Una piedra de granito, un herbario inacabado
y una rueda de tractor.
Luis
José Martín García-Sancho.
Lo que
son las cosas de la memoria. Hace unos días, mirando la encimera de la cocina,
algo abombada por un antiguo escape de agua, me ha venido el recuerdo de una
gran piedra de granito que puse como peso para que la superficie quedara lisa.
Esa pequeña roca, que estuvo muchos años rodando entre el patio de a’lante y el de atrás, me ha llevado a
un herbario que nunca llegó a ser tal cosa, y a una rueda de tractor usada como
arma de ataque, concretamente de ariete. Y todo esto entre los dos patios de la
casa de mi infancia y adolescencia.
- Una piedra en el camino.
Aquella
piedra de granito, irregular y sin labra alguna, que ha desencadenado los
recuerdos que les narro, llegó un día a casa en los brazos de Caco. No sé cómo fue
capaz de traerla hasta el patio de a’lante,
que era así como llamábamos a ese patio, por encontrarse en la parte delantera
de la casa, en contraposición al de atrás que, como es lógico, estaba en la
parte trasera. Sí, en aquellos gloriosos días de infancia, la verdad es que no
nos preocupaba que el patio de a’lante,
en realidad fuera un jardín y que lo correcto hubiera sido llamarle patio
delantero o jardín de delante. Pero mis hermanos y yo, y todos nuestros amigos estábamos
conformes llamando a aquel jardín silvestre o asilvestrado patio de a’lante, y como tal, si no les importa, le
voy a referir en mi narración.
Lo
cierto es que aquella roca irregular, tendría unos cuarenta y cinco centímetros
de larga, unos treinta en la parte más ancha y en torno a quince en la
estrecha, su grosor sería de quince a veinte centímetros en la parte más gruesa
y unos diez en la más fina, ninguno de sus lados era recto y debía pesar más de
treinta kilos, lo que para los brazos de un niño pequeño era demasiado. Él,
Caco, en cambio, decía que la había traído unos ratos rodando y otros en
brazos, desde la esquina de los Salesianos con las “Casas Nuevas”, que era así
cómo llamábamos a lo que hoy se conoce como grupo La Moraña. Preguntado que por
qué la había traído, su respuesta fue sencilla y contundente: “porque me la he encontrado yo y se la quería
llevar mi amigo fulano, pero no podía con ella”.
Caco,
para aquellos que no le conozcan, es mi hermano, el cuarto de un censo
fraternal de seis. Le saco, si no me equivoco, más de cuatro años, ya que él es
de mayo y yo de agosto. Esto del apodo familiar, ahora me recuerda que yo
también tenía el mío, era Koké. La verdad es que no era ningún capricho, sino
que, en una familia numerosa con todos los hermanos muy seguidos, el mayor, que
apenas sabía hablar, bautizaba al siguiente como podía. De tal manera que, al
presentarme mis padres de recién nacido a mi hermano Julio César, el primogénito
del censo fraternal, exactamente, un año dos meses y veintidós días mayor que
yo, le dijeron: mira este es tu hermano
Luis José, ¿cómo se llama tu hermano? A lo que supongo que él, que apenas
sabría hablar, respondió como pudo, o como su desentrenada lengua para esto de
la oratoria le permitió: “Koké”, y
como tal me quedé, primero para el círculo familiar, después, para el de
amistades. De tal manera que, durante muchos años, se me conoció por el susodicho
apodo. De la misma forma, preguntado Juan, el tercero del censo, por el nombre
de su hermano Ignacio, éste respondió “Caco” y como tal se quedó, y Caco puso a
Alejandro, el quinto, “Nano”. Esta cadena de apodos familiares solo se
interrumpió dos veces, que fue en mi caso, y no es por presumir de que yo
hablara mejor o fuera más adelantado para aprender, sino porque cuando nació Juan,
el tercero, yo tenía más de tres años y ya hablaba perfectamente, entonces Juan
fue Juan, porque yo ya sabía decir Juan, porque en caso contrario, seguramente
se hubiera quedado con Kan o Pan, vaya usted a saber. La segunda vez que se
interrumpió la cadena de apodos fue entre el quinto, Alejandro, y la sexta, sí,
la única hermana de un censo de seis, por el mismo motivo, porque cuando nació
Candelas Teresa, Álex ya hablaba perfectamente.
Bueno
que me lío, a lo que voy. Juanjo, el vecino del chalet de al lado, un día de
verano me propuso hacer un herbario. Juan José Gómez era el hijo único de Don
Justo y de Pilar, conocido por Juanjo o Juanjito. Bueno, en realidad no era
hijo de Pilar. Para una familia numerosa como la nuestra eso de los hijos
únicos no se entendía bien, ¿cómo podía divertirse un niño solo, sin hermanos?
Entonces hacíamos preguntas: ¿Por qué Don
Justo y Pilar no han tenido más hijos? A lo que nuestra madre solía
contestar como podía o entendía: Pues es
que Don Justo se casó muy tarde, ya era mayor y solo tuvo un hijo, además se
quedó viudo cuando Juanjito era muy pequeño y tuvo que casarse con Pilar para
que le criara como su propia madre lo hubiera hecho. ¡Ala! Para un niño
pequeño eso era todo un descubrimiento. La madre de Juanjo en realidad era su madrastra
y, acostumbrados a los cuentos que nos leía mi madre, en los que las madrastras
siempre eran malas y perversas, nos hizo descubrir que, en la vida real, había
madrastras muy buenas. Pero la incógnita del hijo único se mantenía y de esa
incertidumbre nacía la segunda pregunta: ¿y
por qué Don Justo y Pilar no han tenido más hijos? A lo que mi madre
respondía con paciencia y serenidad: Porque
Pilar ya era mayor cuando se casó y no podía tener hijos. Pilar era una chocolatera muy simpática
y dicharachera, no por fabricar o vender chocolate, sino porque todos los
nacidos en el vecino municipio de Sinlabajos eran, y son conocidos por este
amigable gentilicio.
Don
Justo era farmacéutico y, como tal, regentaba una de las farmacias de Arévalo.
