CIGÜEÑAS PARA MAFALDA.
Desde ese día le miré con desprecio. No era
nada. Nunca había hecho nada, nunca lo había intentado. Desde entonces me
pareció un cobarde.
Todos en la clase se rieron de mi redacción,
bueno casi todos, especialmente, mis amigas, eso es lo que más me dolió.
- No lo olvidéis -había gritado la maestra al
finalizar la clase-, para el lunes la redacción sobre vuestro padre. Tiene que
ocupar, al menos, media página del cuaderno de lengua.
Todas mis amigas escribieron que si su padre
era un abogado que trabajaba en el mejor bufete de la ciudad, que si era el
jefe de una importante empresa de la industria del automóvil, que si uno de los
mejores cirujanos del hospital, que si el arquitecto que había construido el
colegio… pero yo solo puse que mi padre se quedaba en casa haciendo la comida,
fregando los suelos y los baños, lavando la ropa, planchando los pantalones,
haciendo la compra… Aunque la profesora pidió silencio y respeto, mientras leía
mi redacción podía oír los murmullos y las risitas de mis mejores amigas. Así
que no pude acabar, el hipo del llanto impidió que continuara.
Dejé de hablar con él como lo hacía. Desde
entonces ya no quise que me volviera a leer por las noches antes de dormirme.
Empecé con alguna excusa: tengo sueño, estoy muy cansada, hoy no me
apetece, quiero oír un rato música, mientras por los auriculares salía el
sonido atenuado de un perreo, que era lo que más les gustaba a mis amigas. Y,
cada mañana, rompí las figuras de papiroflexia que me dejaba en el desayuno al
lado de la taza, hasta que dejó de hacérmelas.
Mamá solo le dijo que no me hiciera caso, que
la adolescencia era así, que un día adoras a tus padres y al siguiente los
odias. Luego me acercó hasta el cole y me dijo que el finde iríamos las chicas
solas de compras. Y yo pensaba que tenía que haber hecho la redacción sobre
mamá para igualarla a la de mis mejores amigas.
Ese mismo sábado pregunté a mamá que por qué se
había casado, que padre era mucho mayor que ella. Me dijo que le conoció cuando
estudiaba económicas, haciendo las prácticas en la empresa en la que él trabajaba.
Que la ayudó mucho y sacó una buena nota. Padre era unos diez años mayor,
salieron un par de días, pero la cosa quedó en el olvido.
Doce años después coincidieron nuevamente. Ella
daba un curso de formación y empleo sobre contabilidad informatizada aplicada a
la pequeña y mediana empresa y él era uno de los alumnos que acudían para
mejorar en su puesto de trabajo. Ella había roto hacía poco con una relación un
tanto dolorosa y padre supo consolarla, volvieron a salir. Primero un par de
días, luego todos los fines de semana, después se fueron a vivir juntos. Luego
nací yo, y a los tres años la empresa de padre quebró y se quedó en la calle
con 48 años. Desde entonces se dedicó en exclusiva a la casa y a cuidar de mí.
Desde el derrame, padre es como un mueble, nunca
he entendido por qué mamá no ha querido internarlo en una residencia. Hoy he
roto con Eloy, mi pareja. No me había percatado antes de lo dominante que era o,
peor aún, no había querido darme cuenta. Y he vuelto a casa de mis padres a
ordenar mis ideas y, aunque no lo diga, en busca de algo de comprensión y
consuelo materno.
Mamá se ha ido a trabajar muy temprano. No sé
por qué he arrastrado la silla de padre por toda la casa, tal vez, en busca de
recuerdos. Pero no he encontrado nada que me calmase. He entrado en mi cuarto y
le he dejado aparcado junto a mi cama. Al curiosear entre los libros de la
estantería, me ha llamado la atención uno que me resultaba especialmente familiar,
de Mafalda.
Entonces he recordado que ese era uno de los
que más me leía padre. Al sacarlo del estante y abrirlo, algo ha caído al
suelo. Una figurita de papel, una cigüeña, de las que me hacía cada mañana.
Estaba marcando una página en la que solo hay un dibujo: Mafalda en pie con el
puño en alto grita “¡Basta!”.
Entonces he pensado en darle un beso, pero hace
tanto tiempo que no lo hago, tanto tiempo que no le muestro ni un atisbo de cariño porque le veo como un fracasado, que no me he atrevido. Y mientras
estaba pensando, he empezado a mover la cigüeña de papel igual que él lo
hacía, haciendo batir sus alas.
Luego le he mirado, y he visto como una lágrima
se deslizaba lentamente por su rostro inerte. Y, por un instante, me ha
parecido que sonreía.
En Arévalo, a 21 de diciembre de 2018.
Luis José Martín García-Sancho.
Otro bonito y emotivo relato.
ResponderEliminarMuy elocuente el grito de Mafalda.����