapas de los refrescos eran un juguete perfecto para hacer carreras o jugar al “fútbol de chapas”. En ese caso, había que construir dos porterías con una caja de cartón, dibujar en la arena las líneas del campo y las áreas, recortar círculos de papel, colorearlos con los colores de la camiseta del equipo elegido, poner el nombre y el número del jugador en cuestión y pegarlos con pegamento imedio a su chapa. El balón, pues sí, un simple garbanzo.

"Para ello habíamos construido una larga carretera llena de curvas y cuestas".

Bueno, que me lío otra vez, que cuando aparecen los recuerdos vienen a borbotones y no paran, como si la cabeza fuera una cazuela con agua hirviendo. Como decía, ignoro por qué me eligió a mí para hacer el herbario, cuando el hermano preferido, según había manifestado en varias ocasiones, era Alejandro, como él le llamaba: “Nanete” o “Panadero”, esto último ignoro el por qué. Hasta había realizado una película de esas suyas de súper 8, “La gran meada”, en la que Alejandro era el prota. No se vayan a confundir, Juanjo era bastante meticuloso para eso de los efectos especiales, y ninguno de los que salimos en la cinta tuvimos que sacar el pito en ningún momento, pues se había proveído de varias bolsas del, por entonces, incipiente plástico, en las que había metido agua con algo de café para dar el color adecuado. Después cada uno de los actores teníamos que colocarnos la bolsa a la altura de la tripa y apretar con fuerza para que saliera un chorro de meado con cafeína por el agujero que había practicado con un clavo. De tal manera que, en una toma entre trasera y de escorzo el chorro de la meada se viera nítidamente. Y sí, no se equivocan, el que más distancia debía alcanzar era Alex, el prota de aquella película. El caso es que a Alex, el quinto del censo fraternal, que tendría por entonces cuatro o cinco años, se le debió de subir a la cabeza eso de ser el protagonista de la película y siempre que veíamos una en la tele, preguntaba continuamente y de forma machacona que si este o aquel actor era el prota.

Bien, a ver si me centro, como iba diciendo, ese día del incipiente verano, en el que mis hermanos y yo jugábamos a una carrera ciclista de chapas en el patio de a’lante, se presentó Juanjo para que le acompañara porque quería enseñarme a hacer un herbario diciendo: “Kokele, vente conmigo que vamos a hacer un herbario”; ignoro por qué me seguía llamando Koké, cuando ya casi nadie lo hacía. El razonamiento para desertar del mote fue muy sencillo, pero contundente, y fue pactado entre todos los hermanos a propuesta de Julio, el hermano mayor. Sí, aquello fue una especie de consejo de hermanos. Sucedió así: en uno de los primeros dibujos animados que vimos en nuestra primera tele, en blanco y negro y con dos cadenas, la uno y la UHF, una de las protagonistas era una niña llamada, exacto, Koké. Ante las risas y burlas de mis hermanos pequeños por llamarme igual que una niña, Julio, que debió de ver mi cara de enfado, propuso, más bien ordenó, porque él era el mayor y, por tanto, el que más mandaba, que a partir de entonces nadie me llamaría Koké, sino Luisjo. El razonamiento fue muy sencillo: si en la tele salía una niña que se llamaba Koké, era porque Koké era nombre de niña y yo no podía llamarme como una niña. El cambio oficial de apodo resultó fácil en el círculo familiar inmediato. Entre el círculo de amistades, también, aunque alguno se resistía y había que imponerlo a puñetazo limpio. Bueno, no es para tanto, más bien, cuatro voces y algún que otro revolcón o coscorrón servían para que se produjera el cambio sin perder la amistad.

En fin, que me vuelvo a liar otra vez y no voy a lo que voy: el herbario. El caso es que Juanjo, el vecino, el hijo Don Justo e hijastro de Pilar, se presentó una mañana en el patio de a’lante diciendo “kokele, vente conmigo que vamos a hacer un herbario”. Venía preparado con su bici que tenía un trasportín de esos de muelle, es decir, de los que tenían una base, entre cuadrada y rectangular, y una especie de cepo con muelle que se cerraba con fuerza sobre la base, para que no se escapara nada de lo trasportado en el trasportín. Pues bien, en ese “maletero ciclista” había puesto una tabla de madera y, encima, varios periódicos de los grandes, no tipo ABC que era más pequeño y tenía grapas en el centro para sujetar las páginas, sino de los que eran más grandes, con todas sus hojas sueltas. Su bici era con barra y alta, la mía, mejor dicho, la familiar, porque la usábamos todos, era una BH sin barra y algo más baja.

