Ayer quedé con mi amigo el corzo.
No faltó a la cita.
Acudió con su nueva corona envuelta en terciopelo. Promesa
de amor de verano.
Le vi pasar por debajo del camino cuando me bajé
del coche a hacer una foto de Cantazorras. La luz del crepúsculo teñía de
naranja el cerro calcáreo, sobre el profundo valle del Adaja. Las
copas de los pinos del Orán se proyectaban en la ladera de enfrente, festoneando de sombras la luz de la tarde. Las ramas desnudas del soto tamizaban
la escasa claridad sobre las aguas color caramelo del río.
Después de hacer la foto, bajé por la ladera por si aún podía verle. Imaginé que habría huido. Pero mi sorpresa fue que me estaba
esperando, mirándome directamente, de frente.
¿Os habéis fijado que los picos de las rutilantes y
monárquicas coronas imitan las cuernas de mi amigo?
Estuvimos charlando un rato en completo silencio. Mientras
ramoneaba y pastaba tranquilamente, me dijo que los cazadores le habían dejado
solo, que mataron a su hija corcina y su pareja corza.
No supe que contestarle.
Después se giró, me miró una última vez, y desapareció
entre la espesura y la incipiente oscuridad de la noche.
No le seguí. Me di cuenta que había dejado el coche
en marcha, arriba en el camino, con Jara dentro.
Su culo blanco, fue lo último que vi.
En
Arévalo, a veintisiete de enero de 2020.
Luis
J. Martín.
"Me dijo que los cazadores le habían dejado solo, que mataron a su hija corcina y su pareja corza."
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