lunes, 29 de enero de 2018

INVIERNO EN LA TIERRA DE ARÉVALO


"Una de las hembras me ha visto pues estira el cuello, la reconozco, es Otina." (foto: David Pascual)


La blanca silueta de la última lechuza sobrevuela la plaza castellana entre la iglesia y el arco, hoy ha tenido suerte y ha capturado un topo en la explanada del río y, tal vez por eso, emite contenta una especie de chirrido entre suspiro y respiración agonizante, un sonido que confunde a la gente y la llega a asustar de forma incomprensible, convirtiendo su miedo en superstición absurda que, incluso hoy en día, castiga a criaturas inocentes, completamente inofensivas y muy beneficiosas, llevándolas al borde de la desaparición.


Lechuza (Tito alba). La SEO ha declarado a la lechuza "Ave del Año 2018" al estar desapareciendo de muchos pueblos donde era habitual (Foto David Pascual)

Clarea en el horizonte, amanece en la llanura, cuando el cárabo ulula lastimero junto a las ruinas del molino con la intención de marcar sonoramente los límites de su próximo territorio de cría. Las sombras de la oscuridad se iluminan y dejan de ser solo bultos para convertirse en imágenes con volúmenes y colores. La niebla, que se ha apoderado de la planicie durante la noche, comienza a disiparse dejando tras de sí un gélido paisaje de hielo y escarcha.
Sobre las parcelas vacías y calles desiertas del polígono industrial una silueta me resulta familiar. Ada es un damero de cinco años, una de las hijas de la mismísima Alberta, el águila imperial que, desde el corredor del Adaja, junto a su fiel compañero Aquila, están colonizando con nuevas parejas extensos territorios entre Ávila, Segovia, Valladolid e, incluso, Salamanca.


"Ada es un damero de cinco años, una de las hijas de la mismísima Alberta" 
Águila imperial ibérica (Aquila Adalberti) (Foto: David Pascual)

Hago un barrido con los prismáticos. A la entrada de varios vivares, algunos conejos reciben los primeros rayos de sol como un bálsamo anestésico. Una bandada de cientos de estorninos pintos y negros posada en un tendido eléctrico parece observar también los movimientos de la gran rapaz. Varios alborotadores rabilargos la provocan y molestan para que se vaya. Pero Ada no baja la concentración y se dirige en picado, garras por delante, hacia un punto concreto entre una retama común y un escaramujo. No parece haber nada más que pajarillos, como pardillos y gorriones molineros, pero Ada sigue con su picado hacia un punto concreto. Cuando ya casi llega a tocar el suelo con las garras, una liebre que permanecía encamada e invisible a mi óptica, da un gran salto vertical. La imperial hace un rápido quiebro con alas y cola para colocarse con las garras hacia arriba y, con la espalda casi a ras de suelo, atrapa a la liebre con su garra izquierda, describiendo después un tirabuzón en el aire y cayendo al suelo aparatosamente, para recomponerse al instante y atraparla con ambas garras. Tiene todo el plumaje erizado, especialmente en la cabeza. Impresionante. Pero no es a Ada a quien he salido a ver, así que la dejo comiendo y continúo la búsqueda.


Liebre ibérica (Lepus granatensis) (Foto: Luis J. Martín)

Tres corzos que pastaban en un sembrado situado entre dos pinares, ahora corren para desaparecer por uno de ellos. Instantes después se les oye ladrar para reagruparse. Por el escudo anal he comprobado que eran corza, corcina y corzo. Hoy están algo más agitados porque esta noche han sido atacados por dos lobos que campeaban por allí. Pero tampoco es la familia Capre a quien he salido a buscar, continúo la marcha. En el camino de las Cuarenta se ven huellas de tejón, garduña y jabalí, pero las que busco tienen tres dedos.


Corzos (Capreolus capreolus)

Las últimas lluvias parecen haber inundado un pequeño lavajo al final de un regato. Formaciones de junqueras casi bordean lavajo y regato incluso hay manchas de carrizos y aneas. Busco un punto prominente pero no lo hay, solo una alejada loma que me brindaría una mala observación a contraluz. Así que me acerco andando despacio, la vegetación apenas me deja ver el agua. Se oyen algunas avefrías y cuando logro ver la pequeña lámina de agua, decenas de patos elevan el vuelo asustados. Aunque la mayoría son azulones, logro distinguir entre ellos varias cercetas y algún cuchara. También reconozco el silbido de la agachadiza. Entre junqueras y carrizos identifico al pequeño buitrón, curioso nombre para un bicho tan pequeño, y a un reducido grupo de escribano palustre.
Una silueta sobre el terrón de un barbecho llama mi atención. Me alejo del lavajo, mientras los patos vuelven a posarse, y monto el telescopio. No se está dando mal la mañana, no, aquel bulto sobre el terrón tiene unos intensos ojos amarillos bordeados de negro que me miran y unos pequeños penachos a modo de orejas. Es un búho campestre, ciertamente, una rapaz muy difícil de observar. Pienso que estoy teniendo suerte, pero continúo pues aún no he encontrado lo que busco.
Un aguilucho lagunero hembra, un macho de aguilucho pálido, un ratonero y varios milanos reales pululan por los alrededores. Al pasar junto a un rastrojo de maíz levanto a un centenar de grullas que, a modo de espigadoras, vienen desde las lagunas de El Oso para buscar los granos sueltos tras la cosecha. Al alejarme se posan prácticamente en el mismo sitio. Me alegra verlas y oírlas, pero continúo la búsqueda.


Grullas (Grus grus)

Ahora el camino me acerca a un pinar isla. Recuerdo que allí salió búho chico en los estudios de campo que realicé hace mucho, ¡veinte años ya!, pero me pica la curiosidad y entro. Busco en los pinos de copa más cerrada. Bajo uno de ellos, unas egagrópilas, recientes por su fresca mucosidad, me revelan donde buscar, efectivamente, en lo más intrincado de la copa hay cuatro búhos chicos dormitando y en otro árbol cercano veo otros cinco. No se asustan, no les molesto. Salgo de allí no sin ver antes un grupo mixto de reyezuelos sencillos y listados junto a mitos, garrapinos y herrerillos capuchinos que no dejan de emitir agudísimos reclamos para no perder el contacto entre ellos.


Herrerillo capuchino (Parus Ater) (Foto: David Pascual)

Pero no son búhos ni pajarillos lo que busco, así que cambio de carretera y camino y, por fin, las veo junto a una pequeña alfalfa: un grupo mixto de veinticinco avutardas. Son siete machos adultos, trece hembras y cinco pollos del año: tres machos, que ya están más grandes que sus madres, y dos hembras, del mismo tamaño que sus progenitoras. Casi todas reposan, en pie, aseándose el plumaje.
Una de las hembras me ha visto pues estira el cuello, la reconozco, es Otina, la favorita de Otar. Se acerca moviendo el cuello de atrás adelante, casi como un resorte, ninguna más la sigue. Se detiene a unos trescientos metros.
- Hola Otina –digo mirando por el telescopio-, me alegra mucho volver a verte.
Otina abre la cola para contestar a mi saludo.
Instantes después baja nuevamente una densa niebla que me impide ver más allá de la punta de mis zapatos.


En Arévalo, a tres de enero de 2018.

Luis José Martín García-Sancho.

Machos adultos de avutarda (Otis tarda) en plumaje de celo (Foto: David Pascual)

Artículo publicado en el número 104 de "La Llanura de Arévalo", de enero de 2018.

Fotos:
- David Pascual Carpizo 
- Luis José Martín García-Sancho.




No hay comentarios:

Publicar un comentario