Era cojo y andaba con bastón. Murió cuando yo tenía ocho o diez años, no recuerdo
exactamente. El caso es que, en los días calurosos de verano, solía comer en
una mesita que Pilar le preparaba junto a la puerta de la cocina, en la parte
norte del patio, más fresquita y sombría que el resto de la parcela que rodeaba
el chalet. Él se sentaba frente al plato y el vaso de vino a consumir
tranquilamente su comida. Pero esa tranquilidad se veía interrumpida por una
mirada que se asomaba desde la tapia divisoria del chalet contiguo, la mía o la
de alguno de mis hermanos. Esa tapia apenas tiene un metro de altura y, en
realidad, para nosotros no suponía frontera alguna. Don Justo, una vez
apercibido de nuestra presencia, nos hacía un gesto con la mano para que nos
acercáramos. Aquella tapia no suponía ningún obstáculo para ninguno de los
hermanos, ni para mis padres que, siempre que querían algo de sus vecinos, la
saltaban y entraban por la puerta de la cocina, siempre abierta, sin llamar. En
aquellos años, yo creo que la mayor parte de las casas de Arévalo estaban
abiertas siempre o casi siempre, al menos a lo largo del día; de hecho, en mi
casa, a parte de la puerta abierta, siempre estaba la llave puesta por si se
cerraba. Entonces, saltada la tapia, nos acercábamos curiosos por ver qué quería el vecino, que solía decir: “Esta Pilar me quiere tanto que me está cebando; yo no puedo con tanto” y nos daba
un trozo de filete o una cucharada de potaje, guiñándonos un ojo para que no
nos chiváramos. Luego acercaba el vaso de vino a nuestros labios para que
bebiéramos un pequeño trago, añadiendo: “De
lo bueno, poquito”.
- El herbario:
El
caso es que Juanjo, el hijo de Don Justo e hijastro de Pilar, quince o
dieciséis años mayor que yo, estudió también farmacia, como su padre, creo que
en Madrid. Pasaba largas temporadas allí o viajando por muchos sitios, como lo
atestiguaban las cintas de súper 8 que nos enseñaba de vez en cuando con su
proyector, convirtiendo alguna de las paredes del comedor en una improvisada
pantalla de cine. Un buen día de sus vacaciones veraniegas, se presentó en
nuestra casa diciendo lo difícil y apasionante que era la botánica, que la
mayoría de medicamentos procedían de las plantas, y que por eso su estudio y
conocimiento era básico para aprobar farmacia. Luego añadió: “Kokele, vente conmigo que vamos a hacer un
herbario”, ignoro el por qué me eligió a mí, supongo que sería el que más
atención le estaba prestando en ese momento, mientras jugaba con mis hermanos a
una carrera ciclista con chapas en la arena del patio de a’lante. Para ello habíamos construido una larga carretera llena de
curvas y cuestas, incluso había algún foso que llenábamos con agua, en el que
no se podía caer. Lo que son las cosas,
en aquellos tiempos se aprovechaba todo. Las chapas de los refrescos eran un
juguete perfecto para hacer carreras o jugar al “fútbol de chapas”. En ese
caso, había que construir dos porterías con una caja de cartón, dibujar en la
arena las líneas del campo y las áreas, recortar círculos de papel, colorearlos
con los colores de la camiseta del equipo elegido, poner el nombre y el número
del jugador en cuestión y pegarlos con pegamento imedio a su chapa. El balón,
pues sí, un simple garbanzo.
Bueno,
que me lío otra vez, que cuando aparecen los recuerdos vienen a borbotones y no
paran, como si la cabeza fuera una cazuela con agua hirviendo. Como decía,
ignoro por qué me eligió a mí para hacer el herbario, cuando el hermano
preferido, según había manifestado en varias ocasiones, era Alejandro, como él
le llamaba: “Nanete” o “Panadero”, esto último ignoro el por
qué. Hasta había realizado una película de esas suyas de súper 8, “La gran meada”, en la que Alejandro era
el prota. No se vayan a confundir, Juanjo era bastante meticuloso para eso de
los efectos especiales, y ninguno de los que salimos en la cinta tuvimos que
sacar el pito en ningún momento, pues se había proveído de varias bolsas del,
por entonces, incipiente plástico, en las que había metido agua con algo de café
para dar el color adecuado. Después cada uno de los actores teníamos que
colocarnos la bolsa a la altura de la tripa y apretar con fuerza para que
saliera un chorro de meado con cafeína por el agujero que había practicado con
un clavo. De tal manera que, en una toma entre trasera y de escorzo el chorro
de la meada se viera nítidamente. Y sí, no se equivocan, el que más distancia
debía alcanzar era Alex, el prota de aquella película. El caso es que a Alex,
el quinto del censo fraternal, que tendría por entonces cuatro o cinco años, se
le debió de subir a la cabeza eso de ser el protagonista de la película y
siempre que veíamos una en la tele, preguntaba continuamente y de forma
machacona que si este o aquel actor era el prota.
Bien,
a ver si me centro, como iba diciendo, ese día del incipiente verano, en el que
mis hermanos y yo jugábamos a una carrera ciclista de chapas en el patio de a’lante, se presentó Juanjo para que le
acompañara porque quería enseñarme a hacer un herbario diciendo: “Kokele, vente conmigo que vamos a hacer un
herbario”; ignoro por qué me seguía llamando Koké, cuando ya casi nadie lo
hacía. El razonamiento para desertar del mote fue muy sencillo, pero
contundente, y fue pactado entre todos los hermanos a propuesta de Julio, el hermano
mayor. Sí, aquello fue una especie de consejo de hermanos. Sucedió así: en uno
de los primeros dibujos animados que vimos en nuestra primera tele, en blanco y
negro y con dos cadenas, la uno y la UHF, una de las protagonistas era una niña
llamada, exacto, Koké. Ante las risas y burlas de mis hermanos pequeños por llamarme
igual que una niña, Julio, que debió de ver mi cara de enfado, propuso, más
bien ordenó, porque él era el mayor y, por tanto, el que más mandaba, que a
partir de entonces nadie me llamaría Koké, sino Luisjo. El razonamiento fue muy
sencillo: si en la tele salía una niña que se llamaba Koké, era porque Koké era
nombre de niña y yo no podía llamarme como una niña. El cambio oficial de apodo
resultó fácil en el círculo familiar inmediato. Entre el círculo de amistades,
también, aunque alguno se resistía y había que imponerlo a puñetazo limpio.
Bueno, no es para tanto, más bien, cuatro voces y algún que otro revolcón o
coscorrón servían para que se produjera el cambio sin perder la amistad.
En
fin, que me vuelvo a liar otra vez y no voy a lo que voy: el herbario. El caso
es que Juanjo, el vecino, el hijo Don Justo e hijastro de Pilar, se presentó
una mañana en el patio de a’lante
diciendo “kokele, vente conmigo que vamos
a hacer un herbario”. Venía preparado con su bici que tenía un trasportín
de esos de muelle, es decir, de los que tenían una base, entre cuadrada y
rectangular, y una especie de cepo con muelle que se cerraba con fuerza sobre
la base, para que no se escapara nada de lo trasportado en el trasportín. Pues
bien, en ese “maletero ciclista” había puesto una tabla de madera y, encima,
varios periódicos de los grandes, no tipo ABC que era más pequeño y tenía
grapas en el centro para sujetar las páginas, sino de los que eran más grandes,
con todas sus hojas sueltas. Su bici era con barra y alta, la mía, mejor dicho,
la familiar, porque la usábamos todos, era una BH sin barra y algo más baja.