Así que, subidos a nuestras bicicletas, nos dirigimos hacia el sur por la carretera de Tiñosillos. Y por las cunetas, pinares y algunos barbechos entre Machín y Párraces llenamos todos los periódicos con plantas de especies diferentes. Juanjo me decía cómo debía arrancarlas, a ser posible con raíz y, si no lo fuera, con una buena parte del tallo con hojas, flores, frutos o semillas. Luego con un lapicero iba poniendo, primero el nombre científico, que consta, a su vez, de dos nombres el del género, que se escribe con mayúscula, y el de especie, que va con minúscula, suelen ser nombres latinos o derivados del latín, al parecer, el lenguaje universal para esto de la taxonomía, es decir, para la clasificación de todos los seres vivos. Debajo, ponía la familia a la que pertenecía, la fecha, el lugar, lo más exacto posible, en el que se había recolectado la planta en cuestión, el tipo de hábitat, es decir, pinar, cuneta, cultivo, barbecho… etc. Y, por último, el nombre vulgar por el que la planta era conocida en la zona. Me dijo que el único nombre válido para la planta es el científico, que es universal, o sea que, para la comunidad científica, es el mismo de forma invariable en todo el mundo pues, los nombres vulgares pueden variar y lo que aquí se conoce con un nombre, en otra comarca o en otra región se conoce con otro diferente.

También me explicó algunas de las curiosidades de las plantas, por ejemplo, a distinguir alguna de las familias principales por la flor. Así, las que tienen cuatro pétalos en forma de cruz pertenecen a la familia de las crucíferas, como la Capsella bursa-pastoris, llamada así por tener el fruto en forma de zurrón o bolsa de pastor; lo que son las cosas de la memoria, ese complicado nombre lo oí hace unos cincuenta años y no se me ha olvidado. Las que tienen la flor en forma de mariposa son de la familia de las papilionáceas, también conocidas como leguminosas, a la que pertenecen todas las legumbres cultivadas o silvestres. Todas las que tienen la flor con pétalos soldados en forma de labios pertenecen a la familia de las labiadas, en la cual se incluyen muchas plantas aromáticas, como los tomillos, lavandas, mentas o romeros. Las que tienen flor o fruto en forma de espiga pertenecen a las gramíneas, como todos los cereales y casi todas las plantas que forman herbazales, prados o praderas; según me dijo, una de las familias de plantas más numerosas y extendidas por todo el planeta.

Cogimos malvas, achicoria, varias leguminosas, muchas gramíneas, ni por lo más remoto pensé en que hubiera tantas en tan poco espacio, algún cardo o cardillos, algunas margaritas, amapolas… no sé, decenas de especies en un par de horas que se me hicieron muy cortas. Para el cerebro de un niño, aquellas explicaciones entraban por mis oídos y se impregnaban en mi memoria como si de una esponja se tratara. Ustedes pensarán que gracias a mi afición a la naturaleza conozco o recuerdo esos nombres, pero lo cierto es que aquellos nombres, familias y características quedaron grabados en mi memoria como si fuera una marca con hierro incandescente.

Vista actual del patio de atrás.

De vuelta a casa, pregunté a mi madre que dónde podía poner el herbario, me dijo que en la cochera. Y allí colocamos la colección de plantas recién recolectadas. Juanjo me aconsejó que cambiara los periódicos periódicamente hasta que la planta estuviera seca, que cuidara de no romper la flor y de que ésta o las hojas quedaran visibles, sin dobleces; que no me olvidara de volver a escribir los nombres en las hojas limpias o de recortarlos de las viejas para pegarlos en las nuevas. Como prensa utilizamos dos tableros de madera que había en la cochera, seguramente de alguna vieja estantería, y para aplastar las plantas, y aquí se juntan las dos historias, la piedra de granito que había traído Caco años atrás.

Por último, me enseñaría a pegar las plantas en hojas blancas y a encuadernarlas para dar por finalizado el herbario. Pero esto último no pasó nunca y ese herbario, con el paso del tiempo, quedó perdido y olvidado en la cochera. Y un buen año… desapareció, tal vez unas obras en el garaje para ganar espacio fueran la causa, no lo sé.

En uno de esos cambios del papel del herbario a tía María, la hermana de mi abuelo Luis, que vivía con nosotros, le debió llamar la atención la achicoria, pues al verla nos contó que ella había sido enfermera. Que, durante la guerra, como no tenían café en los hospitales, tenían que dar a los pacientes achicoria con una nube de leche para engañar al estómago, eran tiempos de escasez. Nos dijo que a muchos de aquellos pacientes les faltaban las manos o las tenían quebradas o quemadas por las bombas o la metralla, y había que ayudarlos a que se tomaran esa infusión de achicoria, a veces, sola, otras, con leche, las menos, con galletas.

