DOS VIDAS
Luis José Martín García-Sancho.
(Relato publicado por la asociación de novelistas "La Sombra del Ciprés" en el libro colaborativo "AV. Conficencial", 2022)
Nadie, ni la policía, ni la guardia civil,
ni la prensa relacionó las dos muertes: un empleado de una tienda de decoración
de Arévalo, completamente carbonizado en el interior de la furgoneta de la
empresa en un camino de Sinlabajos, y una anciana encontrada dos meses después dentro
del arcón congelador de su casa en Donvidas. Nadie lo asoció.
Una tarde, dos meses antes de que doña
Angustias apareciera muerta en el arcón de su casa, entró un cliente en
“Decoraciones López” de Arévalo. Eligió las lonas y los anclajes para un gran
toldo. Quería que se lo instalaran en su chalé de la urbanización Pinar de
Puente Viejo al día siguiente. Discutía con Juan López, el dueño de la tienda,
que le decía al cliente que era imposible, pues ni él ni su empleado estaban libres
para mañana porque tenían otros compromisos ineludibles. Para denostárselo le
enseñó el libro de encargos. Juan tenía que estar todo el día en Madrid
instalando ocho estores en una casa del paseo de la Castellana. Y su empleado
tenía tres trabajos en diferentes pueblos de la comarca: cambiar una persiana
en Donvidas, instalar dos toldos en Villanueva del Aceral y colocar varias
cortinas en el lagar de Raeliegos. Hasta le enseñó la ruta que debía seguir el
empleado, utilizando caminos vecinales, para tardar menos y ahorrarse tiempo y
gasolina. Que tenía que ser para la próxima semana. El cliente, dijo que no
podía esperar y se despidió. Pero antes de que se fuera, Juan López le pidió un
número de teléfono por si acaso. El cliente le tendió una tarjeta de visita que
el tendero guardó en el libro de encargos tras anotar algo por detrás.
Al día siguiente, muy temprano, el
empleado de la tienda de decoración, recogió el libro de encargos. Al mirar la
ruta que le había marcado su jefe, una tarjeta de visita cayó al suelo, tenía
escrito por detrás: «llamar el lunes, por
si acaso». La volvió a colocar en la misma página. Comprobó que no le
faltara nada: una persiana de aluminio para Angustias Fernández de Donvidas,
las lonas de dos toldos con sus correspondientes anclajes y manivelas para el
bar de Villanueva del Aceral y seis cortinas con sus barras y argollas para el
lagar de Raeligos, cargó la furgoneta, comprobó la ruta y partió rumbo a
Donvidas.
Doña Angustias Fernández era una
octogenaria que vivía sola al haber quedado viuda cinco años atrás. Su hija
Titas solía venir a buscarla de vez en cuando y se la llevaba a su casa en
Hondarribia. Cuando el empleado llegó ya estaba esperándolo a la puerta. Le
preguntó que si no venía el jefe. El empleado contestó que estaba trabajando en
Madrid, que él mismo cambiaría la persiana. Cuando terminó de descargar todo lo
necesario, la octogenaria le volvió a preguntar que si no iba a venir el jefe.
Fue entonces, cuando el empleado se dio cuenta de que aquella buena mujer
estaba empezando a perder la memoria.
—Dígame doña Angustias, ¿cuál es la
persiana que tengo que cambiar?
—Pues la de mi alcoba hijo, ¿cuál va a
ser? Ya se lo dije al señor Juan por teléfono y vino a tomar medidas, ¿o fuiste
tú?, ay, hijo, tengo una cabeza que no me acuerdo de nada.
—¿Y dónde está su dormitorio, doña
Angustias?
—Pues ya te lo he dicho, hijo, está en mi
alcoba y la de mi Ernesto. Fíjate, ya va para cinco años que me falta y parece
que fue ayer —mientras sacaba un pañuelo de la manga y se limpiaba los ojos—. No
dejo de pensar que en cualquier momento va a entrar por esa puerta y a
acercarse a la cocina a ver qué hay de comida, ¿sabes?, mi Ernesto era muy
glotón, vaya boca que tenía. Muchas veces le decía que si piedras guisara
piedras comería, y diría que qué ricas, porque no hacía ascos a nada de lo que
yo le cocinaba. Y ahora, fíjate, estoy aquí, sola, sin nadie con quien hablar,
no siendo con la Justi, que vive ahí enfrente, pero ya no pasea ni nada, está
casi ciega la pobre y prácticamente no sale de casa. Yo, algunos días, la llamo
desde mi puerta: ¡Justi!, ¡Justi!, y ella se asoma y charlamos un rato. Que si
no, estaba más sola que la una.