Así
que, subidos a nuestras bicicletas, nos dirigimos hacia el sur por la carretera
de Tiñosillos. Y por las cunetas, pinares y algunos barbechos entre Machín y
Párraces llenamos todos los periódicos con plantas de especies diferentes.
Juanjo me decía cómo debía arrancarlas, a ser posible con raíz y, si no lo
fuera, con una buena parte del tallo con hojas, flores, frutos o semillas.
Luego con un lapicero iba poniendo, primero el nombre científico, que consta, a
su vez, de dos nombres el del género, que se escribe con mayúscula, y el de
especie, que va con minúscula, suelen ser nombres latinos o derivados del latín,
al parecer, el lenguaje universal para esto de la taxonomía, es decir, para la
clasificación de todos los seres vivos. Debajo, ponía la familia a la que
pertenecía, la fecha, el lugar, lo más exacto posible, en el que se había
recolectado la planta en cuestión, el tipo de hábitat, es decir, pinar, cuneta,
cultivo, barbecho… etc. Y, por último, el nombre vulgar por el que la planta
era conocida en la zona. Me dijo que el único nombre válido para la planta es el
científico, que es universal, o sea que, para la comunidad científica, es el
mismo de forma invariable en todo el mundo pues, los nombres vulgares pueden
variar y lo que aquí se conoce con un nombre, en otra comarca o en otra región
se conoce con otro diferente.
También
me explicó algunas de las curiosidades de las plantas, por ejemplo, a
distinguir alguna de las familias principales por la flor. Así, las que tienen
cuatro pétalos en forma de cruz pertenecen a la familia de las crucíferas, como
la Capsella bursa-pastoris, llamada
así por tener el fruto en forma de zurrón o bolsa de pastor; lo que son las
cosas de la memoria, ese complicado nombre lo oí hace unos cincuenta años y no
se me ha olvidado. Las que tienen la flor en forma de mariposa son de la
familia de las papilionáceas, también conocidas como leguminosas, a la que
pertenecen todas las legumbres cultivadas o silvestres. Todas las que tienen la
flor con pétalos soldados en forma de labios pertenecen a la familia de las
labiadas, en la cual se incluyen muchas plantas aromáticas, como los tomillos,
lavandas, mentas o romeros. Las que tienen flor o fruto en forma de espiga
pertenecen a las gramíneas, como todos los cereales y casi todas las plantas
que forman herbazales, prados o praderas; según me dijo, una de las familias de
plantas más numerosas y extendidas por todo el planeta.
Cogimos
malvas, achicoria, varias leguminosas, muchas gramíneas, ni por lo más remoto
pensé en que hubiera tantas en tan poco espacio, algún cardo o cardillos, algunas
margaritas, amapolas… no sé, decenas de especies en un par de horas que se me
hicieron muy cortas. Para el cerebro de un niño, aquellas explicaciones
entraban por mis oídos y se impregnaban en mi memoria como si de una esponja se
tratara. Ustedes pensarán que gracias a mi afición a la naturaleza conozco o
recuerdo esos nombres, pero lo cierto es que aquellos nombres, familias y
características quedaron grabados en mi memoria como si fuera una marca con
hierro incandescente.
De
vuelta a casa, pregunté a mi madre que dónde podía poner el herbario, me dijo
que en la cochera. Y allí colocamos la colección de plantas recién
recolectadas. Juanjo me aconsejó que cambiara los periódicos periódicamente
hasta que la planta estuviera seca, que cuidara de no romper la flor y de que
ésta o las hojas quedaran visibles, sin dobleces; que no me olvidara de volver
a escribir los nombres en las hojas limpias o de recortarlos de las viejas para
pegarlos en las nuevas. Como prensa utilizamos dos tableros de madera que había
en la cochera, seguramente de alguna vieja estantería, y para aplastar las
plantas, y aquí se juntan las dos historias, la piedra de granito que había
traído Caco años atrás.
Por
último, me enseñaría a pegar las plantas en hojas blancas y a encuadernarlas
para dar por finalizado el herbario. Pero esto último no pasó nunca y ese
herbario, con el paso del tiempo, quedó perdido y olvidado en la cochera. Y un
buen año… desapareció, tal vez unas obras en el garaje para ganar espacio
fueran la causa, no lo sé.
En uno
de esos cambios del papel del herbario a tía María, la hermana de mi abuelo
Luis, que vivía con nosotros, le debió llamar la atención la achicoria, pues al
verla nos contó que ella había sido enfermera. Que, durante la guerra, como no
tenían café en los hospitales, tenían que dar a los pacientes achicoria con una
nube de leche para engañar al estómago, eran tiempos de escasez. Nos dijo que a
muchos de aquellos pacientes les faltaban las manos o las tenían quebradas o
quemadas por las bombas o la metralla, y había que ayudarlos a que se tomaran
esa infusión de achicoria, a veces, sola, otras, con leche, las menos, con
galletas.
Tía
María también nos confesó que, en aquel hospital lleno de heridos de guerra,
conoció a un soldado rojo que tenía quemaduras en ambas manos, nos dijo que,
aunque era rojo, ella no decía nunca republicano pues en aquellos días jamás se
hablaba de esa parte de nuestra historia, no era de esos que habían ido matando
curas y monjas o incendiando iglesias y conventos, dijo que era un rojo bueno
pero que, por causas de la guerra, le había tocado en ese bando, mientras se
persignaba. El caso es que alguno de nosotros debió de preguntar de forma
ingenua, pero tal vez acertada, que si aquel soldado rojo y bueno de las manos
quemadas era su novio, a lo que ella respondió con una risotada y una amplia
sonrisa, que no, que ella nunca tuvo novio; luego añadió, mutando la expresión
alegre del rostro a una patente tristeza o añoranza, que un mal día se lo
llevaron del hospital y nunca más volvió a saber de él, luego calló, con la
mirada perdida en sus largos y huesudos dedos y, sacando un pañuelo del puño de
su blusa y pasándole con suavidad por sus ojos, añadió: “Qué tiempos más canallas”.
Recuerdo
que el abuelo Luis, su hermano, se asomó a la puerta del comedor mientras tía
María nos contaba su pequeña gran historia. Al terminar, sus miradas
coincidieron brevemente, pero un silencio, tal vez cómplice, se apoderó del
comedor. Ahora, tras el paso de los años comprendo aquellos silencios y
entiendo mejor el breve relato de tía María como una historia vital, como tantas
que se truncaron por la guerra y que jamás fueron contadas, reconcomiendo lentamente
por dentro a los que las habían vivido.
