lunes, 19 de enero de 2015

LA CIUDAD DE LAS TORRES


 
Cigüeña blanca. Foto: David Pascual Carpizo

 
         Amanece. El sol comienza a calentar el aire en la laguna del Hoyo. Un velo de vapor se eleva sobre la somera lámina de agua parcialmente helada. La escarcha se acumula en mi plumaje. He pasado toda la noche sobre la pata derecha, con la cabeza y el pico escondidos entre las plumas del pecho. Empiezo a desperezarme con calma. Me atuso el plumaje del dorso con las pinzas rojas de mi pico. Estiro la pata izquierda y el ala derecha, luego repito la operación con las extremidades opuestas. Me sacudo, un escalofrío me recorre espalda ahuecando las plumas y facilitando que el aire fresco de la mañana oree mi piel.
          Me llamo Ciconia y llevo varios días en este humedal descansando y reponiendo las fuerzas perdidas tras regresar de África. El destino final está muy cerca. Sobre la espadaña del pueblo cercano se oye el crotorar de una pareja que declara a los cuatro vientos la propiedad de su nido. Sin saber muy bien por qué, decido continuar viaje. El incipiente sol provoca una columna de aire que se eleva sobre la laguna. Con una decena de aleteos adquiero la altura necesaria para planear describiendo círculos ascendentes. En muy poco tiempo me remonto lo suficiente como para poder observar el río que parte en dos la llanura por la que serpentea apacible hacia el norte acompañado por pinares, únicos bosques existentes entre las inmensas tierras de cultivo. Me dejo caer planeando, siguiendo el cauce del río.
          Enseguida diviso mi destino: La ciudad de las torres. Entro planeando sobre la amplia avenida. Hacia el alba se alzan dos depósitos de agua, uno de ellos coronado por un nido. Pero no es el mío. Comienzo a aletear para mantener altura. La gran torre del Salvador se alza en medio de la ciudad sobre una pequeña plaza. Donde antes se encontraba el único nido de la localidad, ahora se levantan otros cinco. Alguno de ellos ya está ocupado. Tampoco es mi destino. A pocos metros de allí la pequeña torre de Santo Domingo, que se abre hacia la gran plaza, acoge otros tres nidos. Antes hubo dos más sobre la espadaña de su entrada principal pero hombres, ayudados por grúas, los derribaron y pusieron en su lugar unos alambres que dan calambre. Para justificar su acción, dijeron que las cigüeñas allí instaladas manchaban y molestaban.
Vista de Arévalo, "La ciudad de las torres". Foto David Pascual Carpizo.
 
           Recorro toda la plaza hasta llegar a la torre de San Juan donde hay otro nido muy destartalado que aún no está ocupado. Prosigo por la estrecha calle de los viejos palacios. Sobre las ruinas de uno de ellos una pareja de compañeras crotora agresivamente al verme sobrevolar su hogar.
           Ya estoy muy cerca. Aleteo con fuerza para elevarme hasta mi destino: la torre de Santa María, coronada por otros cinco nidos. Descuelgo las patas, abro la cola en abanico para posarme con suavidad en el nido de la esquina noroeste donde Cigo, mi joven compañero, me espera crotorando con alegría. Ambos abrimos ligeramente las alas, levantamos la cola y castañeamos el pico una y otra vez hundiendo la cabeza en el dorso. Es reconfortante llegar a casa después de un largo viaje y comprobar que alguien te espera. Proclamamos una y otra vez nuestro amor y la propiedad de nuestro pequeño territorio. Cigo me acaricia suavemente con su pico las plumas de la cabeza y del cuello. Yo le dejo hacer, erizando el plumaje en señal de aceptación.
          Luego nos dejamos caer hacia el castillo, donde se juntan dos ríos, para atrapar todo tipo de peces, ranas e invertebrados tanto en el cauce como en sus orillas y alamedas. Enseguida empezaremos a retocar el nido. Continuarán las cópulas, sonoras y apasionadas, que darán comienzo a una nueva temporada de cría. Después de poner entre tres y cinco huevos, Cigo y yo nos turnaremos en la incubación que durará unas cinco semanas. Cuando los pollos hayan eclosionado, seguiremos con los relevos para no dejarlos solos en ningún momento pues, al principio, necesitan nuestro calor y protección. Mientras uno va en busca de comida el otro se queda regurgitando lo que lleva en el buche para alimentar e hidratar a nuestros hijos.
          Esto que ahora parece fácil, al principio no lo fue tanto. Hace años que Geñín, mi primer compañero, murió en tierras africanas. En realidad, Geñín y yo fuimos la segunda pareja que anidó en esta ciudad. Nos costó trabajo pues Blanco y Alba, la única pareja residente por aquel entonces, intentaba expulsarnos. Cada vez que colocábamos los primeros palos de nuestra casa, llegaban ellos y, con gran agresividad, nos atacaban y arrojaban las ramitas al vacío. Eran crueles y solitarios, querían toda la ciudad para ellos. Fueron tiempos difíciles. Tuvimos que construir el nido en la esquina noroeste de la torre de Santa María porque era el único punto que no se veía desde el suyo, situado en el chapitel de la Torre del Salvador.
          Después se fueron instalando más y más parejas hasta que la agresividad de Blanco y Alba disminuyó. Hasta seis nidos llegó a tener mi torre. Uno de ellos estaba ocupado por la ladrona. Era una cigüeña que se había instalado en el chapitel de la torre. Era vaga y tenía la mala costumbre de no ir a recoger ramitas al campo como hacemos todas. Esperaba a que, con el ir y venir de sus vecinos en busca de material para retocar nuestros hogares, uno de los nidos de la torre se quedara vacío para robar las ramas frescas y recién colocadas. Un día, mi compañero Cigo la pilló con el pico en las ramas de nuestro hogar y la dio tal paliza que no volvió a aparecer por la torre, su nido acabó perdiéndose y ahora sólo hay cinco nidos en Santa María: uno en cada esquina y otro en el chapitel, donde antes había dos.
         Hace tan sólo 25 años, las cigüeñas estuvimos a punto de desparecer de la ciudad de las torres. Sólo sobrevivía una pareja. Ahora, afortunadamente, nos hemos recuperado y somos 17 las parejas que nos reproducimos en este bello rincón de la llanura. Pero esto no significa que estemos fuera de peligro y que la situación pueda darse la vuelta en cualquier momento.
           En los altos campanarios ya no tañen las campanas. Su sonido se diluye en el pasado. Afortunadamente, el crotorar de las cigüeñas, que también estuvo a punto de perderse, permanece vivo para recordarnos que en la ciudad de las torres, hace muchos años, cigüeñas y campanas cantábamos a dúo. Ahora, quieren silenciar también a las cigüeñas porque dicen que dañamos a las torres. Primero dejaron que las campanas enmudecieran, ahora quieren que nosotras también callemos. Tal vez, pretendan convertir a la ciudad de las torres en la del silencio.

        

En Arévalo, a 11 de enero de 2012.

Por: Luis José Martín García-Sancho.

Publicado en "La Llanura de Arévalo" Nº 33 de febrero de 2012.

6 comentarios:

  1. Gracias Juan Ramón. Me alegra que te guste, especialmente a ti que dedicas tanto tiempo a la observación de las aves.

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  2. Qué tiempos aquellos cuando censábamos los nidos de Cigüeña Blanca.

    Caco

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  3. Solo había 25 nidos en toda la comarca de La Moraña y Tierra de Arévalo. Censamos diez años consecutivos hasta superó la cifra de 74 parejas y una productividad media de dos pollos y pico y entendimos que estaba fuera de peligro. Qué tiempos, sí señor.

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  4. Muy bonita, Luis.

    Juan Prieto

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    1. Gracias Juan, más viniendo de una persona que ha dedicado tanto tiempo a las cigüeñas.

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