jueves, 12 de marzo de 2015

MEMORIAS DE UNA PIEDRA


Narrador de la Historia: DOMINGO
Escuchante: CESÁREO
Domingo alzó su voz pétrea para que Cesáreo, que se encontraba una columna más allá, pudiera oírle.

- Escucha Cesáreo te voy a contar algo que es más viejo aún que las columnas de piedra en las que nos alzamos sobre esta gran plaza que por aquel entonces era arrabal de una vieja villa sarracena.

Cesáreo mantuvo la mirada hacia la plaza pero los oídos atentos a lo que Domingo quería contarle.

- No muy lejos de aquí –comenzó Domingo su historia-, hay un arroyo que discurre apacible sobre la loma del Adaja. Escucha atentamente, porque estos hechos que ahora te cuento son los que dieron nombre a tal arroyo para recuerdo de sus protagonistas y ensalzamiento de sus acciones:

Dicen las crónicas que durante los últimos años del primer milenio de nuestra era, el lugar en el que se juntan el Adaja y el Arevalillo estaba dominado por una pequeña alcazaba fuertemente defendida por un ejército gobernado por un caíd, o señor del castillo, llamado Muley. La fama de la belleza de su esposa Farida había atravesado fronteras pero aún más la de su segunda hija llamada Zulema o Zoraida, que en esto hay confusiones.

- ¿Cómo puede haber dudas en el nombre de una persona histórica? –repuso Cesáreo en este punto- No veo cómo se puede dudar en un nombre que se escribe para que no caiga fruto del olvido.

- Tienes razón compañero Cesáreo –continuó Domingo-, pero en las historias que no se escriben y que pasan de boca en boca, generación tras generación, puede haber algún olvido pero que, en todo caso, en nada cambian la esencia de lo que cuentan.

- Entonces, amigo Domingo –repuso nuevamente Cesáreo-, lo que me cuentas no es historia sino leyenda. Y, si has de elegir un nombre, elije Zoraida que es nombre más armonioso y hermoso.

- Llámalo como mejor te parezca pero ten en cuenta que una buena parte de los hechos narrados por nuestros antepasados se basan en acciones que realmente pasaron aunque nunca fuesen escritas para preservarlas del olvido, aunque al pasar de boca en boca se han mantenido vivas y siguen enalteciendo a los que las realizaron.

El caso es, amigo Cesáreo, que pronto fue conocida la hermosura de Zoraida por todos los rincones tanto del reino sarraceno como del cristiano. Lo curioso del caso es que casi nadie había visto jamás el rostro de la hija de Farida y Muley por llevarlo siempre tapado con la hiyab que, como sabes, es el velo con que las mujeres musulmanas esconden su rostro por motivos religiosos. Lo que, si acaso, la hacía más buscada y deseada porque, como bien sabes, aquello prohibido o inalcanzable se hace más deseable y apetecible para el común de los mortales.

Dicen las crónicas que la hermosa Zoraida solía frecuentar el huerto que había bajo los muros del castillo, justo donde el Arevalillo rinde el tributo de sus aguas al Adaja. Allí había todo tipo de árboles, hortalizas, frutales y flores. Era un lugar agradable, fresco en verano y protegido de los vientos invernales. Solía ir acompañada de sus dos hermanas de las que las crónicas no mencionan sus nombres. Allí pasaban buenos ratos entre las risas de sus conversaciones y los gritos de  sus juegos. El huerto o jardín estaba rodeado por una tapia ni muy alta ni muy baja y vigilado por las damas que siempre acompañaban a las tres hermanas y por los soldados que, desde la fortaleza, tenían la misión de velar por su seguridad.

Una agradable tarde de finales de verano las tres hermanas y dos de las damas jugaban al escondite entre los canteros y setos del huerto. Mientras una de sus damas contaba en alto, Zoraida corrió a esconderse en el rincón más recóndito del huerto bajo un pequeño manzano. Desde allí no se veía la garita de los vigilantes. Su respiración agitada por la carrera, hacía subir y bajar su pecho. Pronto empezó a sosegarse y pudo escuchar todo lo que la rodeaba, el cato de los jilgueros, los pasos de sus hermanas y damas amigas, el roce de sus vestidos con la vegetación al esconderse. Todo parecía muy tranquilo hasta que, justo encima de su cabeza, escuchó el crujir de una fruta al ser mordida.

Zoraida se giró hacia donde procedía aquel sonido tan familiar y descubrió a un joven que, encaramado a la tapia, comía a dos carrillos una de las manzanas. Sus miradas coincidieron. Era un joven muy hermoso, el zagal más bello al que sus ojos habían mirado. Y eran muchos. A la bella Zoraida la gustaba esconderse tras una puerta entornada que daba al pasillo por el que los soldados solían pasar a hacer la guardia de la fortaleza. En su mente elegía a aquel que mejor se ajustara a sus sueños de marido, compañero o amante. Tenía echado el ojo a dos o tres que no la desagradaban, pero este joven de la tapia les daba cien vueltas a todos ellos. Sus ojos marrones, su cabello ensortijado, su sonrisa burlona le hacían tener algo especial. Sus entrañas la dieron un vuelco. Se quedó un buen rato mirándole, sin articular palabra, aunque tampoco hubiera sabido qué decir.

Los pasos cercanos de la dama que velaba en el juego hicieron que el zagal se descolgara de la tapia hacia afuera mientras susurraba “mañana”. Zoraida no escuchó la carrera de aquella dama ni sus palabras “por Zoraida”. Estuvo toda la noche pensando en el joven y en qué habría querido decir con mañana. Pero estaba dispuesta a averiguarlo aunque lloviese, granizase, tronase o se levantara el vendaval más violento. Si ese “mañana” era lo que pensaba, le sobraban horas a la noche para que el alba disipara la oscuridad.