Pero
la memoria, que tiene la capacidad de asociar historias y recuerdos, me trae ahora
a la cabeza que mi madre, que tampoco solía hablar de “aquellos tiempos canallas”, algunas veces nos contó que cuando
vivían en Montuenga, estalló la guerra y los falangistas de otros municipios
venían buscando, sobre todo al principio, a algunos vecinos del pueblo. Y que
preguntaban por fulano o mengano al jefe de falange de este o de aquel pueblo,
para que les dijera dónde podían encontrarlos para capturarlos y llevárselos a
dar “el paseo” del que nadie regresaba. Pues bien, al bueno de Don Luis, mi
abuelo, tal vez por ser el médico de Montuenga, le nombraron, muy a su pesar,
jefe local. Y, según contaba mi madre, mientras mi abuelo o mi abuela, que era
una mujer simpática, graciosa y de conversación afable y alegre, entretenían a
la fatal comitiva, la criada escapaba por el corral para avisar a los hombres
reclamados. El caso es que, por esta causa, de Montuenga, al parecer, no pudieron
llevarse a nadie porque cuando iban a buscarlos a su casa o a las tierras,
habían desaparecido “misteriosamente”. Todos excepto el maestro del pueblo, que
además era un buen amigo de mi abuelo; cuando le fueron a avisar no quiso
escapar porque decía que él no había hecho nada malo, solo enseñar los
conocimientos de su libre cátedra tanto a niños como a niñas. Nos contaba mi
madre, que esa muerte dolió especialmente al bueno del abuelo Luis, pues su
intención siempre fue la de salvar al amigo maestro, pero que no pudo. Se le
llevaron “de paseo” y nunca más se supo de él.
Tal
vez por eso las miradas de tía María recordando a su soldado rojo y del abuelo
Luis recordando a su amigo maestro, estaban impregnadas de una silenciosa y
amarga tristeza. Por aquellos tiempos lo normal era que los mayores jamás
hablaran de la guerra, de “aquellos tiempos canallas” y, si lo
hacían, solían ser pequeñas pinceladas inconexas.
El
caso es que el herbario quedó sin terminar porque Juanjo, después de aquel
arrebato docente, desapareció de Arévalo como solía hacer con frecuencia, y no
le volvimos a ver en mucho tiempo. En alguna ocasión pregunté a Pilar con la
intención de saber si iba a volver, pero la parlanchina vecina no podía decirme
nada, pues Juanjo estaba en alguno de sus viajes por Europa cuya duración era siempre
un misterio. Aquella buena mujer tenía la habilidad o la puntería de
presentarse en casa en el punto álgido de la película de la sesión de tarde e
interrumpirnos con su constante y alegre charla, una verborrea constante, que
podría estar bien en determinadas ocasiones, pero no en el mejor momento de la
película.
- La rueda de tractor
Bueno,
como ven, las cosas de la memoria son algo retorcidas. A veces hay asociaciones
que tienen poco o nada que ver entre sí, pero los recuerdos son así de
caprichosos; en multitud de ocasiones una cosa lleva a otra sin tener nada que
ver. Lo cierto es que la rueda de tractor no guarda relación alguna con la
piedra de granito que ha originado todos estos recuerdos, al menos, no
directamente. Pero como les digo la memoria es un ente autónomo y muchas veces,
demasiadas, asocia hechos de forma abstracta. La única relación que se me
antoja es que, en el episodio de la rueda de tractor, lancé una piedra muy
pesada a unos “enemigos” que pretendían invadir el patio de atrás. Bueno, en
realidad, no lancé ninguna roca sino un pesado cascote de obra, si no recuerdo
mal, un gran trozo de tabique.
Los
hermanos Calvo, hijos de Mariano el carpintero, a los que llamábamos “los
Leones” porque uno de ellos se llamaba así, eran ladrones de fruta, en especial
de membrillo. Bueno quizás la palabra ladrones sea excesiva, digamos que eran
recolectores de frutas ajenas. Y eso que mi madre había hablado con la suya, la
señora Leo, en alguna ocasión en la tienda de Goyo Canales, “el Chobi”, y la
había dicho que les dijera a sus hijos que si querían membrillos que los
pidieran y entraran por la puerta a coger unos pocos, pero que hicieran el
favor de no saltar por la tapia sin permiso, porque un día se iban a caer e
íbamos a tener un disgusto.
El
caso es que según me comentó el propio León, muchos años después, mientras
ejercía el oficio familiar de carpintero en mi casa, pedir permiso para entrar
a coger membrillos no tenía ningún misterio, que lo que realmente les gustaba
era el riesgo de entrar furtivamente y coger unos cuantos sin ser descubiertos.
En la
casa de mis padres, antes de mis abuelos, había varios frutales, en realidad,
había bastantes árboles, algunos de ellos ya desaparecidos, otros aún perviven
y otros son más recientes. Recuerdo perfectamente el censo de plantas que había
en la casa familiar por aquellos años de infancia: El patio de a’lante estaba a su vez dividido en dos
por un tupido seto de aligustre (Ligustrum vulgare); entre este seto y la tapia
que lo separaba del patio de atrás había cuatro grandes plátanos de sombra
(Platanus hispanica) y, pegados a la tapia, tres filadelfos o celindas
(Philadelphus coronarius). El jardín, propiamente dicho, se extendía por toda
la fachada delantera de la casa hasta la valla que separaba la parcela del
paseo de la Alameda. Constaba, a su vez, de dos tramos separados por un cemento
situado entre la verja de entrada y el porche, donde solía estar aparcado el
seiscientos color galleta del abuelo Luis. En el tramo lindero con la casa de
Pilar: una gran tuya (Thuja satandishii), dos rosales (Rosa spp.) de rosa color
salmón, un arbusto de alguna variedad de boj (buxus spp.) y una falsa acacia
(Robinia pseudoacacia), al otro lado del cemento, en la parte lindera con la
casa de Charo, otra robinia, otro boj, otra gran tuya y un rosal de flores
rosas. Pegado a la fachada, junto al porche, había un gran rosal trepador (Rosa
spp.) que llegaba hasta el piso de arriba y que daba unas pequeñas y vistosas
rosas rojas y, junto a la tapia delantera, muy próximo a la llave de paso del
agua, había un gran rosal silvestre (Rosa spp.) de pequeñas y sencillas rosas
fucsias. Entre la tapia que daba a casa de Charo y la fachada norte de la casa
había cinco parras (Vitis vinifera), con su emparrado de alambre, cuyas uvas no
solían madurar bien y, normalmente, se pudrían en el racimo antes de poder ser
consumidas, seguramente a causa de su mala orientación.
