jueves, 21 de abril de 2016

ESPERANZAS

José Fabio López Sanz

José Fabio López Sanz, con su relato titulado “Esperanzas”, se hizo con el primer premio del Concurso de Relato Breve ‘100 años Cámara’, organizado en 2010 por la Cámara de Comercio e Industria de Arévalo, a través del cual se intentaba contribuir a la recuperación de la memoria histórica arevalense en el transcurso de los últimos 100 años.
Calle de Santa María

ESPERANZAS

Por José Fabio López Sanz


Mientras se lavaba con el agua fría, recordaba las palabras que su madre le repetía de niño, la limpieza no está reñida con la pobreza, mientras le frotaba con el estropajo detrás de las orejas. Cada vez que se lavaba le venían a su memoria el recuerdo de su madre y sus palabras, sintiendo tan presente el recuerdo, que a veces parecía que era su madre la que le frotaba. Después de lavarse desayunaba. Había que subir agua de la fuente, pues el cántaro estaba casi vacío. Bajaría a la tarde un momento a la fuente de la plaza de la Villa y así le quitaría una tarea a su mujer. Las sopas de ajo le habían entonado. Siempre desayunaba lo mismo. Y cada día repetía el mismo recorrido. De su casa, en la calle de Santa María a San Miguel, se encaminaba después de haberse despedido de su mujer y del chico a la cantina de la Récula, que estaba en esa misma calle. El olor del pan recién cocido llenaba la calle. El horno del señor Luciano se encargaba de ello. Era un olor agradable, aunque lo era aún más cuando asaba algún cochinillo a la manera de Arévalo. Esos días el olor despertaba todos los sentidos, al tiempo que les recordaba que había un mundo que no estaba a su alcance.
Iba todos los días a la cantina aunque no era muy partidario del vino. Su padre les había inculcado desde pequeños el rechazo al alcohol. Enemigo cruel de la clase trabajadora a la que pertenecían, les decía su padre. El resto lo hizo el criarse en la plaza de San Pedro, junto al bar Puchero, donde había asistido a infinidad de borracheras y peleas sin sentido entre los pobres hombres que intentaban ahogar o acaso nublar el sentido con el vino. Siendo el pequeño de tres hermanos había tenido el ejemplo no sólo de su padre, sino también de sus hermanos. Sólo tomaban una copa de aguardiente por las mañanas, antes de ir al trabajo. Y lo hacían, no por entonar el cuerpo, sino por tener la oportunidad de pegar la hebra en la cantina, con los suyos. Compartir inquietudes entre iguales.
Al entrar dio los buenos días al señor Paco, el marido de la Récula, bueno de la señora Saturnina, y a los cuatro o cinco que cada día ya estaban en la cantina. En el talego, llevaba el almuerzo, un trozo de pan, un trozo de tocino gordo y una cebolla pequeña.
Cuando pensaba en su vida, se sentía afortunado. Con sus veintitrés años era padre de un niño de poco más de un año. Estaba enamorado de la mujer con la que vivía. No estaban casados por la iglesia. Eso no iba mucho con sus pensamientos. No tenía nada contra los curas. De hecho mantenía una buena relación con el cura de la iglesia de Santa María la Mayor, que estaba al lado de su casa. El cura le hacía las veces siempre que tenía ocasión de la conveniencia de pasar Carmen y él por el altar. Pero Simón declinaba amablemente la invitación. Le volvía a repetir a don Ramón sus dudas sobre todo eso de la Iglesia y la Fe. Prefería charlar de cosas más cercanas con don Ramón. De los gitanos que malvivían en las chabolas de la calle del Cárcavo y en las de la calle Triana. De cómo hacer posible que comida, higiene y enseñanza estuviesen al alcance de todos sus compañeros y vecinos, y de sus hijos. Porque él, al igual que sus hermanos y su propia mujer, sabían leer y escribir. Sentía además una pasión desaforada por la lectura e incluso a veces soñaba que era escritor. Todos ellos devoraban cuanto libro, periódico o panfleto cayese en sus manos. Sus padres, que también disfrutaron de una cierta cultura, fue la mejor herencia que les dejaron. El padre de Simón firmemente convencido de la necesidad de roturar las mentes de los más humildes, como único camino para llegar al desarrollo de las personas y de la sociedad. Su padre era en cierto modo anarquista. Pero lo que más parecía era un hombre trabajador preocupado por la cultura.
