martes, 24 de julio de 2018

EL CANTOR DE LA VILLA

Plaza de la Villa de Arévalo. (Foto Luis J. Martín)



Rústico llegó una mañana, mediado el mes de marzo.
Había estado toda la noche viajando pero había merecido la pena. Las primeras luces de la mañana iluminaban las fachadas de la plaza castellana porticada. El rojo de la arcilla del ladrillo mudéjar se intensificaba en el alba y resaltaba sobre el entramado marrón de madera y las blancas hiendas de cal y arena.
Una fresca brisa subía desde el Adaja, se encajonaba en la calle de la lechuga y entraba en la plaza como un vendaval helado por la calle del clavel. Como tres gigantes, las esbeltas torres de dos iglesias medievales situadas en extremos opuestos proyectaban sus alargadas sombras hacia el oeste. El silencio casi absoluto fue roto un instante por el crotorar de una cigüeña de Santa María. No se veía a nadie por la calle. Solo un grupo de gorriones picoteaban unas migajas bajo uno de los balcones.
Escuchó al macho de colirrojo, trinaba de forma vehemente encaramado al tejado de la fachada opuesta. Cuando cambiaba de posición hacía vibrar las plumas caudales a modo de resorte, el rojo de su cola resplandecía como un semáforo en plena noche y contrastaba con el negro dominante del resto del cuerpo. Al sentir al colirrojo, algo se le revolvió por dentro, una especie de pinchazo en lo más profundo de sus vísceras. Sabía perfectamente lo que era. Conocía el remedio para tal hechizo. Solo tenía que cantar, tan alto como pudiese.


 Golondrina común (Hirundo rustica). (Foto Marc Delsalle)

Así que se posó en la barandilla de su balcón favorito y comenzó a cantar con fuerza, una y otra vez, su corta pero armoniosa estrofa de apasionado amor. Así se pasó casi toda la mañana, y parte de la tarde. Y al día siguiente vuelta a empezar, no debería perder las esperanzas. Hirunda pasó por la plaza al caer la tarde. Escuchó la corta pero insistente canción de su amado y, como cada año, se acercó embelesada al balcón contiguo. Rústico dejó de cantar al instante y se posó a su lado. Flamante, con su brillante plumaje, voló para capturar una polilla y se volvió a posar junto a su compañera. Hirunda dio un corto vuelo hasta los soportales donde había un desvencijado nido de barro, pelos y paja. Rústico la siguió, se metió en el nido y, tras un breve reconocimiento, ambos volaron hacia el Adaja.
Allí había otros cantores, carboneros, herrerillos, escribanos, currucas, petirrojos, chochines, mosquiteros, zarceros, bastardos, y aún faltaba el ruiseñor, el tenor del río, pero a Rústico no le molestaban, quizás lo hicieran mejor que él y sus trinos fueran más melodiosos y variados pero él era el cantor de la Villa, donde los miembros de esta coral riparia no se atrevían a entrar. La pareja cogió pellas de barro con su pico, los mezclaron con pelos de conejo, restos del banquete del águila calzada, y los llevaron hasta su nido bajo los soportales de la plaza.


Nido de golondrina común en Arévalo. (Foto Luis J. Martín)

Al amanecer del día siguiente copularon repetidas veces y en cada intervalo el cantor de la Villa se posaba en su balcón a emitir su eufórico canto. Mientras, la gata parda y negra no les quitaba ojo. Por la hermosa plaza castellana pasaba muy poca gente y nadie reparaba en los trinos de tan buen amante. Tan solo un viandante se percató y enfocó con su cámara al cantor. Pronto Hirunda puso siete huevos y dos semanas después salieron seis pollos. Las dos golondrinas cebaban a sus hijos con todo tipo de invertebrados que capturaban en vuelo. Hasta 550 cebas al día llegaban a dar a tan numerosa prole.
La gata parda y negra observaba los movimientos de la pareja. Si se acercaba demasiado al nido, tanto Hirunda como Rústico emitían reclamos de alarma para que sus hijos, que asomados al nido esperaban impacientes las capturas de sus padres, se escondieran dentro. A Las tres semanas de nacer los pollos ya estaban preparados para volar. La gata lo sabía y esperaba en los soportales relamiéndose. Rústico se posó en su balcón favorito para alertar a su compañera con repetitivos pitidos. No se percató que unos ojos verdes le observaban desde el interior de la casa abandonada tras la ventana entreabierta. Una de las hijas de la gata parda y negra se abalanzó como un rayo sobre él, no le dio tiempo a reaccionar. Pronto se oyeron maullidos y bufidos.
Esa tarde Rustico sirvió de cena a la camada de la gata parda y negra. A la mañana siguiente los seis pollos volaron y se posaron en fila sobre la barandilla del balcón desde el que les cantaba su padre.

En Arévalo, a dos de marzo de 2015
Luis José Martín García-Sancho.

Publicado en número 70 de La Llanura de Arévalo, en marzo de 2015.

Golondrina comun (Hirundo rustica), ilustración de Juan Varela


 Golondrina común (Hirundo rustica). (Foto Luis J. Martín)


Plaza de la Villa de Arévalo. (Foto Luis J. Martín)


Las Imágenes son propiedad de sus autores:
- LJM: Luis José Martín.
- Marc Delsalle.
- Juan Varela.



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