—Perdone doña Angustias —interrumpió el
decorador—, por favor, dígame donde está su alcoba que tengo mucho trabajo.
—Huy, hijo, qué cosa tienes, ¿y para qué
quieres saber dónde está mi alcoba? Si el bueno de mi Ernesto levantara la
cabeza ya verías tú la tunda que te daba. En mi alcoba no dejaba entrar a ningún
hombre más que él, estaría bueno.
—Doña Angustias, usted ha encargado una
persiana porque la de su alcoba, dormitorio, o lo que sea, está rota y yo he
venido a cambiársela, me envía mi jefe Juan López, de Decoraciones López, de Arévalo.
—Huy, hijo —dijo la anciana riendo y
mostrando sus encías desdentadas—, ¿y por qué no me lo has dicho antes?, mira,
es esa puerta.
El empleado entró a una habitación oscura,
mientras la anciana no paraba de hablar tras de él. Buscó el interruptor y
encendió la luz. Pronto se dio cuenta de que algo no iba bien. Tanto en las
mesillas de noche como en la cómoda había varios montones de billetes, casi
todos de cincuenta euros.
—Señora Angustias, no debería tener tanto
dinero a la vista, podría venir cualquier desalmado y robarla.
—Huy, hijo, que cosas tienes, quién va a
entrar, si aquí no viene nadie, como mucho la Justi que no ve nada, y además se
queda en la cocina al braserillo. Los únicos que entramos aquí somos mi marido
y yo. Pero el bueno de Ernesto ya va para cinco años que me falta…
—¿Y no tiene usted hijos? —se interesó el
empleado—, ¿alguien que le haga la compra?
—Sí, hijo, claro que sí, tengo una hija,
mi Titas. Viene de vez en cuando y me hace la compra para dos meses. Lo mete
casi todo en el arcón de la cocina. Vive en Fuenterrabía, que está muy lejos,
¿sabes? casi en otro país. Mire, desde su casa se ve Francia al otro lado de la
bahía —mientras le enseñaba una foto en la que aparecían ella y otras tres
personas—. Mire esta es mi Titas, este mi Ernesto, este Aitor, mi yerno, que
tiene allí un restaurante para los turistas y los franceses, y esta soy yo
mucho más joven —dijo riendo con ganas—, fíjese que guapo era mi Ernesto y que
bueno era, un cacho pan, y ya va para cinco años que me falta.
—¡Qué casualidad! —interrumpió el
decorador mientras desmontaba la vieja persiana y la sacaba por la caja—. Mire
Aitor, su yerno, se llama igual que mi hermano pequeño.
Enseguida se arrepintió de haber hablado
de su hermano. El subcomisario Estévez, había sido muy claro con él: «Tú ya no eres Jota, Jota ha muerto, se ha
esfumado. Desde este preciso momento, tu familia ha dejado de existir para ti. Ya
no tienes familia, no debes hablar con nadie de tu pasado. Esta es tu nueva
identidad. En el dossier tienes toda la información y documentación necesaria
para tu nueva e inventada vida. Tu historia familiar, tu vida académica, los
lugares donde naciste, viviste, estudiaste o trabajaste hasta ahora. Memorízalo
y destruye el informe. Si algún día te delatas por error o piensas que alguien
ha dado contigo, llama rápidamente a este número, sea la hora que sea. Nunca se
deben dejar cabos sueltos; nunca».