En el
patio de atrás había, si no recuerdo mal, tres grandes olmos (Ulmus minor),
también llamados negrillos, uno de ellos seco, un nogal (Juglans regia), un
moral (Morus nigra) que durante todo el verano teñía el suelo con la sangre de
sus moras, tres membrillos (Cydonia oblonga), dos albaricoqueros (Prunus
armeniaca), un peral (Pyrus communis), un manzano (Malus domestica), un
almendro (Prunus dulcis) y un acerolo (Crataegus azarolus). En el centro del
patio, un pozo con el brocal cubierto con una pila de piedra aglomerada, y en
las esquinas con la tapia de atrás una carbonera lindera con la parcela de
Pilar y una cochera con la de Charo. Adosada a la casa principal, una construcción
cuadrada de una sola planta denominada el cuarto de dentro. También recuerdo
que, entre la cochera y la puerta de atrás, había los restos de lo que, en un
principio, fue un gallinero, que no llegué a conocer con tal actividad aviar.
Para
recoger frutas lo mejor era subirse a los árboles. Uno de los membrillos, el
que más daba, se podía recolectar desde el tejado de la carbonera y, como estaba
pegada a la tapia de atrás, era este, precisamente, el árbol al que más
visitaban “los Leones” como recolectores de frutas ajenas. Pero en el resto de
los frutales había que trepar para alcanzar sus frutos. Mi madre nos enseñó
desde pequeños a subir a los árboles, al menos a los hermanos mayores. Nos
sujetaba por el culo mientras nos decía cómo colocar los pies o cómo agarrarnos
a las ramas.
El
caso es que esa enseñanza materna nos sirvió no solo para los pequeños frutales,
sino que también permitió que conquistáramos el cielo a través de los dos
grandes olmos del patio de atrás. Primero fue Julio, el pionero primogénito,
luego le seguí yo, como casi siempre y, algo más tarde, hicimos que Juan, el
tercero, nos siguiera también. Juan era muy voluntarioso y decidido, lo que
pasa es que era muy pequeño y no abarcaba el grueso y áspero tronco de aquellos
negrillos. La solución fue fácil, fuimos al Cordelero a comprar diez metros de
soga; con uno de los cabos le atamos por las axilas, el otro nos le atamos o
Julio o yo a la cintura, nos subimos a la horquilla principal del olmo más alto
y tiramos a la vez de la gruesa cuerda. Cuando el tercero de los hermanos
llegaba a la mitad del recorrido, oímos unas voces desde el corral de los
Carpizo: “os vais a matar”; era
Carmen, la madre de aquella familia vecina, que se desgañitaba gritando para
que bajáramos a nuestro hermano “ahora
mismo al suelo”. El caso es que, mientras la vecina gritaba, Juan ya estaba
prácticamente a la altura de la horquilla, así que ignoramos las advertencias
de la buena de Carmen y el hermano acabó, sano y salvo, con nosotros en lo alto
del olmo. “Se lo voy a decir a vuestra
madre, vais a matar a Candelitas de un disgusto”; a lo que yo voceé todo lo
fuerte que pude: “Nos ha enseñado mi
madre a subir a los árboles”. Solo hubo que ayudarle unas pocas veces más,
porque, enseguida, Juan empezó a trepar él solo. La verdad es que ahora, con el
paso de los años, hay que reconocer que aquello era todo un prodigio de la
naturaleza, pero entonces, para nosotros, verle trepar a aquellos gigantes de
nuestra infancia, a los que no abarcaba en absoluto, era lo más normal del
mundo.
Como
les vengo diciendo, la memoria es muy caprichosa y se enreda en todo tipo de
recuerdos y los hace surgir sin motivo aparente. Fíjense ustedes que, para
hablarles de una rueda de tractor, ha aflorado el censo botánico de todas las
plantas que había en la casa familiar durante mi infancia y adolescencia, los
frutales, los recolectores de frutas ajenas, la buena de Carmen, y cómo
aprendimos a trepar a los árboles para “conquistar el cielo”. Hablando de
árboles, en una casa con tantos niños con imaginación a raudales y aficionados
al wéstern, bueno, antes se decía a las películas del oeste, no debía faltar “el
árbol del ahorcado”. Julio, el mayor del censo fraternal, había aprendido a
hacer un nudo corredizo igual que el de aquellas películas, utilizando la soga
comprada en el Cordelero para subir a Juan a los negrillos. Pero, como es
natural, había que probar si el nudo funcionaba realmente con un ahorcado. El
caso es que, con un surtido tan grande de árboles, fue muy fácil elegir el del
ahorcado; decidimos que fuera uno de los albaricoqueros, el más grande, que
tenía una rama fuerte y alta para ejecutar, nunca mejor dicho, la prueba. Pero
no salía ningún voluntario, no sé por qué sería. El caso es que el destino, que
a veces ayuda a las buenas causas, hizo que, en ese momento de duda, se
presentara en el patio un amigo de Julio, bueno, amigo a ratos y enemigo otras
veces, porque se habían peleado en varias ocasiones. El candidato a ahorcado,
cuyo nombre me guardo por si airear públicamente este acontecimiento pudiera
perjudicarle, quedó impresionado por lo bien que estaba hecho el nudo y lo bien
que funcionaba. Julio le dijo algo así como que ya lo habíamos probado nosotros
y que si quería probarlo él. Tal vez, para que no le tomáramos por un cobarde,
accedió con bastante decisión. Le colocamos aquella corbata de áspera cuerda al
cuello, lanzamos el otro cabo por la rama elegida y, cuando estábamos
dispuestos a tirar con decisión, se adelantó Caco, recuerden, el cuarto, que
por aquellos años era el que más pesaba de todos nosotros, y al grito de “¡dejadme a mí!” agarró la soga con ambas
manos estiradas y se dejó caer de culo hasta el suelo. Tan fuerte fue el tirón,
que hizo que el ahorcado voluntario diera con la cabeza en la rama del
albaricoquero. Durante los escasos segundos que tardamos en reaccionar, Caco
permanecía sentado en el suelo sin soltar la cuerda y el desafortunado amigo,
colgado y agitando las piernas con violencia. Finalmente reaccionamos y le hicimos
soltar la soga, a la que tan bien agarrado estaba, gritando: “¡suelta, animal, que lo vas a matar!”.
Entonces Caco soltó de golpe, y el cuerpo del probador de horcas cayó al suelo
como si de un saco de patatas se tratara. Le quitamos la soga del cuello, le
sentamos para que reaccionara y, fíjense ustedes qué cosas, como diría Gila, “y encima va el asqueroso y se enfada”.