Por suerte para Simón, en Arévalo había tres periódicos de distinta orientación, y otro par de ellos que aparecían y desparecían según los recursos de los que los mantenían. Él prefería sin duda "Democracia", si bien, disentía con frecuencia de alguno de los artículos que publicaban. Sobre todo los que escribía su hermano Universo, el mediano. De clara orientación socialista, trabajaba en la estación de ferrocarril, en el barrio de San Julián. Descargaba vagones de los trenes de mercancías. Entonces eran tiempos de gran movimiento de géneros de toda naturaleza. Eran numerosos los que se dedicaban a bajar y subir las mercancías desde la estación hasta Arévalo. Las industrias de Arévalo rivalizaban con las de la capital de la provincia en el volumen de mercancía transportada por el ferrocarril. Solían presumir de contar con Cámara de Comercio antes que la capital, y de mover más toneladas de géneros que los de Ávila. Universo solía decir que si eso era posible era gracias a los brazos de sus compañeros de fatigas. Dejaban la espalda y la salud descargando y cargando todo tipo de géneros.
Por eso Simón le admiraba que aún le quedasen ganas para pasar las horas de la tarde noche en la "redacción" de "Democracia". Simón sonreía cuando su hermano, Universo, se refería así al cuchitril de la plaza de Santo Domingo, que les servía para elaborar con pasión y casi sin medios el periódico del partido, como le llamaban.
Universo vivía cerca de Simón, en la calle de Santa María. Sin embargo no coincidía con él por las mañanas. Llevaban caminos diferentes. Universo subía su calle hasta la plaza del Arrabal, montado en su bicicleta y cuando cruzaba la plaza de Ángela Muñoz, cogía la calle de los Descalzos toda recta. Era el camino más corto para subir a la estación. A menudo pensaba que si hubiesen construido la estación donde propusieron los del ministerio, no se tendría que pegar esa caminata cada día. La querían hacer en los terrenos del Teso Nuevo, que luego dieron para el cuartel de la Guardia Civil. El Ayuntamiento no cedió los terrenos para la estación y para el puente sobre el río Arevalillo en la calle de los Lobos. Qué ocasión se había perdido. Quién sabe cuánto tiempo tardarían en volverse a dar las condiciones para hacer un puente nuevo en la calle de los Lobos.
Simón solía conversar con su hermano Universo por las tardes. Se encontraban en el ateneo. Entre lección y lección a los hijos de muchos de sus compañeros, y a sus compañeros mismos, cambiaban impresiones sobre lo divino y lo humano. Eran tiempos revueltos, de incertidumbre. Las noticias que les llegaban de la capital de la nación no eran ni claras ni tranquilizadoras. Firmes seguidores de la República, colaboraban activamente en las reformas sociales, laborales y educativas que proponían los de arriba. Pero Simón no las tenía todas consigo. Veía cosas con las que no estaba de acuerdo. Sufría por actuaciones que no seguían el camino que él creía más acertado. Para unos era un idealista y para los suyos, entre ellos su hermano Universo y no digamos su hermano Frutos, era blando, un intelectual le decían, casi como un insulto.
Cogió la copa de aguardiente y dio un trago. No necesitó pedirla, el señor Paco sabía lo que quería. Junto a la copa le entregó un panfleto que habían repartido el día anterior. Quería saber la opinión de Simón sobre lo que decían en él. Cuando lo estaba leyendo entró su hermano Frutos. Era el mayor de los tres. Vivía en la casa paterna de la plaza de San Pedro y trabajaba como su padre en el campo. Ahora llevaba unos años en el Lugarejo, una enorme finca cercana a Arévalo, en la carretera de Noharre, propiedad de unos de Madrid. Frutos se sentía anarquista como su padre. Tranquilo, culto y de firmes convicciones. No le pegaba, como a su padre, el oficio que había elegido para ganarse la vida con su formación. Pero al igual que a su padre no le había quedado otro remedio. Enemigo de los curas, no le gustaba ver a su hermano pequeño hablando con ninguno de ellos. Aunque fuese don Ramón, no dejaba de ser un cura, y la cabra siempre tira al monte.
Finca de La Lugareja