El subcomisario Unai Estévez de Aranda,
era el encargado de facilitar una nueva identidad como testigos protegidos a
los a los confidentes y a los “arrepentidos”. Después del monstruoso atentado
en el que murieron varios niños, Jota no pudo más. Fue confidente de la policía
durante un tiempo y, gracias a sus delaciones, pudieron detener a casi todos los
implicados. Lo malo llegó después, cuando tuvo que dar la cara en el juicio
porque su testimonio era la única prueba que incriminaba directamente a los dos
autores y a tres de sus colaboradores. Aunque la policía siempre sospechó que
habían sido tres los autores materiales del brutal atentado. Gracias a su
declaración como testigo, pudieron acusar y encarcelar a cinco personas de la
organización terrorista. Y él tuvo que huir, renunciar a su familia,
desaparecer para siempre bajo una nueva identidad y con un nuevo trabajo como
empleado en una importante tienda de decoración de Arévalo.
Pero ya era tarde. El recuerdo de su
familia le había hecho hablar de más. Así que solo le quedaba confiar en que
aquella mujer, que empezaba a tener signos de demencia, no se acordaría de nada
de lo que habían hablado. Así que enseguida cambió de tema.
—Doña Angustias, hágame caso, no tenga a
la vista todo ese dinero. Que hay gente muy mala suelta por ahí. Guárdelo o
llévelo al banco cuando venga su hija.
—Huy, hijo, que va. Mi Ernesto decía que
el dinero, en casa. Que nadie sabe lo que puede hacer el banco con tus ahorros,
que lo mismo quiebran o defraudan al cliente y te quedas sin nada ¡Bueno era mi
Ernesto para eso!, y fíjese ya va para cinco años que me falta. Que estoy más
sola que la una sin él —mientras volvía a sacar un pañuelo de la manga y a
limpiarse los ojos—, que era mi vida, mi alegría, mi todo.
—Por favor, hágame caso. No tenga todo
este dinero a la vista…
Entonces, doña Angustias hizo algo
inesperado. Levantó el zócalo de madera que estaba junto a la cómoda y comenzó
a guardar los billetes en una especie de zulo en el muro. Cuando terminó de
colocar todos los de la cómoda le dijo al empleado que le alcanzase los de las
mesillas. Cuando se los acercó se quedó asombrado de la cantidad de dinero que
la anciana guardaba allí. Pero no quiso decir nada para no incomodarla.
Acabó de colocar la persiana. Y antes de
partir hacia el siguiente trabajo la anciana le “obligó” a tomarse un café con
unas pastas. El empleado insistió en que debería hablar con su hija del dinero
cuando viniera a visitarla.
—Bueno hijo, no te preocupes, vendrán
dentro de un par de meses para llevarme a Fuenterrabía con ellos. Me gusta más
estar aquí, pero bueno, no quiero que sufra por mí. Aunque hay veces que pasa
mucho tiempo sin que me llame ni nada —mientras se limpiaba los ojos con el
pañuelo—. Ay, si viviera mi Ernesto, otro gallo cantaría, pero que le vamos a
hacer, ya va para cinco años que me falta.
El empleado se despidió de la anciana en
la calle y miró la ruta en el libro de encargos, su jefe le había marcado el
camino vecinal de Sinlabajos para llegar antes a Villanueva del Aceral.
—Señora Angustias, un momento, por favor —dijo
asomado a la ventanilla de la furgoneta—, ¿de dónde sale el camino de
Sinlabajos?
—¡Que cosas tienes, hijo! ¿De dónde va a
salir? De donde ha salido de toda la vida del Señor. Justo detrás del corral de
la Justi. Anda que no nos hemos paseado por allí cuando veía mejor.
El empleado rodeó con su furgoneta la casa
de la Justi y tomó el camino que salía enfrente de la gran puerta carretera. Al
llegar a Sinlabajos, torció a la derecha junto a la iglesia, y luego la primera
calle a la izquierda, siguió recto hasta el final del pueblo y tomó el camino,
dejando a la derecha el que conducía a la residencia “Alcalde Gregorio García
Antonio”. Cuando llevaba recorridos unos dos kilómetros, vio a lo lejos un vehículo
todo terreno parado en medio del camino y, junto a él, a un hombre vestido de
camuflaje mirando por un telescopio montado en un gran trípode.
