UNA GRUESA.
Es
martes por la mañana, día de mercado. Justo el martes anterior a las ferias. Un
día de mucho jaleo. Media comarca estará hoy comprando en Arévalo para
prepararse para las fiestas. Como estoy de vacaciones, mi padre me ha traído a
la tienda para que ayude. Tengo unos once o doce años, y no es la primera vez
que me toca arrimar el hombro.
Según
se lee en la factura que mi padre está preparado meticulosamente, sobre el
viejo mostrador de nogal se extiende el pedido de Crescencio Martín, Chencho el
“siete almuerzos”, un tendero de Santa María de Nieva, que toca la dulzaina, y
que aprovecha uno de estos viajes del incipiente verano para sulfatar las
parras de casa.
El tablero del viejo mostrador de la
primera trastienda es de una sola pieza, así que me imagino el grosor que
debería haber tenido el tronco del nogal del que salió, por lo que no deja de darme
cierta lástima que un árbol de semejantes dimensiones fuera talado para
fabricar este mostrador u otros muebles similares. Y me imagino subido a lo más
alto de su enorme copa con alguno de mis hermanos, dominando el paisaje como si
de una atalaya mudéjar se tratara.
Chencho es de tanta confianza que él
mismo se ha preparado el pedido, metiéndose en las trastiendas como Pedro por
su casa y cogiendo el género que trae apuntado en un trozo de papel de las
estanterías o cajones. Si hay algo que no encuentra, no lo tacha para que
seamos nosotros quienes lo busquemos. Luego lo deja todo sobre el viejo
mostrador de la primera trastienda y grita desde la puerta:
-
Domingo, ténmelo preparado para después de comer.
-
¡Chencho! –le grita mi padre desde dentro-, no se te olvide sulfatar las
parras.
-
No, César, descuida que no se me olvida.
Una vez preparado y ordenado el pedido,
comienza el repaso. Mientras César lee las cantidades que él mismo ha escrito
en la factura, yo voy contando los diversos artículos, meticulosamente
ordenados en el viejo mostrador de nogal.
-
Siete docenas de bobinas Cometa –lee mi padre deprisa-, de treinta metros.
- Siete – confirmo en voz
alta.
-
Tres docenas, bobinas Herradura –continúa César-, de 400 metros, del número 40,
blancas.
- Tres -vuelvo a confirmar.
- Dos igual en negro.
- Dos.
- Veinticuatro cremalleras
nailon de 12 centímetros.
- Veinticuatro –confirmo,
después de contar deprisa.
- Treinta de 14 centímetros.
- Treinta -vuelvo a
confirmar tras contar.
- Cuarenta y ocho de 16
centímetros.
- Solo hay cuarenta y siete
– contesto contrariado.
- Vuelve a contar –ordena mi
padre.
-
Sí, son cuarenta y ocho –contesto, tras contar un poco más despacio.
- Sesenta de 18 centímetros.
- Sí, sesenta.
-
Una gruesa de imperdibles del 2/02
Me quedo parado con los imperdibles en
la mano. No sé qué es lo que tengo que contar. Mi padre se da cuenta y me lo
explica.
- Una gruesa son doce docenas, 144 unidades, en este caso
de imperdibles.
- ¿Y tengo que contar uno por uno los 144 imperdibles?
- No, mira, cada hato de imperdibles es una docena –me
explica mi padre con paciencia-. Solo tienes que contar si hay doce hatos, es
decir, doce docenas, una gruesa.
- ¡Una gruesa!
Grito tras contar las doce docenas de
imperdibles, contento por haber aprendido algo nuevo. Mi padre me lo nota y me
dice:
-
¿Ves?, nunca te acostarás sin saber una cosa más.
Tras de repasar todo el pedido, mi
padre se sienta a terminar la factura, es decir, poner los precios de venta al
público, los precios de venta al por mayor y multiplicar estos por las
cantidades que acabamos de repasar, luego sumar todas para obtener el total.
Después, mi abuelo Domingo coloca con
calma, como si de un puzle se tratara, todos los artículos dentro de una caja.
Todo encaja a la perfección, se nota que lo ha hecho cientos o miles de veces.
-
Mira, -me explica-, primero se colocan los bultos más grandes, así cabe todo
mejor, ¿ves?
Luego me enseña cómo se mide la cuerda
para liar la caja y a hacer un nudo corredizo para atarla con fuerza y fácilmente.
El último nudo es una lazada doble para desatar la cuerda sin necesidad de
cortarla y, así, poder reutilizarla, como casi todo. En los mostradores de la
primera trastienda ya hay otros tres pedidos empaquetados que esperan a que
venga a recogerlos el tendero correspondiente: Iluminado Hernández de El Oso,
Hilario Sanz de Codorniz y Tomás Martín de Mamblas.
