martes, 10 de mayo de 2016

CENIZO


ilustración de Antonio Ojea Gallegos: Calandria, sisón y aguilucho cenizo


Los ondulados campos de Piteos son un verde océano embravecido. La soledad solo es aparente, cada cual está en su sitio: Trina el londro en vuelo, contesta la cucuruchona desde el suelo, en el terrón la terrera, en la mata el triguero, en el lindero la collalba, en el barbecho el bisbita, desde la carrasca la tarabilla, la codorniz, machacona, desde la cebada, sisea el sisón en cada salto, beben ortegas del charco, el mochuelo asomado a su agujero.
El macho perdiz cuchichía eufórico desde su lindero. Ante la presencia de un competidor que apeona por el camino con un ir venir constante para marcar su pequeño territorio, ajea cortamente para volver al enérgico piñoneo con el que intenta llamar la atención de una hembra cercana que ha puesto en él sus ojos anillados de encendido rojo. Tal vez por eso lo llaman rojo pasión. Y de sangre pues el patirrojo está dispuesto a herir a su competidor con su córneo espolón como ose acercarse más.
Acaricia el macho de aguilucho cenizo el mar de cereales con sus plumas remeras. Ha llegado unos días antes que su compañera a su territorio de cría para tomar posesión. El negro de la punta de las alas contrasta con el gris y blanco del resto del cuerpo. Otro macho, un poco más lejos, realiza el mismo vuelo rasante sobre los inmensos sembrados. No son competidores, cada cual espera a su hembra. Incluso llegarán a criar cerca para sentirse algo más protegidos. Acaban de regresar del Sahel, este invierno han tenido suerte capturando gran cantidad de langostas.
Cinco hembras perezosas de avutarda se dirigen, en poderoso vuelo, al otro lado del Trabancos donde los grandes machos ya llevan bastantes días exhibiéndose. 
No, la soledad en Piteos solo es aparente. Como recuerdo del paso humano, inclinado sobre uno de los cerros, se alza un grueso paredón partido en dos por una gran grieta vertical producida por la espada de un titán llamado tiempo. Construido con canto rodado, cal, arena e hileras de ladrillos. Aunque los hombres abandonaron el lugar hace ya trescientos años, el resto de los habitantes habituales siguen en su sitio, fieles a su territorio.
Restos del despoblado de Piteos. Foto Luis J. Martín.

La vieja encina de la cruz de hierro es testigo muda de aquellos años. Allí se mató un cura cuando se encabritó la mula que montaba y lo estrelló contra su duro tronco. Hace ya tantos años, que solo los más viejos saben por qué al árbol solitario al pie del camino de la Cebolla lo llaman la encina del cura y por qué la cruz de hierro, que sus antepasados clavaron para recordarlo, se ha incrustado en su corteza como si hierro y árbol fueran ya una misma cosa.
Han pasado dos semanas. Las hembras de cenizo ya han llegado. Uno de los machos realiza acrobacias para atraer a su compañera. Se remonta alto y, en vuelo picado, realiza barios bucles llegando, incluso, a simular un ataque a su hembra en el que casi se enganchan con las garras. Pero todo está calculado, no llegan a tocarse, demuestran su destreza para la caza. Parecen dos rapaces diferentes pues la hembra es de tonos marrones y ocres mucho menos contrastados, con los que intentará pasar desapercibida durante la incubación.
ilustración de Antonio Ojea Gallegos: Macho de aguilucho cenizo.

Han elegido una cebada de ciclo corto que ya está algo crecida. La hembra pone cuatro huevos en el suelo y tumba con su cuerpo las cañas circundantes. La espera un mes sin moverse, incubando en solitario. El macho es el encargado de alimentarla. Día a día va llevando topillos, lagartijas, gazapos, pajarillos, ratones, culebras, saltamontes… Todo vale para alimentar a su pareja durante el delicado trance de la incubación.
Este año han eclosionado tres de los huevos. Durante los primeros días, el macho de cenizo sigue siendo el que aporta las presas, la hembra se encarga de despiezarlas, repartirlas entre su prole y proteger el nido. Quince días después la hembra también caza pues los pollos, aunque aún no vuelan, ya pueden defenderse solos.
Última semana de junio. El verde mar se ha convertido en dorada mies. Un ruido monstruoso rompe la tranquilidad de la llanura cerealista. La hembra se levanta para localizar la procedencia. La cosechadora es un gigante que tiene por boca un rodillo enorme y varias filas de dientes metálicos que cortan como cuchillas y se acerca en línea recta al nido. Sus hijos, que aún no saben volar, ante tal amenaza solo pueden quedarse agazapados. Macho y hembra vuelan nerviosos por los alrededores del nido pero nada pueden hacer. La cosechadora se acerca. Devorará a sus hijos, a los que tanto esfuerzo y cariño han dedicado.
De pronto, al llegar a un palo con un trapo blanco, el gigante ruidoso y metálico gira ligeramente dejando el nido intacto. Cosechada la cebada, la pareja de cenizos ve desde el aire como una lágrima de cereal no ha sido cortada y en el centro se encuentran sus tres hijos a salvo.
Aunque no es lo habitual, el dueño de la parcela vio el nido y lo marcó con un trapo blanco para que la cosechadora lo respetara.
En Arévalo, en el día de los Comuneros de 2015
Luis José Martín García-Sancho.
Artículo publicado en el número 72 de La Llanura de Arévalo en mayo de 2015:

Los actores de este relato por orden de aparición son:
- Londro: Calandria común (Melanocorypha calandra)
- Cucuruchona: Cogujada común (Galerida cristata)
- Terrera común (Calandrella brachydactyla)
- Triguero (Miliaria calandra)
- Collalba gris (Oenanthe oenanthe)
- Bisbita campestre (Anthus campestris)
- Codorniz (Coturnix coturnix)
- Sisón común (Tetrax tetrax)
- Ganga ortega (Pterocles orientalis)
- Mochuelo común (Athene noctua)
. Perdiz roja (Alectoris rufa)
- Aguilucho cenizo (Circus pygargus) en el papel protagonista.
- Avutarda europea (Otis tarda)
- Hombre (Homo sapiens)







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