Se escondió en un bolsillo la pulsera con la que su madre la había obsequiado en su décimo quinto cumpleaños y, con la excusa de ir a buscarla al huerto, convenció a una de sus damas para que la acompañara. Pidió a ésta que buscara en dirección contraria mientras ella lo hacía por las tapias traseras.

Allí estaba la bella Zoraida, en el huerto de la junta de los dos ríos y según se acercaba al pequeño manzano notaba como el corazón comenzaba a palpitarla con fuerza, como si se fuera a salir del pecho en cualquier momento. Miraba debajo del manzano, sobre la tapia. Nada no había ni rastro del zagal. De pronto escuchó de  nuevo el crujir de una manzana al ser mordida, levantó los ojos. El joven desconocido estaba encaramado a las ramas del manzano. Se descolgó junto a ella y, con sumo cuidado, le apartó la hiyab que cubría su rostro por debajo de los ojos. El muchacho se quedó tan perplejo ante tal hermosura que dejó caer la manzana que llevaba entre sus dedos. No decía nada, ni siquiera se movía, parecía haberse convertido en una estatua.

Se oyeron las voces de la dama de compañía que buscaba a Zoraida. El zagal no reaccionaba, no se movía, no intentaba huir. Así que la joven mora decidió ir al encuentro de la dama para que no descubriera a su inmóvil amigo. No llevaba ni diez pasos dados cuando se dio la vuelta y, tras una breve carrera, se acercó de nuevo al muchacho y, tras besarle en los labios, le dijo susurrándole al oído, "mañana". Cogió la manzana mordida del suelo, la mordió también y se la puso en la mano a su bello y mudo desconocido. "Ya he encontrado la pulsera". Gritó mientras salía al encuentro de su dama de compañía.

Y así, todas las mañanas Zoraida y Martín, que al parecer así se llamaba el zagal, se reunieron bajo el manzano entregándose el uno al otro con una pasión sin freno. Pronto Martín la confesó que era un militar cristiano que estaba en el pueblo en misión de reconocimiento porque tenían pensado conquistar aquella plaza gobernada por el caíd Muley, el padre de Zoraida. Pero que no tenía nada que temer que sus capitanes siempre habían respetado a los habitantes de los pueblos conquistados y que dentro de poco, cuando todo acabara, podrían vivir tranquilos, felices y en paz para toda la vida rodeados de todos sus hijos.

Con el tiempo, Zoraida contó con la complicidad de sus hermanas y sus dos damas amigas. Pero, desgraciadamente, un mal día de principios de otoño, uno de los militares encargados de vigilar la fortaleza los descubrió en el huerto desde su garita. Él amaba secretamente a Zoraida y se puso tan celoso que corrió a decírselo al caíd Muley. El padre, furioso, se sintió engañado y humillado por su hija. Tenía mejores planes para ella que casarla con un vulgar zagal de la villa, así que encerró a su hija en la alcazaba y ordenó buscar al muchacho, ofreciendo una sabrosa recompensa para el que se lo entregara vivo.

Cuando se enteró Martín pensó que se iba a volver loco sin ver a su amada. Así que cabalgó todo el día y toda la noche hasta llegar de madrugada al campamento que dirigía su padre, capitán del ejército del rey cristiano. El muchacho contó a su padre lo que le había sucedido con la bella Zoraida y todo lo que había averiguado sobre la plaza sarracena. Sus puntos fuertes, sus puntos flojos, sus debilidades. El padre se apiadó de los sinceros sentimientos de su hijo hacia la joven mora y en tres días se presentaron delante de la fortaleza para intentar negociar con el caíd Muley, quien dijo que antes de rendir la plaza a los infieles preferiría morir con toda su familia dentro del castillo.

Entonces el joven Martín descendió de su caballo y se arrodilló delante de aquel hombre pidiéndole, suplicándole que al menos dejara libre a su hija Zoraida que él se encargaría de ofrecerla la mejor vida que un padre pudiera desear para una hija. El caíd se enojó tanto que hizo encabritar a su caballo y casi arrolló al joven Martín. El ejército cristiano situó su campamento junto a un arroyo en una pequeña loma desde la que se divisaba la fortaleza, sitiaron la plaza y exigieron al caíd que dejara en libertad a la bella Zoraida.

Al día siguiente el padre de la joven se acercó a caballo hasta el arroyo donde los cristianos habían levantado su campamento y, dejando caer a las aguas el cuerpo sin vida de Zoraida, advirtió a los soldados que cualquiera que osara enfrentarse a su autoridad correría la misma suerte que la de su joven y querida hija.

Tres días más tarde los soldados tomaron la ciudad. Para recordar a la mora Zoraida, levantaron un puente en el lugar donde el padre arrojó el cadáver de su hija. La ciudad conquistada fue Arévalo y al arroyo desde entonces se le conoció como Arroyo de la Mora.


Castillo de Arévalo desde el puente de la Mora. Foto Luis J. Martín
- ¿Tú crees que esto pasó de verdad? -preguntó Cesáreo interesado.

Pero no obtuvo respuesta pues su compañero Domingo había vuelto a quedarse petrificado y sus palabras resonaron como un eco entre las columnas de la plaza del Arrabal.

Arévalo, a once de marzo de 2015.

Basado en una leyenda real... o ficticia, ¿quién lo sabe?



Puente sobre el arroyo de la Mora. Foto: Luis J. Martín
Por Luis José Martín García- Sancho

1 comentario:

  1. Bonito relato, real o inventado? no importa, para mi ha sucedido, me ha gustado.

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