18,
25 de julio y 15 de agosto, eran fechas en las que solíamos ir al río, al Soto,
por el pinar de Espinosa. No sé cómo cabíamos todos en el cuatro latas granate
de César, mi padre, pero no solíamos faltar a la cita. En aquellos días calurosos
el frescor del Adaja era muy reconfortante.
Yo
admiraba a mi padre. Flotando en el agua, dejándose arrastrar por la corriente,
recorría cada palmo de ribera metiendo las manos entre los resquicios de las
raíces de álamos, chopos, sauces, fresnos, olmos y alisos. A veces, la
profundidad de estos agujeros era tan grande que introducía todo el brazo hasta
los hombros y el cuello. La mayoría de
las ocasiones sólo sacaba los brazos manchados de oscuro y viscoso lodo. Pero
otras veces nos entregaba sonriente su captura: uno o dos cangrejos de río. En
aquella tierna edad intentaba imitarle, pero lo cierto es que el miedo y el asco
que me producían esos intrincados laberintos entre las raíces y el barro de la
orilla me impedían que metiera más que los dedos.
Luego,
a las brasas de la hoguera, sobre piedras o un ladrillo, asaba los cangrejos recién
capturados. Antes de que los restaurantes más sofisticados pusieran de moda eso
de la carne a la piedra, mi padre ya lo hacía en aquellos días de verano en el
Soto. Ahora, nadie baja al Soto, han cortado todos los accesos.
Una
tarde de otoño me preguntó que si quería acompañarle a pescar cangrejos. Fuimos
con Jesús, un amigo de mi padre de la infancia. Cuando llegamos a la Pradera de
los Huevos ya era de noche. A la luz de una linterna de petaca sacaron carne
maloliente, casi putrefacta, envuelta en papel de periódico. La cortaron en
pedazos y la colocaron en los imperdibles de cada uno de los tres reteles que
Jesús había traído. Luego, sujetos por una cuerda, los arrojaron a la poza más
grande y profunda de las cuatro que había en aquel paraje del río Arevalillo. Aquello
era realmente emocionante para un niño de mi edad. La oscuridad de la noche, la
linterna, el rumor del río, el susurro del aire rompiendo el silencio al
colarse entre las tamujas de los pinos y las hojas de los carrizos, todos esos
factores, inusuales para mí, convertían la pesca en algo excitante.
Mi
madre se enfadó al ver el bidé de la casa de arriba lleno de cangrejos porque
le daba mucha pena echarlos vivos al agua hirviendo. Recuerdo que yo enseñaba
los más grandes a mis hermanos pequeños y les decía que metieran el dedo entre
las pinzas.
Un
domingo de invierno que había caído una gran helada, mi padre nos llevó a todos
los hermanos y a nuestro perro Escubi, en el viejo cuatro latas, a patinar a la
misma poza de la Pradera de los Huevos en la que habíamos pescado los
cangrejos. Antes de aventurarnos a pisar la superficie, estuvimos arrojando
grandes terrones de tierra sobre el hielo para comprobar que tenía suficiente
grosor. Sólo en ambos extremos de la poza, por donde la corriente del
Arevalillo entraba y salía, el hielo era fino, pero en el resto de la charca se
podía patinar sin miedo. Mi padre nos advirtió que no nos acercáramos a esas
dos zonas porque nos podíamos hundir y ser arrastrados por la corriente.
Escubi
metió las patas de atrás en varias ocasiones, pero Salió sin dificultad
clavando las uñas de las patas delanteras en el hielo a modo de crampones.
Estuvimos patinando bastante tiempo hasta que mi hermano Julio cogió demasiado
impulso y se hundió hasta la cintura en uno de los extremos. Tuvimos que ayudarle, ofreciéndole la punta
de un palo para que le fuera más fácil salir. Tenía medio cuerpo empapado, así
que, César decidió que ya era hora de volver a casa.
Es
curioso, pero muchos de los recuerdos que tengo de mi padre en la naturaleza
están relacionados con estos dos ríos. Tal vez por ello, siempre he tenido la
certeza de que los ríos son los padres de nuestra tierra.