Tía María también nos confesó que, en aquel hospital lleno de heridos de guerra, conoció a un soldado rojo que tenía quemaduras en ambas manos, nos dijo que, aunque era rojo, ella no decía nunca republicano pues en aquellos días jamás se hablaba de esa parte de nuestra historia, no era de esos que habían ido matando curas y monjas o incendiando iglesias y conventos, dijo que era un rojo bueno pero que, por causas de la guerra, le había tocado en ese bando, mientras se persignaba. El caso es que alguno de nosotros debió de preguntar de forma ingenua, pero tal vez acertada, que si aquel soldado rojo y bueno de las manos quemadas era su novio, a lo que ella respondió con una risotada y una amplia sonrisa, que no, que ella nunca tuvo novio; luego añadió, mutando la expresión alegre del rostro a una patente tristeza o añoranza, que un mal día se lo llevaron del hospital y nunca más volvió a saber de él, luego calló, con la mirada perdida en sus largos y huesudos dedos y, sacando un pañuelo del puño de su blusa y pasándole con suavidad por sus ojos, añadió: “Qué tiempos más canallas”.

Recuerdo que el abuelo Luis, su hermano, se asomó a la puerta del comedor mientras tía María nos contaba su pequeña gran historia. Al terminar, sus miradas coincidieron brevemente, pero un silencio, tal vez cómplice, se apoderó del comedor. Ahora, tras el paso de los años comprendo aquellos silencios y entiendo mejor el breve relato de tía María como una historia vital, como tantas que se truncaron por la guerra y que jamás fueron contadas, reconcomiendo lentamente por dentro a los que las habían vivido.

Pero la memoria, que tiene la capacidad de asociar historias y recuerdos, me trae ahora a la cabeza que mi madre, que tampoco solía hablar de “aquellos tiempos canallas”, algunas veces nos contó que cuando vivían en Montuenga, estalló la guerra y los falangistas de otros municipios venían buscando, sobre todo al principio, a algunos vecinos del pueblo. Y que preguntaban por fulano o mengano al jefe de falange de este o de aquel pueblo, para que les dijera dónde podían encontrarlos para capturarlos y llevárselos a dar “el paseo” del que nadie regresaba. Pues bien, al bueno de Don Luis, mi abuelo, tal vez por ser el médico de Montuenga, le nombraron, muy a su pesar, jefe local. Y, según contaba mi madre, mientras mi abuelo o mi abuela, que era una mujer simpática, graciosa y de conversación afable y alegre, entretenían a la fatal comitiva, la criada escapaba por el corral para avisar a los hombres reclamados. El caso es que, por esta causa, de Montuenga, al parecer, no pudieron llevarse a nadie porque cuando iban a buscarlos a su casa o a las tierras, habían desaparecido “misteriosamente”. Todos excepto el maestro del pueblo, que además era un buen amigo de mi abuelo; cuando le fueron a avisar no quiso escapar porque decía que él no había hecho nada malo, solo enseñar los conocimientos de su libre cátedra tanto a niños como a niñas. Nos contaba mi madre, que esa muerte dolió especialmente al bueno del abuelo Luis, pues su intención siempre fue la de salvar al amigo maestro, pero que no pudo. Se le llevaron “de paseo” y nunca más se supo de él.

Tal vez por eso las miradas de tía María recordando a su soldado rojo y del abuelo Luis recordando a su amigo maestro, estaban impregnadas de una silenciosa y amarga tristeza. Por aquellos tiempos lo normal era que los mayores jamás hablaran de la guerra, de aquellos tiempos canallas” y, si lo hacían, solían ser pequeñas pinceladas inconexas.

El caso es que el herbario quedó sin terminar porque Juanjo, después de aquel arrebato docente, desapareció de Arévalo como solía hacer con frecuencia, y no le volvimos a ver en mucho tiempo. En alguna ocasión pregunté a Pilar con la intención de saber si iba a volver, pero la parlanchina vecina no podía decirme nada, pues Juanjo estaba en alguno de sus viajes por Europa cuya duración era siempre un misterio. Aquella buena mujer tenía la habilidad o la puntería de presentarse en casa en el punto álgido de la película de la sesión de tarde e interrumpirnos con su constante y alegre charla, una verborrea constante, que podría estar bien en determinadas ocasiones, pero no en el mejor momento de la película.

 

- La rueda de tractor

Bueno, como ven, las cosas de la memoria son algo retorcidas. A veces hay asociaciones que tienen poco o nada que ver entre sí, pero los recuerdos son así de caprichosos; en multitud de ocasiones una cosa lleva a otra sin tener nada que ver. Lo cierto es que la rueda de tractor no guarda relación alguna con la piedra de granito que ha originado todos estos recuerdos, al menos, no directamente. Pero como les digo la memoria es un ente autónomo y muchas veces, demasiadas, asocia hechos de forma abstracta. La única relación que se me antoja es que, en el episodio de la rueda de tractor, lancé una piedra muy pesada a unos “enemigos” que pretendían invadir el patio de atrás. Bueno, en realidad, no lancé ninguna roca sino un pesado cascote de obra, si no recuerdo mal, un gran trozo de tabique.