Salió del patio de atrás rojo de ira gritando que nunca más volvería a jugar
con nosotros. Lo cierto es que, aunque tardó en aparecer por allí, sí volvió y
fue bien recibido, porque los juegos entre aquellos patios siempre eran
divertidos, muy concurridos y, por lo tanto, ayudaban a socializar.
Para
entrar en detalle sobre el incidente de la rueda de tractor, el patio de atrás
estaba rodeado por tapias por sus cuatro lados. Las que daban a las parcelas de
los vecinos y las que separaban el patio de a’lante
del de atrás medirían, y miden, unos dos metros y medio pero las que daban a la
calle de atrás, al corralón de los Carpizo, tendrían unos tres metros de alto y
una puerta de madera. Pero, la verdad, es que estábamos bastante acostumbrados
a saltarlas, ya que uno de nuestros ejercicios favoritos era intentar conseguir
franquearlas de la manera más rápida y con el menor esfuerzo posible, era algo
así como un ejercicio de salto de potro, en el que debías utilizar la energía
de la carrera, para levantar las piernas por encima de la tapia sin tocarla,
con el único apoyo de tus brazos.
Pero
aprender a veces tiene sus inconvenientes. En una ocasión, Juan, el tercero del
censo fraternal, que hacía poco que había tomado la comunión porque lucía su
reloj nuevo en la muñeca izquierda, se encontró con la puerta que unía el patio
de atrás con el de a’lante cerrada
con los cerrojos, así que hizo lo mismo que nos había visto hacer a Julio y a
mí, se subió a la tapia de Charo, se encaramó a la tapia donde se encontraba la
puerta, y al girar para descolgarse hacia el otro lado, debió de perder el
equilibrio y cayó hasta el suelo con las manos por delante. Una de sus muñecas
se quebró, pero él se la sostuvo con la otra mano para que no le colgara
demasiado y se dirigió hacia la cocina donde se encontraba nuestra madre que, al
verle entrar de esta guisa, se debió de asustar y regañarle, diciéndole que se
había roto el brazo. A lo que Juan contestó: “pero, mira, el reloj no se ha roto”, mientras le alzaba hacia nuestra madre para que viera como corría la manecilla del segundero. Juan era bastante
duro, no solía llorar y cuando lo hacía, lloraba bajito. Lo que desesperaba a
mi madre, que le decía: “Haz el favor de
llorar alto, como todos tus hermanos”.
Pero vamos
a lo que vamos, a la rueda de tractor, pero antes debo contar lo que
desencadenó aquel incidente “bélico”. Como les decía antes, los recolectores de
frutas ajenas eran, sobre todo, tres hermanos de un censo de seis. El mayor,
Nano, Mariano como su padre, el segundo León y el pequeño Ángel. Los frutales
de casa eran bastante veceros; había años que no daban ni un fruto y otros que
daban tal cantidad que las ramas se combaban hasta tocar el suelo. En especial
el albaricoquero más grande, ¿recuerdan?, eso es, el árbol del ahorcado. El
caso es que ese año había dado tantos albaricoques, también llamados
albérchigos, albericoques o moniques, que había que recogerlos con los
barreñones más grandes de la casa. Sí, aquel verano fuimos los reyes de los
güitos, ya que teníamos muchos para meter en el gua. El caso es que siempre hay
un pero, ya que nuestros amigos decían que preferían los que eran más pequeños
y redondos porque entraban a capón en el gua, que los de nuestro árbol eran más
grandes y aplastados y entraban peor, en fin, siempre hay algún tiquismiquis.
Pues
eso, que me vuelvo a liar con los güitos. Una mañana pillé a Ángel,
¿recuerdan?, el menor de los Leones, en el patio de atrás. Seguramente había
ido a coger albaricoques, recuerdo que le grité: “¡Eh, qué haces ahí!”. El caso es que me extrañó que estuviera allí
de forma furtiva, pues Ángel sí había venido alguna vez a jugar a ese patio en
el que muchas veces nos juntábamos más de veinte chicos y chicas del barrio,
jugando a perros para liebres, a policías y ladrones, al bote, al burro, al
lumi, a la madre parida, al pañuelo o a cualquier otro juego, pues en aquellos
tiempos los niños y niñas jugábamos a muchas cosas juntos. Bien, como decía, el
pequeño de los Leones estaba solo en el patio, me extrañó y le grité. Al verse
sorprendido debió de asustarse y salió corriendo y desapareció saltando la
tapia de atrás.
La
tapia de atrás daba a calle de atrás, que por entonces no tenía nombre y que
ahora se llama travesía de La Moraña, donde estaba, como he contado antes, el
corralón de los Carpizo. Este corralón estaba rodeado por una tapia muy baja
por dos de sus lados, incluso en la esquina que daba a la tienda de Goyo
Canales, el Chobi, estaba rota y se podía pasar al corralón sin necesidad de
saltarla. Allí tenían bastantes gallinas sueltas, arañando y picoteando el
suelo durante todo el día. Por la noche se metían al gallinero ellas solas. La
tapia que daba a la parte de atrás de nuestra casa salvaba un gran desnivel, de
tal manera que, a la altura de la tienda de Goyo Canales, “el Chobi”, estaba al
mismo nivel, pero a medida que avanzaba hacia mi casa el terreno iba ganando
altura, de tal forma que, frente a la puerta de la tapia de atrás el desnivel
superaba el metro y medio y a la altura de la casa de Charo alcanzaba los dos
metros. Es decir, el corralón de los Carpizo estaba en una especie de teso; de
hecho, por detrás de ese corralón y de la casa de Mariano el carpintero había
un gran descampado donde se celebraba el mercado de ganado que se llamaba el
Teso Nuevo. A lo largo de ese desnivel habían crecido de forma espontánea
varios negrillos que, aunque no eran tan grandes como los de casa, ya tenían
una buena altura y bajo sus troncos proliferaban arbustos de la misma especie
arbórea, ya que tiende a regenerarse mucho a través de raíz. Entonces, toda esa
pequeña cuesta era un espacio muy frondoso, un sitio ideal para esconderse
cuando no querías ser encontrado en alguno de nuestros juegos.
