Texto y fotos: Luis José Martín García-Sancho.
Soy Capre, me llaman el duende del
bosque por lo difícil que resulta verme. Me he pasado toda la noche ladrando. Ayer,
los cazadores lograron separar de mi lado a Preola, mi compañera, y a mi hijo
Canos. No sé si habrán conseguido abatirlos o si seguirán vivos.
No debimos salir del bosque. Pero Canos
se empeñó en ir a pastar al campo de cebada que hay entre los dos pinares, sin
darse cuenta de que los cazadores nos estaban esperando. Su madre le siguió sin
hacer caso a las insinuaciones de peligro que les hacía desde el borde del
bosque.
Corcino y corza adulta
Nada pude hacer cuando oí los disparos,
salvo correr hacia la espesura. No deberían haber disparado, no está bien. Los
cazadores deberían saber que si nos acosan Preola puede perder el corzo que
lleva en sus entrañas.
Realmente, cubrí a mi compañera a
principios del verano pasado, cuando el pequeño Canos perdió todas sus motas
blancas. Sin embargo el embarazo no se hizo efectivo hasta que comenzó el
invierno. Este retraso en la gestación, nos proporciona a los corzos mayor
éxito reproductor que a la mayoría de los cérvidos silvestres.
Corza adulta.
Pero ahora parece que los he perdido,
el alba me indica que empieza un nuevo día y que debo encamarme en la espesura
del pinar. Al atardecer seguiré buscando, aunque el tiempo corre en mi contra.
Todo parece indicar que he perdido a mi familia y que me encuentro solo una vez
más.
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Un pequeño grupo de personas desafiaba
a la niebla y al hielo del amanecer. Dejaron sus coches en el camino y se
acercaron andando hasta el borde del río. El incipiente sol intentaba levantar
la niebla sin conseguirlo del todo, lo que provocaba una luz especial en los
grandes cortados rojizos y verticales del río. “Seguramente estaremos en uno de los lugares más bellos y desconocidos
del Adaja”. Se oyó decir a uno de aquellos individuos.
Cortados rojos del Adaja al atardecer.
Hicieron muchas fotos. El lugar lo
merecía. Y decidieron cambiar de orilla para observar el impresionante paisaje
desde el lado opuesto, desde el gran pinar. Así que montaron nuevamente en sus
vehículos y entraron al corredor del Adaja por las calles de una urbanización
fantasma y paralizada. “Esto es una
monstruosidad”. Comentó uno de aquellos visitantes. “¿Cómo se puede consentir que se destruya un paraje como este?”.
Pinar de Villanueva de Gómez herido por unas calles fantasmas.
Llegaron a una enorme balsa,
impermeabilizada con un grueso plástico negro. Los que no conocían el lugar
quedaron impresionados. Pero, entre la niebla se distinguía otra diez veces más
grande que la anterior, con la escasa visibilidad, no se veía el final. “¿Para qué es esto?”. Se atrevió a
preguntar uno de ellos. Otro les respondió que eran balsas para regar los tres
campos de golf que estaban previstos construirse en el pinar y en el valle del
río que tanto les había gustado y que se hubieran llevado a cabo si la Justicia
no hubiera ordenado la paralización de las obras.
Gigantesca balsa construida en el pinar de Villanueva de Gómez.
Retornaron a los coches para observar
in situ el lugar destinado a los campos de golf y a las urbanizaciones.
Discutían vivamente sobre la innecesaria destrucción de aquel paraje tan
valioso, sobre la falta de protección del lugar, sobre la desidia de la
consejería de Medio Ambiente por no haber intentado acabar con la destrucción
antes, siquiera, de que esta hubiera empezado. Que habían tenido que ser los
ecologistas los que denunciaran aquella aberración para que la Justicia actuara.
En estas estaban, cuando un poco más
adelante, surgieron dos siluetas entre los pinos cercanos. “¡Son corzos!”. Gritó uno de ellos, al
mismo tiempo que se los señalaba a los otros coches. En escasos segundos
desaparecieron entre la espesura del pinar. “¡Qué suerte hemos tenido! Los corzos son dificilísimos de observar. Por
eso los llaman los duendes del bosque”. Todos se alegraron de aquella fugaz
visión.
Preola y Canos se habían encamado
demasiado cerca del camino y, al notar la presencia de los coches, huyeron con
sus colas erizadas en señal de alarma, aumentando así la extensión del blanco y
llamativo escudo anal característico de la especie.
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Antes de verlos, me levanté de mi
encame. El aire me traía fragancias conocidas. Salí a su encuentro en silencio.
Al rato los vi. Afortunadamente los cazadores no han herido a nadie. Nuevamente
estamos juntos. Aunque antes del verano deberé expulsar a Canos del grupo para
que se independice. Ley de vida. Mi padre hizo lo mismo conmigo hace tres años.
En
Arévalo, a 26 de enero de 2011.
Publicado
en el número 22 de La Llanura de Arévalo de marzo de 2011.
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