Los hermanos Calvo, hijos de Mariano el carpintero, a los que llamábamos “los Leones” porque uno de ellos se llamaba así, eran ladrones de fruta, en especial de membrillo. Bueno quizás la palabra ladrones sea excesiva, digamos que eran recolectores de frutas ajenas. Y eso que mi madre había hablado con la suya, la señora Leo, en alguna ocasión en la tienda de Goyo Canales, “el Chobi”, y la había dicho que les dijera a sus hijos que si querían membrillos que los pidieran y entraran por la puerta a coger unos pocos, pero que hicieran el favor de no saltar por la tapia sin permiso, porque un día se iban a caer e íbamos a tener un disgusto.

El caso es que según me comentó el propio León, muchos años después, mientras ejercía el oficio familiar de carpintero en mi casa, pedir permiso para entrar a coger membrillos no tenía ningún misterio, que lo que realmente les gustaba era el riesgo de entrar furtivamente y coger unos cuantos sin ser descubiertos.

En la casa de mis padres, antes de mis abuelos, había varios frutales, en realidad, había bastantes árboles, algunos de ellos ya desaparecidos, otros aún perviven y otros son más recientes. Recuerdo perfectamente el censo de plantas que había en la casa familiar por aquellos años de infancia: El patio de a’lante estaba a su vez dividido en dos por un tupido seto de aligustre (Ligustrum vulgare); entre este seto y la tapia que lo separaba del patio de atrás había cuatro grandes plátanos de sombra (Platanus hispanica) y, pegados a la tapia, tres filadelfos o celindas (Philadelphus coronarius). El jardín, propiamente dicho, se extendía por toda la fachada delantera de la casa hasta la valla que separaba la parcela del paseo de la Alameda. Constaba, a su vez, de dos tramos separados por un cemento situado entre la verja de entrada y el porche, donde solía estar aparcado el seiscientos color galleta del abuelo Luis. En el tramo lindero con la casa de Pilar: una gran tuya (Thuja satandishii), dos rosales (Rosa spp.) de rosa color salmón, un arbusto de alguna variedad de boj (buxus spp.) y una falsa acacia (Robinia pseudoacacia), al otro lado del cemento, en la parte lindera con la casa de Charo, otra robinia, otro boj, otra gran tuya y un rosal de flores rosas. Pegado a la fachada, junto al porche, había un gran rosal trepador (Rosa spp.) que llegaba hasta el piso de arriba y que daba unas pequeñas y vistosas rosas rojas y, junto a la tapia delantera, muy próximo a la llave de paso del agua, había un gran rosal silvestre (Rosa spp.) de pequeñas y sencillas rosas fucsias. Entre la tapia que daba a casa de Charo y la fachada norte de la casa había cinco parras (Vitis vinifera), con su emparrado de alambre, cuyas uvas no solían madurar bien y, normalmente, se pudrían en el racimo antes de poder ser consumidas, seguramente a causa de su mala orientación.

Había cuatro grandes plátanos de sombra.

En el patio de atrás había, si no recuerdo mal, tres grandes olmos (Ulmus minor), también llamados negrillos, uno de ellos seco, un nogal (Juglans regia), un moral (Morus nigra) que durante todo el verano teñía el suelo con la sangre de sus moras, tres membrillos (Cydonia oblonga), dos albaricoqueros (Prunus armeniaca), un peral (Pyrus communis), un manzano (Malus domestica), un almendro (Prunus dulcis) y un acerolo (Crataegus azarolus). En el centro del patio, un pozo con el brocal cubierto con una pila de piedra aglomerada, y en las esquinas con la tapia de atrás una carbonera lindera con la parcela de Pilar y una cochera con la de Charo. Adosada a la casa principal, una construcción cuadrada de una sola planta denominada el cuarto de dentro. También recuerdo que, entre la cochera y la puerta de atrás, había los restos de lo que, en un principio, fue un gallinero, que no llegué a conocer con tal actividad aviar.

Para recoger frutas lo mejor era subirse a los árboles. Uno de los membrillos, el que más daba, se podía recolectar desde el tejado de la carbonera y, como estaba pegada a la tapia de atrás, era este, precisamente, el árbol al que más visitaban “los Leones” como recolectores de frutas ajenas. Pero en el resto de los frutales había que trepar para alcanzar sus frutos. Mi madre nos enseñó desde pequeños a subir a los árboles, al menos a los hermanos mayores. Nos sujetaba por el culo mientras nos decía cómo colocar los pies o cómo agarrarnos a las ramas.