El
caso es que al bueno de Ángel le debió de sentar mal el ser descubierto y otro
día, aliado con Valentín, “el molinero”, y otros amigos que no recuerdo,
comenzaron a tirar cascotes y piedras contra la puerta de atrás, de madera y
cerrada por dos cerrojos, uno arriba y otro abajo. Yo estaba subido al olmo más
cercano a la tapia trasera y les decía que dejaran de tirar piedras. Podría
haber llamado a mi madre y la cosa, seguramente, hubiera quedado ahí, pero, por
aquellos tiempos, había un código no escrito por el cual las disputas que
surgían entre nosotros debíamos resolverlas por nuestra cuenta. Pero en lugar
de parar, se iban animando más y tirando piedras y cascotes cada vez mayores. Eso ya era casi una batalla en toda regla, como en las de las películas,
en las que ellos, los atacantes, parapetados entre los arbustos de negrillo
lanzaban más y más piedras a la puerta, con la intención de derribarla y
“entrar a saco”; bueno, esto último seguro que es una exageración fruto de la
imaginación.
En esas
andaba la batalla cuando veo que entre Ángel y Valentín sacan una rueda de tractor
que tenían escondida entre los arbustos de negrillo, la suben hasta lo alto del
terraplén, la colocan mirando a la puerta de la tapia y la lanzan con fuerza
contra ella. La gran rueda rodó por el terraplén y cruzó velozmente la calle
hasta estrellarse contra su objetivo, causando un gran estrépito. Entonces, no
me lo pensé dos veces, me descolgué hasta una de las ramas bajas del olmo,
desde allí me propulsé hasta la tapia de atrás, me dejé caer de un salto hasta
el suelo de la calle de atrás, corrí hasta la puerta atacada, cogí el cascote
más grande que encontré y lo lancé hacia la tapia del corralón de los Carpizo,
con la única intención de asustar a los atacantes para que se fueran. Pero
mientras aquel gran cascote de tabique volaba por los aires, me di cuenta de que
Ángel salía de uno de los arbustos y huía apresuradamente en la misma dirección
que el resto de sus amigos, sin darse cuenta de que se estaba dirigiendo al
lugar exacto hacia el que había arrojado la piedra. Lo recuerdo como si lo estuviera
viendo en cámara lenta. Al mismo tiempo que gritaba: ¡no!, veía al escombro volando y a Ángel dirigiéndose hacia él.
Afortunadamente, pasó justo antes de que el gran trozo de tabique se estrellara
contra la tapia de los Carpizo haciéndose añicos. Fue una milésima de segundo,
seguro que llegó a oír el ruido del vuelo del cascote justo detrás de su cogote
y el estrépito al romperse contra la tapia. La verdad es que quedé bastante
aliviado de que no pasara nada y de que los atacantes dieran por concluida la
batalla. Después retiré la rueda de tractor utilizada como ariete para derribar
la puerta, pues había quedado atravesada en el umbral. Subí de un salto a la
tapia y pasé las piernas al otro lado sin apoyarlas. No conté nada de lo
sucedido a nadie, porque aún estaba bastante asustado, no por los atacantes,
sino por lo que yo podía haber provocado.
Este
es el final del suceso de la rueda de tractor utilizada como ariete, la tercera
de las historias relacionadas con la gran piedra de granito, que apareció un
buen día en los brazos de niño del cuarto de mis hermanos. Como ven esa pequeña
roca, ha desencadenado esta cadena de recuerdos conectados entre sí, algunos de
forma aleatoria, otros de forma abstracta, otros guardando algún tipo de
relación. Pero todos ellos con el común denominador de la memoria de la infancia
y de los dos patios de mi casa, el de a’lante
y el de atrás, separados y rodeaos por altas y bajas tapias.
Por
aquellos patios pasaron muchos chicos y chicas del barrio para jugar saltando
tapias, trepando árboles, corriendo para no ser pillado, escondiéndose para no
ser descubierto; en fin, evitando velar. Quizás alguno de ustedes, queridos
lectores, sea uno de ellos. Tengo a muchos en el recuerdo, algunos de forma
especial, pues llegaron a ser grandes amigos, pero no voy a citar a ninguno por
no hacer de más o de menos a nadie.
Como
ven, solo he citado a aquellos que participaron en alguno de los tres recuerdos
principales y que han desencadenado este aluvión de pequeñas y sencillas historias.
También, he citado menos a mis dos hermanos menores, Alex y Candelas, pues ellos,
debido a su corta edad, no participaron en los sucesos descritos, pero voy a
hacerlo ahora de forma breve para que sean también partícipes de estos
recuerdos.
Alejandro,
el quinto de un censo fraternal de seis, desde muy pequeño era un ganador nato.
Como he hablado del fútbol de chapas en el relato, lo voy a poner de ejemplo, y
así incorporo a Álex a la narración. Lo normal era que los hermanos mayores
enseñaran a los pequeños ciertos juegos. Pues bien, yo le enseñé a jugar al
fútbol de chapas, a preparar las porterías y las chapas, pero él me ganaba
siempre, era imbatible. No es que me dejara ganar para reforzar su ego, no, yo perdía
con todas las de la ley. Como tampoco le ganaba nadie al juego de baloncesto
que habíamos improvisado en el doble arco de la verja de la calle que hacía las
veces de canasta. Tenía una muñeca mágica, y las metía desde cualquier posición
y a cualquier distancia; de hecho, años más tarde, fue uno de los jugadores
destacados del Arévalo DO-SA, que tantos éxitos obtuvo para el deporte local.
De Candelas
Teresa, sexta, ultima y única de un censo fraternal de seis, tengo menos
recuerdos de infancia porque la saco diez años largos, y, por lo tanto, cuando
ella ya tenía edad de jugar, es decir, unos cinco años, yo ya tenía novia y
menos ganas de juegos infantiles; creo que esto es a lo que llaman madurar, ley
de vida. Pero, supongo que, para ella era normal que sus muñecas volaran por
los aires, porque nos veía a nosotros convertirlas en súper héroes de ficción
lanzándolas de un lado al otro de la habitación o estrellándolas contra las
pareces, y claro, alguna se rompía. Así que a algunos de esos juguetes en forma
de niño o niña que, por regla general, suelen regalar en la infancia a las
personas de sexo femenino, ¡viva la igualdad!, en el caso de mi hermana, les podía
faltar un brazo, una pierna o la cabeza, porque, para ella, eso de romper las
muñecas era algo normal porque nos lo veía hacer a nosotros, y si lo hacían sus
hermanos mayores, pues seguro que estaba bien hecho. Y, sí, sí, no se equivocan
en lo que están pensando, de haber nacido un par de años antes habría
participado en “La gran meada”, porque
de pequeña quería mear de pies, claro, lo que veía.
Ya
para terminar voy a hacer un breve repaso de cada uno de mis hermanos, porque
fueron buenos compañeros de infancia, para que sepan ustedes en qué se han
convertido:
Julio
César, el primero, es psicólogo, quién si no es capaz de convencer a alguien para ser
ahorcado de forma voluntaria.