No había por donde pasar. Por el lado del
trípode la cuneta era demasiado profunda y por el lado del todo terreno había
una gran pila de pacas de paja. Recordó que uno de los consejos que le dio el
subcomisario Estévez fue precisamente que cuando se viese atrapado en una
calle, carretera o camino, si fuera posible, se diera la vuelta para ir por
otra ruta alternativa. Pero cuando vio a lo lejos una bandada de unas treinta
avutardas y al observador dirigiendo el telescopio hacia ellas, no se lo pensó
dos veces. Se acercó hasta el culo del cuatro por cuatro, un Hyundai terracan,
y paró el motor. Tenía el portón trasero abierto y se veía una cesta de nícalos
que parecían recién recolectados y dos garrafas.
El ornitólogo le hizo un gesto con la mano
para que se acercara. Cuando estuvo a su altura le dijo: «Mire cuantas avutardas, seguro que no ha visto nunca un animal tan
hermoso».
Al cabo de un rato un agricultor que araba
una gran parcela en barbecho, llamó al 112 porque veía una nube de humo muy
negra en la lejanía. En la soledad de La Tierra de Arévalo, nadie escuchó
gritos desesperados de auxilio.
Cuando llegó el vehículo antincendios de
Protección Civil de Arévalo, poco pudieron hacer, tardaron más de dos días en
apagar por completo el montón de pacas contra el que, al parecer, se había
incrustado una furgoneta derribando la torre de paja y ardiendo por efecto del
impacto. Ese fue el informe. En la furgoneta apareció el cuerpo completamente
carbonizado de un hombre irreconocible. Por en número de bastidor se pudo saber
que el vehículo pertenecía a Juan López y, por lo tanto, el cuerpo era el de su
empleado, Antonio Ruiz Jiménez.
Cuando cinco meses más tarde apareció un
Hyundai terracan abandonado en el aparcamiento de la T4 del Aeropuerto Adolfo
Suárez Madrid-Barajas con una manivela de toldos en su interior, nadie lo
asoció con el caso de la furgoneta incendiada en un camino vecinal de Sinlabajos,
ni con la anciana encontrada muerta dentro de un arcón en Donvidas. El todo
terreno había sido robado hacía seis meses y parecía que llevaba mucho tiempo
ahí aparcado, por la gran capa de polvo depositada sobre su carrocería. Nadie
lo relacionó.
Unos meses antes, la Guardia Civil de
Arévalo andaba un poco más atareada de lo normal. Después de la muerte por
accidente de circulación de Antonio Ruiz Jiménez, uno de los empleados de
Decoraciones López, completamente calcinado, al salirse la furgoneta del camino,
chocar contra una pila de pacas de paja, derribarlas e incendiarse, cinco días
después se había denunciado en el cuartel la desaparición de Yoana Sánchez
Huerta y, casi dos meses después, había aparecido el cadáver de Angustias
Fernández Muñoyerro dentro de un arcón congelador en su casa de Donvidas, con
un único pinchazo en la nuca, y signos de robo en su dormitorio, pues apareció
un zulo destapado y vacío.
Una tarde, justo dos meses antes de la
aparición del cadáver de la anciana en Donvidas, Antonio Ruiz Jiménez fue a
casa de Yoana Sánchez Huerta y la pidió que huyese con él. Yoana era de Horcajo
de las Torres y hacía poco que se había ido a vivir a Arévalo para
independizarse de la autoridad algo despótica de sus padres. Trabajaba como
reponedora en el supermercado “Pluma” y había conocido a Antonio unos días
antes. Los dos estaban solos. Habían quedado, habían salido, se habían
enamorado. A veces la soledad sirve de unión. Ese día, por la tarde, Jota fue a
casa de Yoana y la explicó todo lo que había pasado con pelos y señales. Casi
todo.
Le dijo que en realidad no era de Arévalo,
sino de un pueblo del interior de Guipúzcoa. Que por fatales circunstancias
había pertenecido a una banda terrorista. Nunca había matado a nadie, solo les
prestaba apoyo logístico. Pero después del atentado en el que se vio
involucrado un autobús escolar, en el que murieron varios niños, decidió
dejarlo. La única forma que le pareció segura fue convertirse en confidente de
la policía. Gracias a su intervención pudieron detener a casi todos los
implicados en el atentado. Pero tuvo que declarar en el juicio y someterse al
programa de protección de testigos para que su vida no corriera peligro. Era
eso o diez años de cárcel por colaboración con banda armada. También le habló
del subcomisario Estévez y todo lo que había hecho por él y las recomendaciones
que le hizo para salvaguardar su nueva identidad.