El caso es que esa enseñanza materna nos sirvió no solo para los pequeños frutales, sino que también permitió que conquistáramos el cielo a través de los dos grandes olmos del patio de atrás. Primero fue Julio, el pionero primogénito, luego le seguí yo, como casi siempre y, algo más tarde, hicimos que Juan, el tercero, nos siguiera también. Juan era muy voluntarioso y decidido, lo que pasa es que era muy pequeño y no abarcaba el grueso y áspero tronco de aquellos negrillos. La solución fue fácil, fuimos al Cordelero a comprar diez metros de soga; con uno de los cabos le atamos por las axilas, el otro nos le atamos o Julio o yo a la cintura, nos subimos a la horquilla principal del olmo más alto y tiramos a la vez de la gruesa cuerda. Cuando el tercero de los hermanos llegaba a la mitad del recorrido, oímos unas voces desde el corral de los Carpizo: “os vais a matar”; era Carmen, la madre de aquella familia vecina, que se desgañitaba gritando para que bajáramos a nuestro hermano “ahora mismo al suelo”. El caso es que, mientras la vecina gritaba, Juan ya estaba prácticamente a la altura de la horquilla, así que ignoramos las advertencias de la buena de Carmen y el hermano acabó, sano y salvo, con nosotros en lo alto del olmo. “Se lo voy a decir a vuestra madre, vais a matar a Candelitas de un disgusto”; a lo que yo voceé todo lo fuerte que pude: “Nos ha enseñado mi madre a subir a los árboles”. Solo hubo que ayudarle unas pocas veces más, porque, enseguida, Juan empezó a trepar él solo. La verdad es que ahora, con el paso de los años, hay que reconocer que aquello era todo un prodigio de la naturaleza, pero entonces, para nosotros, verle trepar a aquellos gigantes de nuestra infancia, a los que no abarcaba en absoluto, era lo más normal del mundo.    

Como les vengo diciendo, la memoria es muy caprichosa y se enreda en todo tipo de recuerdos y los hace surgir sin motivo aparente. Fíjense ustedes que, para hablarles de una rueda de tractor, ha aflorado el censo botánico de todas las plantas que había en la casa familiar durante mi infancia y adolescencia, los frutales, los recolectores de frutas ajenas, la buena de Carmen, y cómo aprendimos a trepar a los árboles para “conquistar el cielo”. Hablando de árboles, en una casa con tantos niños con imaginación a raudales y aficionados al wéstern, bueno, antes se decía a las películas del oeste, no debía faltar “el árbol del ahorcado”. Julio, el mayor del censo fraternal, había aprendido a hacer un nudo corredizo igual que el de aquellas películas, utilizando la soga comprada en el Cordelero para subir a Juan a los negrillos. Pero, como es natural, había que probar si el nudo funcionaba realmente con un ahorcado. El caso es que, con un surtido tan grande de árboles, fue muy fácil elegir el del ahorcado; decidimos que fuera uno de los albaricoqueros, el más grande, que tenía una rama fuerte y alta para ejecutar, nunca mejor dicho, la prueba. Pero no salía ningún voluntario, no sé por qué sería. El caso es que el destino, que a veces ayuda a las buenas causas, hizo que, en ese momento de duda, se presentara en el patio un amigo de Julio, bueno, amigo a ratos y enemigo otras veces, porque se habían peleado en varias ocasiones. El candidato a ahorcado, cuyo nombre me guardo por si airear públicamente este acontecimiento pudiera perjudicarle, quedó impresionado por lo bien que estaba hecho el nudo y lo bien que funcionaba. Julio le dijo algo así como que ya lo habíamos probado nosotros y que si quería probarlo él. Tal vez, para que no le tomáramos por un cobarde, accedió con bastante decisión. Le colocamos aquella corbata de áspera cuerda al cuello, lanzamos el otro cabo por la rama elegida y, cuando estábamos dispuestos a tirar con decisión, se adelantó Caco, recuerden, el cuarto, que por aquellos años era el que más pesaba de todos nosotros, y al grito de “¡dejadme a mí!” agarró la soga con ambas manos estiradas y se dejó caer de culo hasta el suelo. Tan fuerte fue el tirón, que hizo que el ahorcado voluntario diera con la cabeza en la rama del albaricoquero. Durante los escasos segundos que tardamos en reaccionar, Caco permanecía sentado en el suelo sin soltar la cuerda y el desafortunado amigo, colgado y agitando las piernas con violencia. Finalmente reaccionamos y le hicimos soltar la soga, a la que tan bien agarrado estaba, gritando: “¡suelta, animal, que lo vas a matar!”. Entonces Caco soltó de golpe, y el cuerpo del probador de horcas cayó al suelo como si de un saco de patatas se tratara. Le quitamos la soga del cuello, le sentamos para que reaccionara y, fíjense ustedes qué cosas, como diría Gila, “y encima va el asqueroso y se enfada”. Salió del patio de atrás rojo de ira gritando que nunca más volvería a jugar con nosotros. Lo cierto es que, aunque tardó en aparecer por allí, sí volvió y fue bien recibido, porque los juegos entre aquellos patios siempre eran divertidos, muy concurridos y, por lo tanto, ayudaban a socializar.