Juan,
el tercero, es médico inmunólogo, quién si no puede subir con cuatro o cinco
años a olmos gigantes, solo con la fuerza de sus brazos y piernas y salir siempre
inmune.
Ignacio,
el cuarto, Caco para que nos entendamos, es biólogo porque, aunque es una
carrera difícil y con muy pocas salidas, siempre ha tenido mucha determinación
con asuntos difíciles, como traer una piedra de granito de treinta kilos a casa
con cinco años. Doy fe de que, incluso ahora, la vida le ha hecho seguir
portando piedras muy pesadas.
Álex,
el quinto, es médico hematólogo, porque vencer a ciertas enfermedades de esta
especialidad es complicado, por lo que ayuda ser un ganador nato y sentirse
como tal, y eso es lo que siempre ha sido.
Candelas
Teresa, la sexta, es enfermera, porque para ser enfermera hay que tener mucha
paciencia con los pacientes, imagino que la misma que la única hermana y encima
la pequeña de seis hermanos.
Y el
que esto escribe, el segundo, es tendero, porque para tener un negocio en estos
días, aparte de mucho valor, para no caer en la depresión hay que tener mucho
ingenio e imaginación, tanta o más que la que se necesita para unir todos estos
recuerdos bajo el denominador común de una piedra de granito, un herbario
inacabado, y una rueda de tractor convertida en ariete, todo ello entre los dos
patios de la casa de mi infancia.
Aunque
hay un amigo inglés por ahí, que no ha salido en estas historias, al que no le
gustaba que yo me riera de él en algunas ocasiones, y que en una de aquellas
ocasiones en la que yo me había burlado de él, llegó a decir a Ana, por
entonces mi novia, que había elegido al más tonto de la familia. No lo sé, tal
vez si lo decía un británico de pura cepa, que hablaba varios idiomas y conocía
varias culturas, puede que fuera verdad; no sé si ustedes opinan lo mismo.
Y con
esto llega el final. Espero que hayan disfrutado leyendo estas historias tanto
como yo recordándolas primero y escribiéndolas después. Porque estos recuerdos
sencillos son, al fin y al cabo, la base o los cimientos de la historia
familiar. Aunque, estoy seguro de que, en algunos aspectos, coincide con la de
muchos de ustedes.
En
Arévalo, a treinta y uno de julio de 2021.
© Fotos y texto: Luis
José Martín García-Sancho.
Gracias infinitas por devolverme al paraíso de mi infancia, al timón que me ha guiado siempre para saber quién soy y al que me aferré con determinación para defender quién quería ser; la vida que describes sigue alimentando lo mejor de mí y vuelvo siempre a ella en mi memoria para no perderme, aunque quizá tú no lo sepas o no lo puedas saber. Gracias eternas, Luisjo/Koké (y yo que te pensaba con C y Q, ya ves).
ResponderEliminarGracias por tu comentario, amigo anónimo. Lo cierto es que hablar de la infancia siempre despierta los recuerdos que cimientan nuestras vidas.
EliminarQué bueno Luis. Me había olvidado de esa piedra de granito, pero ahora la recuerdo perfectamente. Un gran relato lleno de recuerdos comunes. La verdad es que tuvimos una gran infancia creada por nosotros mismos con la tolerancia, permisividad y hospitalidad de nuestros padres y la participación activa de todos nuestros amigos. Gracias Luis por poner palabras al recuerdo. Un beso. Caco
ResponderEliminarGracias Caco, ya ves lo que son las cosas, algo tan sencillo como aquella gran piedra de granito que trajiste, no sé como, a casa puede despertar recuerdos comunes, pues fueron compartidos.
EliminarComo me gustan estas cosas...Ahora, los niños hacen todas estas cosas con un móvil y en muy poco tiempo(no saben lo que se pierden). Respecto al herbario; yo todavía conservo el mío, con aproximadamente mil plantas(la verdad es que hace tiempo que no lo miro), y se hizo del 75 al 80, y la única evolución era el papel de estraza que tenía mayor capacidad de absorción de la humedad, y la prensa, que era de aglomerado con unos tornillos y palomillas que permitían ir apretando. Genial Luisjo
ResponderEliminarGracias Chispa, entonces tú tenías una prensa profesional. Propia de un estudiante de Biología. Cierto, los niños de ahora tienen una infancia distinta a la que nosotros tuvimos, no se si mejor o peor, pero muy diferente.
EliminarMaravillosa familia. Maravillosos recuerdos. Os admiro a todos y cada uno, desde lejos. Sois grandes. Los Martín García-Sancho. Muy grandes!!!
ResponderEliminarGracias, paisana madrigaleña. La mayor grandeza se encuentra en una mirada limpia.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarUn viaje precioso a la infancia de todos. Una llave, algo oxidada, que gira en el engranaje de una cerradura de una puerta arrastrándose por ese ángulo arañado en el cemento del suelo, y que nos hace entrar en nuestro interior: ¡Adelante mis valientes!
ResponderEliminarEn esa casa viven muchos niños, un lugar para todos los que fuimos infancia de sol, de barro, de bicis, de viento, de pueblo, de planes, de secretos... Un mar que atravesar, monstruos que aniquilar, tierras que conquistar, cabellos al viento, arena y sangre en las rodillas, piel, aire, sueños...
Gracias por tu comentario Flor. Cierto, la infancia siempre es un lugar agradable al que volver en algunos momentos, en el que refugiarse en otros y al que merece la pena recordar siempre.
EliminarMuy buena y cuidada selección de relatos de nuestra infancia común, Luisjo. Entiendo que el patio de nuestra casa era como el salón de juegos de todo el barrio y que muchos aún lo sienten como una segunda morada, la casa de todos, la puerta siempre abierta y la camilla redonda en torno a la que asentaban su bondad y cordialidad nuestros padres y abuelos.
ResponderEliminarBueno, no soy Carolina Sini su borrico. Un beso, Juan
ResponderEliminarGracias Juan, me gusta que te gusten mis recuerdos y me gusta más que tú formes parte de ellos.
EliminarMuy emotivo viaje en el tiempo a mi infancia, muchas gracias, Luisjo. Seguro que te dejaste ganar en esa partida de chapas que mencionas y no recuerdo (mi contrincante habitual, muy duro, por cierto, era Julichi), siempre has tenido un corazón de oro...
ResponderEliminarEfectivamente, Alex, los competidores imbatibles, erais Julichi y tú, jugando en invierno sobre la alfombra del cuarto de dentro y en verano en la arena del patio de'alante. Pero los primeros equipos y porterías los hice yo y tu me ganaste, fíjate, siendo tan renacuajo que ni te acuerdas. Por otra parte, el corazón es músculo, el oro está muy sobrevalorado.
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