jueves, 15 de diciembre de 2016

CULTURA PINARIEGA

JOSÉ MARÍA LARA SANZ 

Texto y Fotos Luis J. Martín

En otros artículos ya he escrito sobre la riqueza forestal del corredor del Adaja, los valores naturales, ecológicos e hidrogeológicos de tan importante espacio. Pero hoy quiero contar su valor cultural.
Hace poco ha caído en mis manos una joya, el libro “Los trabajos y los días de Silvestre Molona y Eufemia Palacín” del zarceño José María Lara Sanz. En él relata pormenorizadamente la vida y las costumbres en el vecino municipio vallisoletano de La Zarza a lo largo del pasado siglo.

Hoy quiero basarme en una pequeña parte de este libro para relatar la riqueza cultural del pinar, todo lo que este bosque ha representado para el hombre, todo lo que nos ha dado a lo largo del tiempo, en unos años no tan lejanos.
En cuanto a las tareas culturales del pinar en aquellos años, ante la ausencia de viveros, empezaba con la siembra de piñones. En poco tiempo se formaba una apretada pimpollada. 
A los diez años se hacía una primera entresaca, aunque aún se dejaban más pinos de los estrictamente necesarios para el normal desarrollo del árbol por si acaso había bajas en esta frágil edad de pimpollo.
Cinco años más tarde, es decir, a los 15 años de la siembra se realizaba una segunda entresaca y una primera olivación consistente en podar las ramas más bajas de los pinos para ir dándolos la forma deseada para su explotación. Estos pinos de quince años reciben el nombre de quinzales y eran utilizados como viguetas para el armazón de los tejados. Estos trabajos eran siempre realizados en invierno para evitar el sangrado del pino y, por tanto su debilitamiento.
Cada cinco años se repetían las olivaciones hasta dar a la copa del pino su forma definitiva: de cono truncado en los negrales o resineros  y redondeada en los albares o piñoneros.  En los pinos resineros se solía empezar el sangrado a los 50 años, cuando alcanzan los 20 cm de diámetro, en cambio los piñoneros son productivos desde la fase de pimpollo, con unos ocho o diez años.
José María Lara nos habla de la organización humana en el pinar: Empezaba por los propietarios que podían ser ayuntamientos o particulares. Luego estaban los trabajadores del pinar, llamados pinariegos y que estaban especializados, podían ser resineros o piñeros. Y también los encargados de velar por el pinar: los guardas forestales y los ingenieros de montes que en el pasado siglo vivían en el propio pinar. A todos estos trabajadores habría que añadir los obreros eventuales.
El resinero contrataba sus trabajos con el administrador de la industria resinera, que le pagaba por los quilos de miera (resina) entregados al final de la campaña. Solía ser trabajador autónomo, cuyas habilidades pasaban de padres a hijos, y explotaba una mata de entre 3500 y 4500 pinos.
Al pino se le explotaba durante 20 años. Se le iban abriendo caras, hasta cuatro, para provocar el sangrado que era recogido en los potes. Y en cada cara se hacían hasta cinco catas empezando siempre por la parte más baja del tronco. Para estos trabajos de resinado se utilizaban diferentes herramientas y utensilios tanto para provocar el sangrado como para recoger la miera. Hacha, azuela, media luna, escoda, grapas para conducir la resina al pote, puntas para sujetarlo, burra para los cortes más altos y árganas, cántaras o toneles para recoger la miera.

La sociedad albar era algo más compleja, los piñeros se quedaban con la explotación de las piñas de los pinos albares mediante subasta, y el dinero necesario para ello solía ser adelantado por un intermediario, entre estos trabajadores y la industria piñonera. Por lo que a veces se pillaban los dedos y los beneficios no eran los esperados. Sus utensilios principales eran el burro, que era el tronco de un pino joven acabado en horca, al que se le habían dado varios cortes a modo de escalera y un varal por el que subían a los pinos y con el que tiraban las piñas más altas. La unidad de medida era la quina, cinco piñas, y una carga estaba formada por 51 quinas, es decir 255 pinas que era el peso que podía transportar un animal de tiro, generalmente, burro o mula.
Una vez sacados los piñones con los restos de las piñas y trozos de leña, el piñero convertido a carbonero hacía carbón de piña, muy demandado en las ciudades como combustible para las calefacciones o braseros.
Cada cierto tiempo se producían talas en el pinar, aproximadamente cada 70 u 80 años. La corta solía ser contratada por un maderista. Para talar el pino se utilizaba el hacha de doble cara y era derribado por los golpes alternativos de dos leñadores situados en caras opuestas del pino. Una vez derribado el pino se le despojaba de la copa, se le desroñaba, y se le cortaba en trozas con el tronzador, una rudimentaria sierra con dos mangos utilizada por dos hombres.
De la copa se sacaba la leña, ya fueran cándalos o ramera, para glorias, hornos o fabricación de carbón vegetal. Del pino se aprovechaba todo, resina, piñón, cáscara, piñotes, tamuja, seroja, roña, quinzal, trozas, cándalo, ramera... ya fuera para combustible, para obtener compuestos químicos o como material de construcción.

En otras ocasiones he escrito sobre el valor natural, ecológico o hidrogeológico del corredor del Adaja y sobre lo frágil que es este espacio vivo que carece de protección. Con este artículo basado en el trabajo documental de José María Lara, pretendo reflejar la cualidad humana de este espacio forestal, su valor histórico, patrimonial, cultural. Ya he dicho de forma reiterada que es una lástima que en una comarca tan deforestada como la nuestra se tenga tan poco apego al árbol en general y al pinar en particular. A veces me duele escuchar comentarios tales como que el pinar no es un bosque, que cuatro pinos viejos no tienen ningún valor, que lo mejor que se puede hacer con los pinares es talarlos y reconvertirlos en urbanizaciones, campos de golf, graveras, complejos turísticos... Lo cierto es que a lo largo de mi vida he oído muchas tonterías. Me resulta contradictorio e incomprensible que todo pretendido progreso venga a afirmar que para construir futuro haya que destruir nuestro patrimonio, nuestra historia, nuestra cultura.
Pronto olvidamos.

Hasta hace muy poco, los municipios que poseían pinar eran, en cierta forma, privilegiados sobre otros que no lo poseían, pues con el pinar cubrían todos sus gastos. En nuestra comarca, Arévalo, Tiñosillos, Nava de Arévalo, San Vicente de Arévalo, El Bohodón o Villanueva de Gómez, entre otros, cubrían todo su presupuesto con los beneficios que obtenían de la explotación cultural y racional del pinar, concretamente Arévalo hasta la década de los 80. Además proporcionaban empleo y protegían sus bosques como un tesoro.
Pero el hombre es de memoria frágil y convierte en enemigo o estorbo a quien antes le dio la vida o, al menos, le ayudó a sobrevivir en tiempos muy difíciles.
Pronto olvidamos.
Mientras tanto el corredor del Adaja sigue amenazado y desprotegido.

En Arévalo, a cinco de diciembre de 2015.

Luis José Martín García-Sancho.

Artículo publicado en La Llanura de Arévalo, nº 79 de diciembre de 2015

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