Para entrar en detalle sobre el incidente de la rueda de tractor, el patio de atrás estaba rodeado por tapias por sus cuatro lados. Las que daban a las parcelas de los vecinos y las que separaban el patio de a’lante del de atrás medirían, y miden, unos dos metros y medio pero las que daban a la calle de atrás, al corralón de los Carpizo, tendrían unos tres metros de alto y una puerta de madera. Pero, la verdad, es que estábamos bastante acostumbrados a saltarlas, ya que uno de nuestros ejercicios favoritos era intentar conseguir franquearlas de la manera más rápida y con el menor esfuerzo posible, era algo así como un ejercicio de salto de potro, en el que debías utilizar la energía de la carrera, para levantar las piernas por encima de la tapia sin tocarla, con el único apoyo de tus brazos.

Pero aprender a veces tiene sus inconvenientes. En una ocasión, Juan, el tercero del censo fraternal, que hacía poco que había tomado la comunión porque lucía su reloj nuevo en la muñeca izquierda, se encontró con la puerta que unía el patio de atrás con el de a’lante cerrada con los cerrojos, así que hizo lo mismo que nos había visto hacer a Julio y a mí, se subió a la tapia de Charo, se encaramó a la tapia donde se encontraba la puerta, y al girar para descolgarse hacia el otro lado, debió de perder el equilibrio y cayó hasta el suelo con las manos por delante. Una de sus muñecas se quebró, pero él se la sostuvo con la otra mano para que no le colgara demasiado y se dirigió hacia la cocina donde se encontraba nuestra madre que, al verle entrar de esta guisa, se debió de asustar y regañarle, diciéndole que se había roto el brazo. A lo que Juan contestó: “pero, mira, el reloj no se ha roto”, mientras le alzaba hacia nuestra madre para que viera como corría la manecilla del segundero. Juan era bastante duro, no solía llorar y cuando lo hacía, lloraba bajito. Lo que desesperaba a mi madre, que le decía: “Haz el favor de llorar alto, como todos tus hermanos”.

Porche de la casa.

Pero vamos a lo que vamos, a la rueda de tractor, pero antes debo contar lo que desencadenó aquel incidente “bélico”. Como les decía antes, los recolectores de frutas ajenas eran, sobre todo, tres hermanos de un censo de seis. El mayor, Nano, Mariano como su padre, el segundo León y el pequeño Ángel. Los frutales de casa eran bastante veceros; había años que no daban ni un fruto y otros que daban tal cantidad que las ramas se combaban hasta tocar el suelo. En especial el albaricoquero más grande, ¿recuerdan?, eso es, el árbol del ahorcado. El caso es que ese año había dado tantos albaricoques, también llamados albérchigos, albericoques o moniques, que había que recogerlos con los barreñones más grandes de la casa. Sí, aquel verano fuimos los reyes de los güitos, ya que teníamos muchos para meter en el gua. El caso es que siempre hay un pero, ya que nuestros amigos decían que preferían los que eran más pequeños y redondos porque entraban a capón en el gua, que los de nuestro árbol eran más grandes y aplastados y entraban peor, en fin, siempre hay algún tiquismiquis.

Pues eso, que me vuelvo a liar con los güitos. Una mañana pillé a Ángel, ¿recuerdan?, el menor de los Leones, en el patio de atrás. Seguramente había ido a coger albaricoques, recuerdo que le grité: “¡Eh, qué haces ahí!”. El caso es que me extrañó que estuviera allí de forma furtiva, pues Ángel sí había venido alguna vez a jugar a ese patio en el que muchas veces nos juntábamos más de veinte chicos y chicas del barrio, jugando a perros para liebres, a policías y ladrones, al bote, al burro, al lumi, a la madre parida, al pañuelo o a cualquier otro juego, pues en aquellos tiempos los niños y niñas jugábamos a muchas cosas juntos. Bien, como decía, el pequeño de los Leones estaba solo en el patio, me extrañó y le grité. Al verse sorprendido debió de asustarse y salió corriendo y desapareció saltando la tapia de atrás.

La tapia de atrás daba a calle de atrás, que por entonces no tenía nombre y que ahora se llama travesía de La Moraña, donde estaba, como he contado antes, el corralón de los Carpizo. Este corralón estaba rodeado por una tapia muy baja por dos de sus lados, incluso en la esquina que daba a la tienda de Goyo Canales, el Chobi, estaba rota y se podía pasar al corralón sin necesidad de saltarla. Allí tenían bastantes gallinas sueltas, arañando y picoteando el suelo durante todo el día. Por la noche se metían al gallinero ellas solas. La tapia que daba a la parte de atrás de nuestra casa salvaba un gran desnivel, de tal manera que, a la altura de la tienda de Goyo Canales, “el Chobi”, estaba al mismo nivel, pero a medida que avanzaba hacia mi casa el terreno iba ganando altura, de tal forma que, frente a la puerta de la tapia de atrás el desnivel superaba el metro y medio y a la altura de la casa de Charo alcanzaba los dos metros. Es decir, el corralón de los Carpizo estaba en una especie de teso; de hecho, por detrás de ese corralón y de la casa de Mariano el carpintero había un gran descampado donde se celebraba el mercado de ganado que se llamaba el Teso Nuevo. A lo largo de ese desnivel habían crecido de forma espontánea varios negrillos que, aunque no eran tan grandes como los de casa, ya tenían una buena altura y bajo sus troncos proliferaban arbustos de la misma especie arbórea, ya que tiende a regenerarse mucho a través de raíz. Entonces, toda esa pequeña cuesta era un espacio muy frondoso, un sitio ideal para esconderse cuando no querías ser encontrado en alguno de nuestros juegos.