Este
mes cumplo medio siglo. Esto que os cuento pudo suceder hace unos cuarenta años,
tres arriba, tres abajo. Es decir, hace cuarenta años había cangrejos tanto en
el Adaja como en el Arevalillo. Y este último río tenía vegetación, agua y
pozas donde abundaban los cangrejos. En unos treinta años los cangrejos
autóctonos se han extinguido, el río Arevalillo se ha secado y ha perdido su
bosque de ribera y las múltiples pozas que poseía desde Tiñosillos hasta la
junta con el Adaja, bajo el castillo de Arévalo. Estoy seguro de que nadie,
hace cuarenta o cincuenta años, pensaba en que esto pudiera suceder, pero ha sucedido.
Ahora sólo cabe preguntarse, ¿por qué? ¿Qué ha pasado para que, en tan poco
tiempo, hayamos perdido este importante espacio natural? Son muchos los que
acusan a los ecologistas de crear alarmas infundadas y exageradas. Pero esto es
un hecho: En unos treinta años el río Arevalillo se ha secado por completo. Que
nadie se engañe, sólo trae algo de agua cuando lo sueltan desde la balsa para
regadío de Nava de Arévalo o en años excepcionalmente lluviosos.
Al
mismo tiempo, desde la Confederación Hidrográfica del Duero (CHD) nos aseguran
que el acuífero de los Arenales, del que nos abastecemos, se encuentra
sobreexplotado por la cantidad de agua para regadío que se ha venido extrayendo
en las últimas décadas. Es decir, se ha sacado mucha más agua de la que entra.
Atando cabos, no es difícil llegar a la conclusión de que el Arevalillo se ha
secado porque el nivel de la capa freática ha ido descendiendo a medida que
aumentaban los cultivos regados con el agua del acuífero de los Arenales. Por
eso creo que, ahora, sería justo que una mínima parte del agua del embalse
Cogotas, del que se nutre la balsa de Nava de Arévalo, se destinara a dotar de
un caudal ecológico al Arevalillo.
En
este sentido La Alhóndiga de Arévalo, asociación de cultura y patrimonio dirigió
una solicitud el 16/06/2010 a la CHD, sin que, hasta la fecha, haya tenido
respuesta alguna, a pesar de que ya ha pasado más de un año.
Dicen
que la paciencia es la madre de la ciencia pero, en determinados casos, la
paciencia, por sí sola, no conduce a nada. En estos casos creo que sería
conveniente añadir la insistencia. Si los organismos oficiales hacen oídos
sordos, sigamos insistiendo e involucrando a más gente y colectivos en esta
solicitud que simplemente pretende recuperar un espacio natural y recargar el
acuífero. Conviene recordar que el agua no tiene dueño y a todos pertenece.
Recordemos también que la vida sin agua, sencillamente, no es posible. No debemos
olvidarlo porque nos va la vida en ello, si no la nuestra, sí la de nuestros
descendientes. Una presa romana y varios molinos de río situados en su cauce
nos indican que la corriente de agua del Arevalillo era continua. Ante dos
milenios de historia, sólo han sido necesarios unos cuarenta años para que el río
se haya secado ¿Qué será lo siguiente?
Si
errar es humano, rectificar es de sabios. Rectifiquemos: Debemos exigir un
caudal ecológico para el río Arevalillo.
A Julio César Martín Oviedo, mi
padre. En Arévalo, a 1 de agosto de 2011.
Por: Luis José Martín García-Sancho
Recuerdo el día que trajisteis los cangrejos y las sesiones de patinaje en el río, Es una pena.
ResponderEliminarCaco
Una preciosidad de artículo
ResponderEliminarRebosa sensibilidad y sabiduría. Un gran abrazo. Rosa Oviedo
Cuanta razón tienes!!!
ResponderEliminarSin agua, no somos nada.
En Adaja aguas arriba de Ávila capital también se está sobreexplotando en la actualidad por los regadíos, que llegan a secar el río.
La evolución de nuestra sociedad, es un suicidio ambiental.
Firmo el comentario anterior: Luis Trujillo.
ResponderEliminarSimplemente fantástico,mágico me he visto en el rio de mi pueblo con mis padres , hermano y amigos ,sencillamente he volado al pasdo ,muchas gracias .
ResponderEliminarContar conmigo para exigir caudal en el Arevalillo y enhorabuena por el articulo y por compartir vuestros recuerdos
ResponderEliminarPues sí....eso que relatabas es también el pasado de muchos de nosotros. A ti te ayuda a recordar a tu padre y a nosotros cómo eran las cosas antes.
ResponderEliminarUn abrazo!!
Es verdad que los somos de Arévalo sabemos de que hablas es una pena que se secado y no disfrutar de ello la generación de ahora porque había cantidad de cangrejos y si eras de calidad
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