Luis José Martín García-Sancho.
Cuando ella miró hacia el vallejo pensó si
todo lo que había hecho, realmente, había merecido la pena. Mientras, saladas
lágrimas saturaban sus ojos y se precipitaban por la verticalidad de sus
curtidas mejillas hacia las aletas de la nariz y la comisura de los labios. A
pesar del dolor, el gesto de su rostro permaneció inmutable.
Siempre había pertenecido a Lugar aunque los
lugareños jamás la habían considerado una parte de ellos. A pesar de que era
mucho más lo que daba que lo que recibía, sus vecinos jamás lo habían sabido
valorar. En Lugar, el que se salía del tiesto corría serio peligro de secarse,
de quedar excluido, marginado, envidiado por unos y odiado por otros, aunque lo
cierto es que una cosa siempre llevaba a la otra.
La consideraban una abraza árboles que estaba
manifiestamente en contra de lo que les hacía moverse al unísono como una
colectividad algo aborregada pero que, al fin y al cabo, funcionaba. Para las
gentes de Lugar, ella rompía una ley no escrita, una obligación tácita que
debía ser respetada por todos, sin escusa, sin excepción.
Jamás se había metido con nadie, su casa era la
última al final del vallejo donde una gran piedra caballera se alzaba hacia el
amanecer. Allí solía recibir cada mañana las primeras luces del día, subida a lo
alto de la piedra, sentada sobre una esterilla, con las rodillas flexionadas,
los pies cruzados, la espalda recta, la cabeza alta y los ojos cerrados, hasta
que sentía en su rostro la confortable caricia del incipiente sol. En alguna
ocasión mientras esperaba al sol en aquella posición, algún niño, tal vez
llevado por los comentarios de sus mayores, había lanzado una piedra contra
aquella loca.
Más que por loca la tenían por rara porque para
los lugareños, raro era todo lo que no se parecía a ellos. Empezó por no echar
pesticidas ni abonos químicos a su huerta. Siguió con negarse a pertenecer a la
cofradía del perpetuo socorro, que integraba a todas las mujeres sin excepción.
Luego las rastas y los pendientes, pero no en el sitio correcto y socialmente
aceptado que eran única y exclusivamente los lóbulos de las orejas, sino en
partes insospechadas. De hecho en sus lóbulos auriculares jamás había tenido
pendientes pues su padre se negó a que se los perforaran de recién nacida.
Simplemente dijo que cuando tuviera cierta edad decidiera por sí misma. Y
decidió, poniéndose pendientes en lugares donde ninguna lugareña los llevaba.
Continuaron aquellos amigos que traía los
fines de semana en su etapa universitaria, cada cual más raro a pesar de que
nunca se metieron con nadie. Especialmente las mujeres de Lugar, cuando la veían
pasar con alguno de esos compañeros solían reírse mientras murmuraban algo
parecido a ahí va esa rara que además de
rara es puta porque cada día va con uno.
Esa libertad al parecer molestaba, porque los
que pierden una parte de su libertad, de forma voluntaria o inconsciente, por
pertenecer a una colectividad, no suelen tolerar que alguien cercano a ellos,
sencillamente, sea más libre porque se ha deshecho de las tozudas ataduras de
normas no escritas.
¿Se puede ser libre dentro de la sociedad?,
¿se puede ser independiente perteneciendo a una colectividad?
Ella pensaba que sí, aunque siempre quiso
aportar a la colectividad. Gracias a sus estudios de biología a la temprana
edad de 22 años hizo un completo trabajo sobre las plantas silvestres de la
comarca haciendo especial hincapié en sus propiedades medicinales. Sus
profesores la aconsejaron que lo enfocara como tesis doctoral porque tenía suficiente
calidad para ello. Descubrió algunas plantas por las que Lugar apareció en
los mapas. Llegaron botánicos de renombre a corroborar in situ la
existencia de aquellas especies e impartieron una conferencia a los lugareños en la
que recalcaron la importancia del hallazgo y dieron algunas recomendaciones
para preservar aquellas plantas, entre las que se encontraba el no usar
pesticidas en los linderos y procurar dejarlos un poco más anchos.
Al día siguiente el comentario generalizado
entre las gentes de Lugar, entre risas y burlas, fue que si aquellos doctores y
doctoras tan redichos les tenían que decir a ellos como hacer las cosas, cuando
siempre se habían hecho así. Por muchas plantas raras e inútiles que se
pudieran perder, iban ellos a dejar de echar pesticidas a sus linderos, ja, ja.
Mientras que en otros sitios los olmos estaban
desapareciendo, en Lugar aún se mantenían olmos sanos, en parte debido a que
ella siempre se había molestado en cuidarlos e inyectarlos un producto natural
que impedía que el hongo mortal de la grafiosis les atacara. Había logrado
salvar a todos los que se extendían desde las eras hasta la ermita del perpetuo
socorro, incluida la gran olma que se encontraba en el empedrado de la entrada
a la ermita. Pero a alguna mente iluminada se le ocurrió que aquel viejo camino
con una docena de añosos e inútiles olmos tenía que incluirse en el plan
general de ordenación urbana y convertirse en la calle principal de las 50
viviendas de protección oficial “Perpetuo Socorro” que la Junta ya había
aprobado.