El caso es que al bueno de Ángel le debió de sentar mal el ser descubierto y otro día, aliado con Valentín, “el molinero”, y otros amigos que no recuerdo, comenzaron a tirar cascotes y piedras contra la puerta de atrás, de madera y cerrada por dos cerrojos, uno arriba y otro abajo. Yo estaba subido al olmo más cercano a la tapia trasera y les decía que dejaran de tirar piedras. Podría haber llamado a mi madre y la cosa, seguramente, hubiera quedado ahí, pero, por aquellos tiempos, había un código no escrito por el cual las disputas que surgían entre nosotros debíamos resolverlas por nuestra cuenta. Pero en lugar de parar, se iban animando más y tirando piedras y cascotes cada vez mayores. Eso ya era casi una batalla en toda regla, como en las de las películas, en las que ellos, los atacantes, parapetados entre los arbustos de negrillo lanzaban más y más piedras a la puerta, con la intención de derribarla y “entrar a saco”; bueno, esto último seguro que es una exageración fruto de la imaginación.

En esas andaba la batalla cuando veo que entre Ángel y Valentín sacan una rueda de tractor que tenían escondida entre los arbustos de negrillo, la suben hasta lo alto del terraplén, la colocan mirando a la puerta de la tapia y la lanzan con fuerza contra ella. La gran rueda rodó por el terraplén y cruzó velozmente la calle hasta estrellarse contra su objetivo, causando un gran estrépito. Entonces, no me lo pensé dos veces, me descolgué hasta una de las ramas bajas del olmo, desde allí me propulsé hasta la tapia de atrás, me dejé caer de un salto hasta el suelo de la calle de atrás, corrí hasta la puerta atacada, cogí el cascote más grande que encontré y lo lancé hacia la tapia del corralón de los Carpizo, con la única intención de asustar a los atacantes para que se fueran. Pero mientras aquel gran cascote de tabique volaba por los aires, me di cuenta de que Ángel salía de uno de los arbustos y huía apresuradamente en la misma dirección que el resto de sus amigos, sin darse cuenta de que se estaba dirigiendo al lugar exacto hacia el que había arrojado la piedra. Lo recuerdo como si lo estuviera viendo en cámara lenta. Al mismo tiempo que gritaba: ¡no!, veía al escombro volando y a Ángel dirigiéndose hacia él. Afortunadamente, pasó justo antes de que el gran trozo de tabique se estrellara contra la tapia de los Carpizo haciéndose añicos. Fue una milésima de segundo, seguro que llegó a oír el ruido del vuelo del cascote justo detrás de su cogote y el estrépito al romperse contra la tapia. La verdad es que quedé bastante aliviado de que no pasara nada y de que los atacantes dieran por concluida la batalla. Después retiré la rueda de tractor utilizada como ariete para derribar la puerta, pues había quedado atravesada en el umbral. Subí de un salto a la tapia y pasé las piernas al otro lado sin apoyarlas. No conté nada de lo sucedido a nadie, porque aún estaba bastante asustado, no por los atacantes, sino por lo que yo podía haber provocado.

Vista actual del patio de atrás.

Este es el final del suceso de la rueda de tractor utilizada como ariete, la tercera de las historias relacionadas con la gran piedra de granito, que apareció un buen día en los brazos de niño del cuarto de mis hermanos. Como ven esa pequeña roca, ha desencadenado esta cadena de recuerdos conectados entre sí, algunos de forma aleatoria, otros de forma abstracta, otros guardando algún tipo de relación. Pero todos ellos con el común denominador de la memoria de la infancia y de los dos patios de mi casa, el de a’lante y el de atrás, separados y rodeaos por altas y bajas tapias.

Por aquellos patios pasaron muchos chicos y chicas del barrio para jugar saltando tapias, trepando árboles, corriendo para no ser pillado, escondiéndose para no ser descubierto; en fin, evitando velar. Quizás alguno de ustedes, queridos lectores, sea uno de ellos. Tengo a muchos en el recuerdo, algunos de forma especial, pues llegaron a ser grandes amigos, pero no voy a citar a ninguno por no hacer de más o de menos a nadie.

Como ven, solo he citado a aquellos que participaron en alguno de los tres recuerdos principales y que han desencadenado este aluvión de pequeñas y sencillas historias. También, he citado menos a mis dos hermanos menores, Alex y Candelas, pues ellos, debido a su corta edad, no participaron en los sucesos descritos, pero voy a hacerlo ahora de forma breve para que sean también partícipes de estos recuerdos.  