Frutos culpaba por igual a la Iglesia y a los ricos de las miserias de todos los de su clase. Sobre todo de la falta de enseñanza, higiene y cultura. La comida la sabrían buscar como fuese. Simón prefería no tocar ese tema, el de los curas, con su hermano. Le quería porque era su hermano el mayor, pero no compartía unas posturas tan radicales. No creía que la huelga fuese el camino para corregir las desigualdades, y mucho menos la revolución o como le llamasen, la solución a la miseria.
Tras un breve saludo, Frutos le dio las instrucciones para la tarde. Compartían los tres hermanos un pequeño cantero, por bajo del puente de Medina, y una burra, herencia de su abuelo materno. Había dado de comer a toda la familia, completando el jornal de su padre. Desde pequeños aprendieron el oficio de la huerta. Su padre les enseñó a cavar, plantar y regar. Verduras, hortalizas y sobre todo patatas eran la tabla de salvación en los momentos en los que el jornal era escaso o no llegaba a casa.
De lo aprendido de su padre habían mantenido la costumbre. Ahora las tres familias compartían el cantero, y les alcanzaba para no pasar estrecheces alimentarias. Una pequeña burra, comprada a los gitanos del Cárcava, les servía para sacar el agua de la noria para regar. Otra un poco más grande y más recia le servía a Frutos para llegarse hasta el Lugarejo cada mañana. No le gustaba la bicicleta, manías de viejo le decían sus hermanos para hacerle rabiar. Los hijos de Frutos, tres también, ya iban ayudando a su padre y a sus tíos en las labores del cantero, sobre todo los dos mayores.
Simón le enseñó a Frutos el papel que unos momentos antes le pasara el señor Paco, el de la Récula, y le pidió que lo leyese. A él no le había gustado. No eran buenas noticias. Hablaban de huelgas, disturbios, detenidos, heridos; por todo el país. Simón pensaba que eso no era bueno para ellos sobre todo. Tenía el convencimiento de que en las revoluciones siempre solían perder los mismos, los inocentes.
Simón se acabó la copa. Cambiaron impresiones entre los tres. No se ponían de acuerdo como de costumbre. Pero sus discusiones eran civilizadas, como les gustaba decir. Sin acritud, sin exaltaciones, argumentando cada cual según su capacidad y pensamiento, con mesura. A la noche cuando hablase con Universo volvería a suceder lo mismo. Otro desencuentro. A la conversación se incorporaron dos o tres de los presentes. El acuerdo no era fácil. Las situaciones de cada uno les hacían diferentes. Siendo todos iguales no coincidían en las soluciones.
Simón trabajaba en la fábrica de piñones de don Teodosio Vegas que estaba en la calle Tercias. Un buen hombre que trataba con suma corrección a los que trabajaban en su casa. Casi un padre para ellos. Les pagaba un buen jornal, no les hacía trabajar más horas de las pactadas y les solía ofrecer algún consejo con frecuencia. Por eso Simón, cuando hablaban de los patronos, excluía al suyo.
Se llegaba la hora de irse. Se despidió de todos y salió a la calle. Estaba rodeado de iglesias, pensaba Simón, una a un lado de la calle, la de Santa María la Mayor, y otra al otro lado, la de San Miguel. No era de extrañar que don Ramón le insistiese tanto con lo de pasar por el altar. Hacia ésta última se dirigía para salir a buscar la carretera que bajaba al puente Medina. Iba andando hasta la calle de las Tercias, donde estaba la fábrica. Unos cinco minutos andando. Mientras caminaba volvía a pensar en lo afortunado que era. De todos los trabajos que había en Arévalo, el suyo era de los menos sacrificados.
Ir al pinar a resinar o trabajar en el campo de a sol a sol eran trabajos abundantes en la zona, pero duros. Cuidar ovejas le apartaba a uno de la vida. Descargar vagones como su hermano, destrozaban a los hombres más fornidos. Trabajar en la nave de Jiménez con la lana, era deslomarse día tras día.
Él tenía un trabajo duro pero no tanto como los otros. Manejar los sacos con los piñones y el casquillo. Coger peso era lo normal. Llenar la tolva, después de haber humedecido los piñones para que no partiesen al pasar por los tambores. Estar pendiente de las máquinas, soportar el calor y el ruido, y ese polvillo. Luego el ambiente era otro elemento más para hacer más agradable y llevadero su trabajo. Se llevaba bien con los compañeros, casi todos mayores que él, menos los dos chiquillos encargados de las barreduras y de recoger los sacos vacíos. El contable también era mayor, mucho más mayor. Don Teodosio les trataba de manera paternal. Un buen hombre repetía Simón una y otra vez cuando hablaba de él.
Cuando llegaba a la puerta de la fábrica, Juan el encargado ya llegaba. Era el que abría y cerraba la puerta cada día. Llevaba casi toda la vida en la casa de don Teodosio, le gustaba decir. Le trataban como si fuese de la familia. Le saludó y entraron para empezar la tarea de cada día.
Tenía Simón la virtud de poder pensar continuamente en sus cosas sin perder una pizca de atención en lo que hacía. El ruido de los piñones al caer en la tolva le resultaba agradable. Luego los giros y ruidos de los tambores y las correas le proporcionaban una especie de arrullo y empezaba a soñar. Soñaba con poder coger a su mujer y a su hijo y salir camino de la ciudad. Una gran ciudad. Madrid, Bilbao o Barcelona. Cualquiera que le permitiese encontrar un trabajo para mantener a la familia y por las noches iniciar los estudios de magisterio. Su ilusión desde chico. Ser maestro y enseñar a los niños y niñas de los barrios humildes, que eran la mayoría, o de un pueblo cualquiera. Compartir con ellos las horas de enseñanza. Junto a ellos recorrer el camino del aprendizaje. Asistir al milagro que se produce cuando una persona aumenta su caudal intelectual. Ver en sus ojos el brillo de haber comprendido. Ayudarles en la desesperación de la lección que no retienen. Don Teodosio le ha hablado en varias ocasiones de completar unos estudios de contabilidad. Ocupar la plaza del contable es una oferta firme de su patrón. Cuando se retire Ángel, el oficinista, Simón ocupará su puesto si quiere. No le parece mal la oferta, pero si la acepta los estudios de magisterio los tendría que retrasar, quizás indefinidamente y con ello su sueño.
Cuántas noches hablando con su mujer, Carmen, de todo ello. La incertidumbre del camino que deberían tomar. Seguir en Arévalo, con la perspectiva de poder llegar a ocupar un trabajo mejor, con mejor jornal. Iniciar la aventura en la capital, donde están sus cuñadas sirviendo. Buscar casa y trabajo en unos momentos nada claros por las noticias que les llegaban. Conversaban continuamente Carmen y él sobre el asunto. Las dudas les asaltaban.
Luego llegó la noticia de Bilbao. Un primo de su mujer les escribió desde Bilbao. Había trabajo. Duro. En la siderurgia. Con el carbón y el hierro. Pero trabajo al fin y al cabo. Bilbao le aseguraba el trabajo, Madrid los estudios y la actividad intelectual que tanto le atraía a él y a su mujer. Barcelona suponía lo desconocido, ningún vínculo le relacionaba con esta ciudad. Solamente el convencimiento de Simón, las ciudades con mar eran más abiertas al mundo, más cosmopolitas, con una mezcla de gentes y de culturas. Y la eterna duda sobre el camino a tomar.
Seguiría pensando en las posibilidades que se le presentaban. Mientras llegaba ese día, el de partir o no, se centraba en el día a día de su intensa vida. Cuando acababa en la fábrica, bajaba al cantero. Se habían organizado convenientemente entre sus hermanos y sus dos sobrinos mayores. La producción les venía de maravilla. Luego al caer la noche, o si las tareas en el cantero lo permitían, por la tarde a última hora, su paso por el Ateneo.
Aquello era lo más parecido a la enseñanza que había conocido. Los que sabían más enseñaban a los que sabían menos o nada. Carmen también iba por el Ateneo. Ahora con el niño un poco más mayor volvía a asistir a las clases. Durante los últimos meses del embarazo y los primeros de vida del pequeño, había dejado de asistir al ateneo. Daba clases a los niños y niñas que iban por allí después de salir de sus trabajos.
Había dos Ateneos y un Círculo Cultural en Arévalo. Aparte de las consideraciones políticas, los objetivos eran muy parecidos. El de los republicanos era el más antiguo. El de los socialistas, donde iban Simón y Carmen, llevaba menos tiempo en funcionamiento. Junto con Universo y otros pocos ilusos intentaban paliar la devastación que producía la miseria entre los más desfavorecidos que eran la mayoría. La necesidad de ganar un jornal, por pequeño que fuera, y así poder ayudar en casa, hacía que los chicos dejasen la escuela demasiado pronto, si es que habían llegado a ir. Apenas sabían leer y escribir cuando la dejaban. Por eso unos cuantos, cada vez más, iban al ateneo al acabar sus trabajos a seguir aprendiendo.
Su hermano Frutos y los suyos estaban intentando preparar otro. Más acorde con su pensamiento. De momento se apañaban en una vieja casa de la calle de San Juan.
Simón estaba en el ateneo por su pasión por la enseñanza y por su compromiso con los que tenían menos que él. Pero últimamente tenía cada vez más desencuentros con su hermano, y con los del periódico.
Además vivían tiempos con escasez de trabajo. Pese a que la Unión Resinera abría una temporada más su fábrica de Arévalo, el trabajo escaseaba. Esos jornales de la resina iban a venir muy bien en el pueblo. Pero el hambre empezaba a entrar en muchas casas de Arévalo. Por eso se alegraba de la iniciativa de su hermano Universo y los suyos. Habían fundado la Cantina Escolar. Allí comían a diario muchos hijos de obreros al tiempo que aseguraban su asistencia a la escuela. Pero paralelamente a estos trabajos, Simón observaba una radicalización de su discurso. Y eso le gustaba menos.
Era algo contradictorio para él. Debería creer en la huelga como herramienta para mejorar la situación de los de su clase. Pero él veía un foco de tensión, de enfrentamiento. Desconfiaba de la violencia que presentía. Pero estos miedos no los compartía con nadie salvo con su mujer, Carmen. Sus miedos, dudas e inseguridades no le avergonzaban. Consideraba humana y vital la duda. Cuestionarse cada día todo lo que veía. Lo consideraba pieza fundamental para el progreso personal e intelectual. Como había leído a Descartes: el principio de la sabiduría es saber dudar. Pero en aquellos tiempos no muchos pensaban como él.
Uno de los pocos que compartía ideas y conversaciones con Simón era Roland, un ingeniero francés que vino a Arévalo para dirigir las obras de mejora y ampliación de la línea del ferrocarril. Hablaban de casi todo. Sobre todo de literatura, de poesía, de los muchos lugares que Roland había conocido a lo largo de su vida. La política preferían dejarla a un lado. Simón le confesó sus deseos de enseñar y su pasión más secreta, la de escribir. Se inclinaba Simón más por la prosa que por la poesía. Roland, en cambio, era un poeta de vocación. Escribía desde pequeño, si bien casi nadie conocía su obra. Uno de los pocos que había tenido la ocasión de leer los versos del francés era Simón. Se juntaban muchas tardes, junto al puente de Medina. Unas veces Roland bajaba hasta el cantero a buscar a Simón. Otras se encontraban arriba, paseando junto a las ruinas del castillo.

Huertos familiares en el puente de Medina

Roland se enamoró de los atardeceres de Arévalo desde el primer día que llegó al pueblo. Fuente de inspiración de algunos de sus versos, pero fundamentalmente, eran motivo de disfrute. Éxtasis y reflexión. Conversaciones serenas. Cambiaban pensamientos y sentimientos. El enorme disco rojo a punto de ocultarse en el horizonte. Las formas que adoptaban las nubes a veces de manera caprichosa, sugerente. Al frente esa enorme y extensa llanura, por encima de la mancha verde casi negra de los pinares. Colores, nubes, luces, sombras, todo ello les hacía sentirse pequeños, insignificantes. Nunca dos atardeceres idénticos, cada día diferente. Roland lo llamaba el milagro de lo cotidiano.
Roland le animaba a ver mundo. La posibilidad de aprender otras lenguas y poder comunicarse con gentes tan diferentes a él. Todo ello le enriquecería como persona. Simón se asombraba con los conocimientos de Roland. Al tiempo que asombraba al francés la sensibilidad y sentido común que Simón manifestaba casi continuamente.
El tiempo pasaba raudo. Uno junto al otro, hasta que el sol se ocultaba. Roland hacía preguntas sin parar sobre los trabajos del cantero, sobre las cosas de Arévalo, sobre sus gentes. Llevaba casi un año ya en Arévalo, en poco tiempo los trabajos terminarían. Una nueva obra en otro sitio. Un nuevo lugar para conocer. Se prometen mantener el contacto por carta. Incluso se citan para verse en algún momento del futuro de sus vidas en París, o en Madrid, para seguir hablando de todo lo que les atrae e interesa. Poco sospechan lo que se les avecina.
Ya casi es la hora del almuerzo y aparece don Teodosio. Les informa que cuando terminen de almorzar vendrá un fotógrafo. Se harán una foto en la fábrica. Todo el personal junto a don Teodosio y su hijo, Eduardo, un chaval de quince años. Simón no se ha fotografiado nunca, ni siquiera cuando hizo el servicio militar. Don Teodosio les coloca a todos. Supervisa hasta el más mínimo detalle. Simón a la derecha del amo, a la izquierda de éste el contable. Los zagales encargados de barrer y recoger los sacos vacíos, delante. Juan, el encargado, se colocó detrás, casi escondido, debido a su temor a la cámara. Artefacto desconocido y casi temido. Los otros compañeros repartidos entre la maquinaria, en sus puestos. El entramado de las vigas de madera y los recios pilares daban cobertura a la estampa. Los sacos repletos de piñones amontonados a la izquierda del grupo. Cuando todo estaba preparado, Simón se situó por detrás del pequeño Eduardo, el hijo del amo, como queriendo esconderse. Nunca sabría explicar la razón de su acto. Acaso timidez. Segundos de inmovilidad. Gestos serios o expectantes. Fogonazo. El resultado tardarían en verlo. Don Teodosio les comenta como de pasada que la fotografía servirá para promocionar la fábrica. Darse a conocer en el resto de España. Abrir nuevos mercados. Cualquier cosa es buena para paliar el paro que agobia últimamente a la mayoría de los trabajadores de Arévalo.
Si la promoción tenía éxito, supondría más ventas y más trabajo. Serían más las mujeres que don Teodosio contrataría para seleccionar el piñón ya descascarado. Trabajo de temporada pero que venía muy bien a las economías de muchas casas de Arévalo. Jornales de poco tiempo, pero suficientes para completar los salarios de los hombres. Ayudaban a cubrir las necesidades más básicas.
Acabada la sesión fotográfica, breve pero extraordinariamente novedosa, vuelta a la tarea. Las máquinas, sus ruidos, el trajín de los hombres, los chavales barre que te barre, es casi una obsesión de don Teodosio, no quiere ver ni un solo piñón en el suelo. Entre barrer y recoger los sacos vacíos se les iba el tiempo. Algún coscorrón se llevaba el que se despistaba de su tarea. El golpe seco les devolvía a la realidad. Les traía de sus sueños o en muchos casos de su sueño. Apenas unos niños. Recién dejada la escuela. La necesidad de las familias por arrimar otro jornal, por pequeño que fuese. Eran una de las preocupaciones de Simón. Convencerles de asistir a las clases nocturnas en el Ateneo. Completar una formación esencial para sus vidas, para su futuro.
Fábrica de piñones de don Teodosio Vegas, en el centro de la foto con traje oscuro.

Que supiesen leer y escribir con soltura. Adquirir unos conocimientos que les permitiesen valerse por sí mismos, convertirse en hombres libres el día de mañana. Preparados para evitar los manejos a los que unos y otros querrían someterlos. A duras penas consigue que asistan con cierta regularidad. Pero hay noches en las que el cansancio les puede y faltan al Ateneo. Al día siguiente de su ausencia, Simón les pedirá las explicaciones oportunas. Ellos se limitarán a encogerse de hombros las más de las veces. No caben más explicaciones. Otras veces serán los padres los que les requieran para alguna que otra hazaña de la casa. Con paciencia, Simón y Carmen intentan recuperar el tiempo perdido y aprovechar el escaso del que disponen. Verles leer con cierta asiduidad es la mayor recompensa para ellos. Saben de la necesidad de la paciencia y la constancia para la tarea que han emprendido hace unos años.
Simón continúa pendiente de la tarea al tiempo que sigue pensando en lo que le preocupa. Presente y porvenir. El día de hoy ha venido cargado de novedades hasta el momento. Primero el panfleto y después la fotografía. Piensa en la tarea de esta noche en el Ateneo, y en la charla con Roland. Pero le siguen acometiendo los pensamientos oscuros, casi negros. Miedos. Los desencuentros con sus hermanos. La falta de trabajo en el pueblo agita a muchos a los que conoce desde niño. A veces le cuesta trabajo reconocerles. No le gusta cómo se desarrollan las reuniones últimamente. Son continuos los choques entre la gente. La conversación más insignificante termina las más de las veces en violentas discusiones. Sale a relucir la política, se habla de hambre, de explotación, de abusos, de amenazas. Poco le gusta a Simón lo que presencia. Por eso su empeño, casi una obsesión, en educar. Intenta convencerles de la necesidad de reflexionar, la conveniencia de conversar sin exaltamientos. Escuchar con educación y respeto al otro. Con unas cosas y otras llega la hora de comer. En casa le esperan su mujer y su hijo. Será el único momento en el que le vea al niño despierto a lo largo del día. Luego cuando vuelva por la noche, después de acabar sus obligaciones diarias, el pequeño ya estará dormido. No se queja, pues no sabría a qué renunciar. Lo quiere todo, pero no por egoísmo, sino por ganas de vivir. Cuando su hijo sea mayor, compartirán todo el tiempo posible. Lo que no sabe Simón es dónde lo harán. Y mucho menos lo que les espera a todos ellos. Corrían los primeros meses del año 1933 en Arévalo.

JOSÉ FABIO LÓPEZ SANZ


ENLACE A LA PUBLICACIÓN DE LA CÁMARA DE ARÉVALO (PÁG. 86):
http://camaradearevalo.es/images/Pdf/libro%20web.pdf


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