—Desde entonces vivo en Arévalo —continuó
Jota—, como empleado de decoraciones López, con una identidad falsa. En
realidad, no me llamo Antonio Ruiz, sino Joseba, Jota para mis familiares y
amigos a los que jamás volveré a ver.
Esta mañana después de hacer un trabajo en
Donvidas en casa de una pobre anciana con demencia, fui hacia Villanueva del
Aceral a través de caminos vecinales. El caso es que un coche todo terreno
estaba bloqueando el camino y su propietario mirando por el telescopio a unas
avutardas. Sabes que me gusta mucho la ornitología, que tengo pasión por las
avutardas. Fui descuidado, desoí las recomendaciones de Estévez y paré junto al
coche. Aquel ornitólogo me pareció inofensivo. Me dijo que si quería mirar a
las avutardas, le dije que una bandada tan grande es difícil de ver.
Le pegunté que si era de por allí, me dijo
que sí, de un pueblecito cercano a Arévalo. Le pregunté cuál, me dijo que de
Medina de Rioseco. Eso me extrañó porque Medina de Rioseco ni es un pueblecito
ni está cerca de Arévalo. El caso es que tenía una buena cesta de nícalos en el
coche, y mientras miraba por el telescopio le comenté que había tenido suerte
por encontrar tantos nícalos. Él se quedó un rato pensativo y me dijo que en su
pueblo las llaman avutardas no nícalos. No, insistí, me refiero a los mízcalos,
a los robellones, a las setas que has cogido, no sé cómo las llamarán en tu
pueblo. Él calló nuevamente. Lo que me pareció muy extraño. Metí la mano en el
bolsillo de la cazadora y, por si acaso, agarré el destornillador que aún
llevaba allí tras haber cambiado la persiana de doña Angustias. Eso me salvó. El
falso ornitólogo se abalanzó sobre mí por la espalda y, sin poder evitarlo, me
rodeó el cuello con un cable de acero, mientras gritaba en euskera «muerte a los traidores». No me lo pensé
dos veces saqué el destornillador del bolsillo y se lo clavé varias veces en la
tripa. No se lo esperaba. Cayó hacia atrás. Se dio la vuelta arrastrándose
hacia el coche gritando y pidiendo ayuda. Le rematé allí mismo.
Tuve que reponerme enseguida y pensar
deprisa. Intercambié nuestras ropas. Estrellé la furgoneta contra la pila de
pacas, lo senté en el asiento del conductor lo rocié con una de las garrafas
que llevaba en el terracan, que resultaron ser de gasolina. Me subí a la pila
de pacas y, con la manivela de uno de los toldos que iba a instalar en
Villanueva, fui dejando caer la mitad del montón encima de la furgoneta. Luego
rocié la paja con la otra garrafa de gasolina y la prendí.
Me retiré a un pinar isla algo alejado
para revisar la documentación que el sicario llevaba encima sin levantar
sospechas. El nombre me resultó familiar. Busqué en el libro de encargos que
había rescatado antes de incendiar la paja y pude comprobar que el que había
intentado matarme y el cliente que había estado en la tienda la tarde anterior
encargando un toldo, en realidad, eran la misma persona: Alberto García
González. Y, comparándome con la foto de su DNI, lo cierto es que nos parecemos
bastante.
Dos meses después Titas, la hija de doña
Angustias, encontró a su madre muerta en el arcón de la cocina y un zulo vacío
en la pared de su alcoba. Cuando la policía judicial preguntó a doña Justi que si
había visto algo extraño, dijo que no, que solo al de las persianas y a Aitor,
el yerno, que la dijo que se llevaba a la Angustias unos días a Fuenterrabía.
Pero no la hicieron caso porque se dieron cuenta de que apenas veía.
Lo que Jota no contó a Yoana es que había
recuperado el libro de encargos para llamar a doña Angustias y decirla que tenía
que volver porque se le había olvidado el taladro y lo necesitaba.
Tal y como le había dicho el subcomisario
meses atrás, no convenía dejar cabos sueltos.
En Arévalo, a treinta de agosto de 2021.

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