Alejandro, el quinto de un censo fraternal de seis, desde muy pequeño era un ganador nato. Como he hablado del fútbol de chapas en el relato, lo voy a poner de ejemplo, y así incorporo a Álex a la narración. Lo normal era que los hermanos mayores enseñaran a los pequeños ciertos juegos. Pues bien, yo le enseñé a jugar al fútbol de chapas, a preparar las porterías y las chapas, pero él me ganaba siempre, era imbatible. No es que me dejara ganar para reforzar su ego, no, yo perdía con todas las de la ley. Como tampoco le ganaba nadie al juego de baloncesto que habíamos improvisado en el doble arco de la verja de la calle que hacía las veces de canasta. Tenía una muñeca mágica, y las metía desde cualquier posición y a cualquier distancia; de hecho, años más tarde, fue uno de los jugadores destacados del Arévalo DO-SA, que tantos éxitos obtuvo para el deporte local.

De Candelas Teresa, sexta, ultima y única de un censo fraternal de seis, tengo menos recuerdos de infancia porque la saco diez años largos, y, por lo tanto, cuando ella ya tenía edad de jugar, es decir, unos cinco años, yo ya tenía novia y menos ganas de juegos infantiles; creo que esto es a lo que llaman madurar, ley de vida. Pero, supongo que, para ella era normal que sus muñecas volaran por los aires, porque nos veía a nosotros convertirlas en súper héroes de ficción lanzándolas de un lado al otro de la habitación o estrellándolas contra las pareces, y claro, alguna se rompía. Así que a algunos de esos juguetes en forma de niño o niña que, por regla general, suelen regalar en la infancia a las personas de sexo femenino, ¡viva la igualdad!, en el caso de mi hermana, les podía faltar un brazo, una pierna o la cabeza, porque, para ella, eso de romper las muñecas era algo normal porque nos lo veía hacer a nosotros, y si lo hacían sus hermanos mayores, pues seguro que estaba bien hecho. Y, sí, sí, no se equivocan en lo que están pensando, de haber nacido un par de años antes habría participado en “La gran meada”, porque de pequeña quería mear de pies, claro, lo que veía.

Vista de la casa desde el Paseo de la Alameda.

Ya para terminar voy a hacer un breve repaso de cada uno de mis hermanos, porque fueron buenos compañeros de infancia, para que sepan ustedes en qué se han convertido:

Julio César, el primero, es psicólogo, quién si no es capaz de convencer a alguien para ser ahorcado de forma voluntaria.

Juan, el tercero, es médico inmunólogo, quién si no puede subir con cuatro o cinco años a olmos gigantes, solo con la fuerza de sus brazos y piernas y salir siempre inmune.

Ignacio, el cuarto, Caco para que nos entendamos, es biólogo porque, aunque es una carrera difícil y con muy pocas salidas, siempre ha tenido mucha determinación con asuntos difíciles, como traer una piedra de granito de treinta kilos a casa con cinco años. Doy fe de que, incluso ahora, la vida le ha hecho seguir portando piedras muy pesadas.

Álex, el quinto, es médico hematólogo, porque vencer a ciertas enfermedades de esta especialidad es complicado, por lo que ayuda ser un ganador nato y sentirse como tal, y eso es lo que siempre ha sido.

Candelas Teresa, la sexta, es enfermera, porque para ser enfermera hay que tener mucha paciencia con los pacientes, imagino que la misma que la única hermana y encima la pequeña de seis hermanos.

Y el que esto escribe, el segundo, es tendero, porque para tener un negocio en estos días, aparte de mucho valor, para no caer en la depresión hay que tener mucho ingenio e imaginación, tanta o más que la que se necesita para unir todos estos recuerdos bajo el denominador común de una piedra de granito, un herbario inacabado, y una rueda de tractor convertida en ariete, todo ello entre los dos patios de la casa de mi infancia.

Aunque hay un amigo inglés por ahí, que no ha salido en estas historias, al que no le gustaba que yo me riera de él en algunas ocasiones, y que en una de aquellas ocasiones en la que yo me había burlado de él, llegó a decir a Ana, por entonces mi novia, que había elegido al más tonto de la familia. No lo sé, tal vez si lo decía un británico de pura cepa, que hablaba varios idiomas y conocía varias culturas, puede que fuera verdad; no sé si ustedes opinan lo mismo.

Y con esto llega el final. Espero que hayan disfrutado leyendo estas historias tanto como yo recordándolas primero y escribiéndolas después. Porque estos recuerdos sencillos son, al fin y al cabo, la base o los cimientos de la historia familiar. Aunque, estoy seguro de que, en algunos aspectos, coincide con la de muchos de ustedes.

 

En Arévalo, a treinta y uno de julio de 2021.

© Fotos y texto: Luis José Martín García-Sancho.


Enlace relacionado: