martes, 19 de noviembre de 2019

EL AGUA, LA SANGRE DE LA TIERRA





                  
 José Luis Díaz Segovia.

         La vida surgió en el agua y sin ella no sería posible. El 70% de nuestro Planeta es en realidad agua, prácticamente la misma proporción que ocupa en nuestro organismo. El volumen de agua es siempre el mismo. Es un ciclo permanente: el agua se convierte en vapor y regresa de nuevo en forma de lluvia. Sin embargo, sólo el 3% de agua de La Tierra es dulce. De este porcentaje, el 98% está en los hielos de los casquetes polares y glaciares de las montañas. Es decir, una mínima parte es la que se encuentra en los ríos y arroyos, en los lagos y lagunas, y sobre todo en los acuíferos. A lo largo de la historia, el ser humano ha valorado la importancia del agua y lo ha gestionado con sabiduría. Pero en la sociedad moderna el uso que hacemos de este preciado líquido es absolutamente demencial. Despilfarramos agua, la derrochamos de un modo irracional e inimaginable. Y no sólo eso, envenenamos este preciado bien que la naturaleza nos ofrece de forma gratuita, sin darnos cuenta de que los más perjudicados somos nosotros mismos, porque al final terminamos bebiendo la mierda que va a parar al suministro de agua doméstica. Las reservas de agua dulce no son ilimitadas, como piensa la mayoría de la gente. Y tampoco están repartidas de modo homogéneo. Durante millones de años los procesos geológicos han condicionado la existencia o no de agua en ciertas zonas del Planeta, pero el hombre ha contribuido notablemente a acelerar los desajustes hídricos, talando las selvas y los bosques, que absorben la humedad y favorecen las lluvias, desecando lagos y lagunas, transformando terrenos de secano a regadío, construyendo inmensas áreas de ocio e instalaciones que precisan de gran cantidad de agua. En la mayoría de los países en vías de desarrollo la escasez de agua implica pobreza. Un habitante de Africa o de Asia consume una media de cinco litros al día, teniendo para ello que recorrer en ocasiones varios kilómetros a pie hasta el pozo más cercano. En el lado opuesto esta el ciudadano norteamericano, que gasta cerca de 600 litros diarios, o el europeo, que utiliza entre 200 y 300 litros.


         Por otra parte está la agricultura y la industria, que se llevan la palma en lo que a gasto de agua se refiere. Y la demanda crece sin parar. El problema es que una vez utilizada, el agua es devuelta sucia y contaminada a los ríos. Son millones las toneladas de residuos y productos altamente tóxicos que se arrojan cada año sin contemplaciones a los cauces fluviales, a los mares y océanos. Y también en las tierras de cultivo, con sustancias que se infiltran hasta los acuíferos, cada vez más dañados por los pesticidas, plagicidas, etc. La naturaleza posee mecanismos propios para regenerar la calidad de las aguas hasta cierto punto, pero no en los niveles de agresión a los que la estamos sometiendo.
         Qué paradoja la del ser humano, fascinada por las cristalinas aguas del manantial, por el rumor del arroyo que baja de las montañas. Por la nieve y el hielo, por los glaciares, por la lluvia y el rocío... Y sin embargo, que actitud tan irresponsable y necia mostramos hacia este maravilloso don que tanto nos atrae, que nos gusta tocar y sentir, pero que se nos escapa entre los dedos, quizá para enseñarnos qué estúpida es la soberbia humana, esa idea que tenemos de poder poseer y dominar la naturaleza, sin ser conscientes de las consecuencias que acarreará nuestro comportamiento.



                                      LOS RIOS ABULENSES

         Los ríos abulenses nacen en los sistemas montañosos o en sus estribaciones, alimentados por la nieve que se acumula en las cumbres, o por la lluvia que cae en las vertientes de las cuencas.
         El caudal de los ríos varía según las condiciones climatológicas, tipo de escorrentía o características del suelo, las rocas, la cubierta vegetal, etc. Es sabido, por ejemplo, que la presencia de abundante vegetación en las riberas es capaz de absorber gran parte de la lluvia, aunque esta es devuelta de nuevo al cielo con la evaporación, cerrándose así este ciclo constante. El agua no evaporada se infiltra en el suelo, y es utilizada por las plantas para su crecimiento. El resto surge a través de manantiales y va a parar a los arroyos.
         Para los animales y vegetales, la temperatura del agua es fundamental. En las cabeceras fluviales esta es, paradójicamente, más fresca durante el estío, y más templada en invierno. En su descenso, el agua se va calentando, aunque la construcción de presas modifica el régimen hídrico natural de los ríos.
         Los ríos abulenses tienen una temperatura que oscila entre los 12º y los 20º, y discurren generalmente por zonas graníticas, aunque también sobre suelos silícicos. Las aguas son blandas, con bajo contenido en sales minerales, un factor que determina la presencia de muchos organismos acuáticos. Otros, en cambio, prefieren las aguas duras, sobre todo los crustáceos, cangrejos, etc, que la necesitan para formar sus caparazones.


