Llegó a la laguna de los Lavajares a última hora de la tarde. Exhausta, sedienta. La niebla empezaba a bajar. El frío era intenso. Recorrió toda la superficie del humedal andando. A pesar de las lluvias caídas durante el otoño no tenía ni una gota de agua.
Se sintió morir. Desesperada, se dirigió hacia el camino que acababa en la laguna pensando en que quizás hubiera algún charco. Olía a agua, así que no debería andar muy lejos. Por fin, en medio del camino, algo brillaba entre la niebla con las últimas luces del día. Pero al llegar comprobó que el charco estaba helado.
Grulla Común. Foto: Franrojo
Golpeó con el pico, pero nada, una gruesa capa de hielo le impedía llegar al líquido elemento. No tenía fuerzas. Hacía un par de días que se había rezagado de su bandada de grullas en Villafáfila, lo que le había debilitado hasta la extenuación.
De pronto, escuchó el inconfundible graznido de varias hembras de ánade azulón. Provenía de la laguna. Estas zonas tan planas suelen tener algo de agua en la parte más baja. Si había patos, casi seguro que habría agua. Retrocedió. Tras recorrer un centenar de metros ya no podía andar. El frío, la sed, el hambre y el agotamiento le impedían dar un paso más.
Se acurrucó en el suelo. Ninguna de sus patas era capaz de mantener el peso de su cuerpo durante el sueño. Al cabo de unos minutos la cencellada le cubría de escarcha todo el plumaje. Se acurrucó más fuerte introduciendo la cabeza entre el ala derecha, buscando algo de calor. Pronto se durmió.
“A la derecha, siempre a la derecha”. Se oía gritar a lo lejos a la mañana siguiente. La espesa niebla impedía distinguir nada a cincuenta metros. Un grupo de caminantes se dirigía hacia la laguna de los Lavajares, buscando siempre el canino de la derecha en los cruces. Habían visto numerosas huellas de grullas y unas pocas de avutarda.
Tal vez si la niebla levantara pudieran observar a esas hermosas aves. Pero la visibilidad era prácticamente nula. El guía de la expedición sabía por experiencia lo persistente que suele ser la niebla en esa zona de la Tierra de Arévalo. Pero con el otoño tan lluvioso que habían tenido esperaba, al menos, encontrar la laguna inundada.
Al llegar, comprobaron con desilusión que estaba completamente seca. “Esto es lo que trae ir siempre a la derecha”. Comentó uno de los intrépidos paseantes, con las pestañas y cejas cubiertas de bolitas de hielo, ante las carcajadas del resto del grupo.
Como la niebla impedía ver los alrededores, el guía indicó la dirección en la que, en condiciones normales, deberían distinguirse Horcajo de las Torres, la torre de Yecla, Rasueros, Rágama, Zorita de la Frontera y Palaciosrubios. Así que, ante la falta de visibilidad, decidieron realizar el plan B: Ir al pueblo de Villar de Matacabras.
Iglesia de Villar de Matacabras. Foto: Luis J. Martín
La Nave de la iglesia había sido retejada y reparada para colocar nidales artificiales de cernícalo primilla, por lo que se encontraba en buen estado, pero el de la magnífica cabecera con triple ábside mudéjar era lamentable. Casi la mitad del tejado se había derrumbado y los muros empezaban a agrietarse. Alguien comentó: “Restauran la nave que es posterior y de escaso valor y dejan hundir la cabecera que es una joya del mudéjar”. Cierto, una incongruencia.
Pasearon por las calles del pueblo, con más tristeza que alegría, comprobando la soledad y vaciedad de cada casa, de cada corral. Alguien comparó este pueblo vacío con la laguna sin agua. Ni siquiera el octogenario Máximo se dejó ver en esa fría mañana. Máximo, curioso nombre para el único y último habitante de un pueblo con una población mínima. En su casa, un plástico amarillo de abono hacía de cristal y la puerta atrancada desde dentro impedía el paso a los curiosos. Por delante, una minúscula porción de arena removida, rodeada de tejas y cascotes, esperaba a ser plantada para convertirse en huerta.
Sólo se dejaron ver otros dos de los habitantes, una lechuza y un mochuelo, que abandonaron momentáneamente su refugio diurno ante la presencia de los curiosos visitantes.
La niebla comenzaba a levantar y el sol quería dejarse sentir. Algo más lejos, en los Lavajares, el cuerpo inmóvil y cubierto de escarcha de una grulla, comenzaba a recibir los primeros rayos del sol. El hielo empezó a convertirse en vapor. El ala derecha se movió ligeramente. Levantó la cabeza. Comenzó a beber las gotas de escarcha que se derretían en su dorso. Escuchó a los azulones. Había sobrevivido a una gélida noche. Pronto estaría con los suyos en Rosarito.
Lagunas sin agua. Pueblos sin gente. Soledades de Castilla.
Publicado en "La llanura de Arévalo" Nº 20.
Por Luis José Martín García-Sancho
Villar de Matacabras se queda sin su último habitante:
La iglesia de Villar de Matacabras incluida en la Lista Roja del Patriminio:
Ya he leído que ya no está ni siquiera el último haitante de Villar de Matacabras. Esto iba a suceder tarde o temprano. Otro pueblo fantasma. Enhorabuena por mezcalr en el relato la lagunas sin agua y los pueblos sin habitantes. Esperemos que no tengamos que hablar de estepas sin avutardas o lagunas sin grullas.
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