martes, 28 de junio de 2016

MEDIA NARANJA

 
Arco de Machín.
Luis José Martín García-Sancho.

Que nadie se confunda, no es una historia de amor, ni de desamor. Solo un inocente recuerdo de infancia.
Era toda una aventura. Al final logramos reunir las bicis suficientes para la excursión. La última la habíamos recogido esa misma mañana del taller de don Emilio. Nos reunimos frente nuestra casa y comenzamos la marcha. En una vieja mochila llevaba una cantimplora con agua, por aquel entonces no había botellas de plástico, una navajilla, pan y chocolate.
Cinco o seis chicos y chicas componíamos la marcha ciclista. A mí me tocó coger la bici de uno de mis hermanos pequeños que no le dejaban ir, la que antes había sido de mi hermano mayor y después mía. Era tan pequeña que no levantaba más de medio metro del suelo. Así que para no perder el ritmo de los demás tenía que dar pedales pomo un poseso, tanto que, como no tuviera cuidado, me llegaba a dar con las rodillas en la cara. La verdad es que con esas piernas tan largas iba ridículo en aquella bici tan pequeña pero no había otra cosa. La BH que acabábamos de sacar del taller de don Emilio la llevaba mi hermano Julio César, aunque me había dicho que a la vuelta me tocaba a mí.
Casas nuevas, el Marqués, Salesianos... Pasadas las tapias de Villablanca una pequeña puerta de ladrillo nos indicaba que comenzaba Machín y acababa Arévalo, el resto ya era todo campo, salvo el arco de ladrillo a la entrada de la finca de Machín y la pared con desconchones de una vieja nave en la que se podía leer “SE VENDE GRILLO ROLLIZO”. Para la fantasía de un niño aquello de “grillo rollizo” parecía indicar un negocio de grillos gordos. Años después supe que el desconchón en la pared había borrado las letras “NE” delante de grillo y lo que realmente anunciaba aquel cartel era la venta de negrillos, es decir olmos, que por allí eran abundantes y, algunos, realmente rollizos. Ahora solo quedan sus esqueletos y los rebrotes que la grafiosis mata una y otra vez.
Lo más emocionante de la aventura llegaba ahora, al acercamos a los lavaderos y la casa de Machín, los mastines salían corriendo y nos perseguían un buen trecho. Yo daba las pedaladas tan deprisa que me di tal rodillazo en el ojo que llegué a ver estrellas. Pero el corazón no nos permitía parar. Latía con tal fuerza al ver como se acercaban aquellos perrazos con una boca tan grande como nuestra cabeza, que bombeaba la sangre necesaria a todos los rincones de nuestros músculos.
Otra puerta de ladrillo nos indicaba que llegábamos a Bujeritos, una pequeña finca intermedia. El destino estaba frente a nuestros ojos pues a la derecha ya se veía el pinar de Párraces. Cerca del pilón había un camino que bajaba hasta el río y, entre la frondosa vegetación de ladera, una fuente con agua fresca que permitía refrescarnos. Allí dejamos las bicis. Luego había que continuar andando.
Se podía cruzar el río por aquí mismo, por un tronco que atravesaba el cauce del Arevalillo, poca cosa en aquella época del año pero suficiente para un pequeño aventurero. Unos cien o doscientos metros río arriba en la ladera izquierda estaba nuestro destino: Un terraplén de fina arena que era conocido como la Media Naranja.
La Media Naranja
Allí pasamos la tarde subiendo por el terraplén y dejándonos caer como una croqueta o dando grandes saltos mortales y piruetas en las que siempre acabábamos rebozados por la fina y pegajosa arena. Las risas y gritos resonaban en el fondo del valle del río como lo que era, una bulliciosa fiesta de cinco o seis chavales que por el ruido parecía una gran multitud. Luego, tras lavarnos en el río y acabar con las viandas, de vuelta a casa.
Sabíamos que los mastines de Machín nos estaban esperando. Así que la aventura no había finalizado. Pasado Bujerillos ya empezaban a correr para llegar a la carretera justo cuando nosotros pasábamos. Uno de los amigos de tanto mirar para atrás mientras daba pedales perdió el control de la bici y salió volando por encima del manillar.
Tuvimos que parar, no podíamos dejar abandonado a su suerte al amigo frente a las enormes fauces de los canes. Entonces tuve un acto reflejo que dicen, algo que haces sin pensar, que te sale casi por instinto de supervivencia: Al no tener nada con lo que defenderme, les hice frente agachándome hasta el suelo para coger gravilla del borde de la carretera y lanzársela con fuerza. Entonces los perros pararon en seco y se dieron la vuelta. Mientras, nosotros pudimos comprobar que el accidente solo había deparado al amigo unos rasguños sin importancia. Nada, un poco de mercromina, que era lo que se usaba por entonces, y a correr.
En posteriores ocasiones comprobé que sólo con el ademán de agacharte al suelo para coger una piedra imaginaria y hacer que la lanzabas, los mastines paraban y se volvían a la finca que defendían.
No me preguntéis por qué a aquel terraplén del Arevalillo se le conocía como la Madia Naranja, nunca lo he sabido.
En Arévalo, a uno de junio de 2015.
Texto y fotos : Luis José Martín García-Sancho
Relato publicado en La Llanura de Arévalo nº 73 en junio de 2015
Terraplén sobre el Arevalillo conocido como la Media Naranja.

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