Chencho
ha quedado en venir por la tarde, así que mi padre se va a comer. Yo me quedo
con mi abuelo, hasta que vuelvan Paco y Mari Carmen, los dos dependientes,
porque los martes no se cierra la tienda para comer, se van turnado. Mi abuela
Dolores se acaba de subir para ir preparando la comida. Hoy viene tío Emilio de
Ávila, como todos los martes, a por género para la tienda que tiene en Isaac
Peral. Como es muy pequeña, prácticamente un pasillo, no tiene casi sitio para
almacenar género, por eso, las compras se hacen en Arévalo, se reciben y almacenan
en las trastiendas, y tío Emilio viene los martes y los sábados para reponer.
Nada más llegar Mari Carmen, mi abuelo
me dice que me quede a comer con ellos. Descuelgo el teléfono y acto seguido
escucho por el auricular “¿número?”, pido
el “213, por favor”, a la telefonista,
para decir a mi madre que no voy a comer y me subo con él. Cuando llegamos tío
Emilio está terminando su comida. Le doy dos besos, me lavo las manos y me
siento delante de mi plato. Tío Emilio se baja a la tienda. Abuelo come muy
deprisa, mientras alaba las artes culinarias de mi abuela. A lo que ella
responde que con el buen apetito que tiene si le pusiera cantos, cantos comería
y diría lo mismo, que qué ricos están. Mi abuelo se ríe y me guiña un ojo: “Hay que tener contenta a la cocinera”.
Intenta darla un beso, a lo que dice apartándose: “Quita Domingo, qué cosas tienes”.
Cuando
acabamos de comer mi abuelo me da un duro y antes de irme me dice que me vaya
por la calle Avanciques porque se tarda menos. Él llama así a la calle de los muertos,
donde el señor Marcelo Tobar tiene su taller de ataúdes, de ahí el sobrenombre.
Al
pasar por delante de la tienda, veo que Chencho está cargando en la moto el
paquete que hicimos mi abuelo y yo. Tiene otros bultos en el trasportín y al
intentar subir la caja casi la vuelca. Corro a ayudarle, y mientras él
ata todos los bultos yo los sujeto como puedo.
-
Hay que atarlo bien para que no se me pierda ninguno por el camino.
-
¿Por qué te llaman “siete almuerzos”? -pregunto con curiosidad.
-
Porque cuando voy vendiendo por los pueblos –responde Chencho riendo con ganas-,
nunca digo que no a un almuerzo, ni a dos, ni a siete si fuera el caso.
-
¿Y tú sabes lo que es una gruesa?
-
Cómo no lo voy a saber. Anda que no habré comprado yo gruesas y gruesas de
hilos o de botones o de alfileres o agujas a tu padre y a tu abuelo. Pero nunca
te confundas, no es lo mismo doce docenas que catorce catorcenas.
Cuando todo queda colocado y bien
amarrado al transportín de la vieja derbi, me despido de Chencho y me voy para
casa contento por la calle Avanciques, también conocida como de los muertos,
oficialmente, Eulogio Florentino Sanz.
En
Arévalo, a 15 de mayo de 2021.
Luis
José Martín García-Sancho.
Relato publicado parcialmente en el número 144 de “La Llanura” correspondiente al mes de mayo de 2021.
Quiero
dedicar este entrañable relato, a todos los que han formado parte de “La
Llanura de Arévalo” a lo largo de estos doce años, 144 números que han salido puntualmente
el día quince de cada mes. Muchos colaboráis de forma habitual. Algunos, por
desgracia, ya no están entre nosotros. Otros ya no participan o lo han hecho de
forma puntual. No voy a citar a nadie porque siempre podría olvidarme de
alguno. Pero quiero agradeceros a cada uno de vosotros el que hayáis formado
parte de esta gran familia que hace La Llanura, a los que habéis colaborado,
con escritos, con poemas, imágenes, aportando ideas o correcciones, porque todos habéis
hecho posible esta tercera temporada de La Llanura.
En
verdad, tengo que reconocer que estos 144 números, estos doce años a doce
números por año, es decir, estas doce docenas de nuestra Llanura, realmente, han sido una gruesa muy
satisfactoria.
Y, en especial, gracias a todos y cada uno de los lectores que nos habéis seguido, apoyado o criticado, porque sin vosotros este proyecto no tendría ningún sentido.
Maravilloso, Luis. Se siente la nostalgia en cada frase.
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