         La concentración de nutrientes en el medio hídrico (fósforo, nitrógeno o silíceo) condiciona el desarrollo de la vegetación ribereña, que utiliza los mismos en el proceso de síntesis de la materia orgánica. El oxígeno de las aguas procede de la atmósfera, en el contacto de esta con la superficie del cauce, y es imprescindible para la respiración de los organismos acuáticos. Algunas especies que viven en agua corriente, como la trucha, requieren de mucho oxigeno, pero la contaminación favorece los procesos de eutrofización. Las plantas crecen desmesuradamente, y al descomponerse consumen más oxígeno del que el agua recibe. Y esta circunstancia limita la vida.
         Las riberas de los ríos son un maravilloso oasis, y la vida que se desarrolla en torno a ellas es el mejor bioindicador de la pureza de esta. Cañizares, carrizos, espadañas, junqueras, ranúnculos son parte esencial del equilibrio natural de los ríos. La intensa actividad humana ha transformado sin embargo nuestras riberas, aunque todavía podemos encontrar ejemplos interesantes de vegetación palustre. En los tramos altos crecen mejor los chopos, avellanos o abedules, si bien, estos últimos son muy escasos en la provincia de Ávila. Pero si hay una especie asociada a las arterias fluviales, es el aliso, que jalona las orillas de muchos ríos abulenses. Un árbol que fija el nitrógeno, un compuesto imprescindible para el resto de las plantas ribereñas. Zarzas, helechos y espinos ocupan el espacio donde esta especie ha desaparecido. El aliso y el fresno prosperan con rapidez y relativa facilidad, gracias a la alta humedad del suelo junto a los ríos, y forman los llamados bosques de galería. Sauces y mimbreras suelen crecer junto a ellos. En los tramos más bajos predomina el álamo.
         Los árboles disminuyen el efecto erosivo en las márgenes y mejoran la fertilidad de los suelos. Además, las ramas sombrean la superficie del agua, pues la insolación directa perjudica a muchas especies hidrófilas. Por otra parte, muchos animales encuentran cobijo y alimento entre la fronda.


         Alrededor del agua o dentro de ella, se desarrolla una increíble actividad vital, con la presencia de innumerables organismos, desde los invertebrados, algunos microscópicos, hasta los mamíferos superiores. Así, hay criaturas que no sobrepasan los 2 ó 3 mm. Otros diminutos insectos son bien conocidos por los pescadores, como las gusarapas o los canutillos, que viven bajo las piedras y sirven de alimento a muchos peces. Libélulas y caballitos del diablo vuelan sobre la corriente y entre las plantas. Pero también hay cangrejos y caracoles, aunque cada vez menos debido a la contaminación de las aguas.
         Estos macroinvertebrados soportan la fuerza de la corriente, y tejen filtros que captan el plancton que les sirve de sustento. Entre las comunidades piscícolas están los ciprínidos, como barbos, bogas, carpas, bermejuelas, o cachos. La carpa vive en aguas remansadas, incluso turbias, tolerando bien la escasez de oxigeno. En la época de reproducción otros remontan el curso de los ríos, como por ejemplo el barbo y la boga. La trucha lo hace hasta dos veces al año, en primavera y otoño, salvando las tumultuosas gargantas de Gredos.
         Los anfibios, como las salamandras, ranas, o tritones se alimentan de los pequeños invertebrados y alevines. Pero a su vez son presa de los reptiles.
         Un ecosistema tan pletórico es frecuentado por las aves, que permanecen de forma ocasional o sedentaria junto a las riberas, sobre todo las que comen peces o invertebrados. Las más representativas son el mirlo acuático, el andarríos, el martinete, la garza real, el martín pescador, el chorlitejo chico, la cigueñela, las lavanderas y el cormorán. También la gaviota reidora, el avión zapador, la curruca, el pinzón, el escribano, el herrerillo, el carrizero, etc. Y otras aves acuáticas como la focha común o el ánade real, que se alimentan de plantas.


         Por último, los mamíferos y entre ellos la recelosa y huidiza nutria, que habita en los lugares más recónditos de los ríos. El zorro, el jabalí, el tejón, la garduña, el lirón careto, los pequeños roedores, y en general la mayoría de los animales muestran especial querencia por las orillas y zonas lacustres abulenses, a las que cada otoño acuden agotadas las incansables viajeras aladas, como las grullas y las anátidas, dispuestas a afrontar el cálido invierno de nuestras tierras, mucho menos severo sin duda que el de las latitudes de donde proceden.


Las imágenes son propiedad de José Luis Díaz Segovia.







No hay comentarios:

Publicar un comentario