Vinieron políticos a decir que para el
necesario desarrollo de Lugar sobraban los centenarios olmos, casi todos
estaban de acuerdo, solo con que dejaran el de la ermita bastaba. Ella intentó
recoger firmas para salvar a todos los olmos centenarios del camino, pero los
de Lugar hicieron una recogida de firmas diferente para salvar exclusivamente a
la olma de la ermita.
Ella llegó a encadenarse a uno de los olmos
más grandes del camino pero de nada la sirvió, cizallaron las cadenas y
entraron en funcionamiento las motosierras con gran fiesta de chiquillos y
mayores que comentaban la pericia de los operarios para que aquellos seculares gigantes
cayeran en la dirección deseada. A ella la llevaron al cuartel de la Guardia
Civil. De ahí surgió lo de abraza árboles.
Finalmente las 50 viviendas se construyeron y
en la calle principal, donde antes había una docena de espléndidos olmos,
plantaron 62 aligustres en forma de bola. El alcalde de Lugar en la inauguración
llegó a decir que nadie podía protestar porque se habían plantado cinco veces
más árboles que los que había antes. Mientras escribo esto creo recordar que actualmente
solo hay cinco viviendas ocupadas de las 50 que se hicieron, eso sí, con una pequeña
sombra intermitente proporcionada por 50 bolitas de aligustre. Sí, se talaron
12 porque uno de los vecinos protestó porque le tapaban las vistas de la olma
de la ermita. Por cierto, como al camino de la ermita se le conocía como el
camino de los olmos, a la calle de las bolitas de aligustre se la llamó calle
del camino de los olmos. Curioso.
Pero la gota que empezó a colmar el vaso de
la tolerancia de sus vecinos fue durante las fiestas. Ella ya había denunciado
en varias ocasiones el maltrato al que eran sometidos los animales que
participaban en el tradicional encierro de la romería del perpetuo socorro. Los
novillos eran soltados desde la dehesa y conducidos por los mozos hasta la
ermita, mientras eran sometidos al lanzamiento de centenares de objetos
punzantes de todo tipo que se les clavaban por cualquier parte del cuerpo,
incluidos los ojos, el hocico y los testículos, estos últimos aciertos eran los
más celebrados.
Pero ese año se había pasado. Se había puesto
en medio del recorrido, desnuda, untada en sangre, con los ojos tapados y las
manos atadas y lo peor de todo era que había llamado a la prensa, a gente de
fuera que no entendía las ancestrales costumbres ni las sagradas tradiciones
unidas desde tiempos inmemoriales a la festividad del perpetuo socorro. Y eso
no podían perdonárselo. Si quería abrazar árboles podía abrazarlos en su casa,
si quería salvar plantas tan raras como ella podía plantarlas en su huerta. Si
quería saludar al sol o llenarse el cuerpo de pendientes o rastas, allá ella,
al fin y al cabo era su piel y su pelo. Pero intentar que personas de fuera pudieran
impedir o criticar lo que siempre se había hecho en Lugar y que era causa de
fiesta y regocijo entre los lugareños normales, aquellos por cuyas venas corría
la sangre de las costumbres ancestrales, eso no podían permitirlo.
Ese día fue zarandeada, golpeada, castigada
con todo tipo de insultos e improperios. Acabó nuevamente en el cuartel por
escándalo público, como el día de los olmos. A la mañana siguiente fue puesta
en libertad y pudo comprobar cómo a la última casa del vallejo la habían roto
todos los cristales, habían destrozado la pequeña huerta, cortado varios
árboles y escrito en la puerta con pintura roja "SI NO TE
GUSTA LUGAR, MÁRCHATE".
No se marchó, sabía que sus padres si
vivieran no lo habrían consentido. Así que repuso los cristales, plantó
nuevamente la huerta y más árboles. Continuó con sus trabajos de investigación,
por los que había sido becada, y con sus publicaciones que eran muy bien recibidas
por la sociedad científica. A pesar de los lugareños, Lugar era su sitio y
nadie podría jamás obligarla a marcharse.
Pero la tranquilidad siempre estaba comprometida.
Una empresa constructora de renombre mundial había puesto sus ojos en la dehesa
de Lugar para construir viviendas unifamiliares y campos de golf. Vendieron el
proyecto a los lugareños como la gallina de los huevos de oro y comenzaron a
comprar a los propietarios las parcelas de la dehesa.
Ella reaccionó de inmediato e intentó convencer
a sus vecinos del error que cometían al permitir que se destruyera la última
dehesa. Pero sirvió de poco, una vez más los políticos de turno comenzaron con
la machacona retahíla de costumbre de que aquello era muy beneficioso para el
necesario desarrollo de los pueblos y, más aún, de la comarca entera, que ese
proyecto traería trabajo seguro para los lugareños con lo que aumentarían sus expectativas
de mejora en la calidad de vida.
Ella denunció el procedimiento envenenado de
procurar un beneficio cuantioso a unos pocos a costa de arruinar un medio natural
valioso e irrepetible, entre otras causas por las plantas únicas y protegidas que
ella misma había descubierto para la ciencia. Llevó su denuncia al juzgado lo
que hizo que un juez, tal vez algo más concienciado que los lugareños,
estudiase el procedimiento y encontrase una grave irregularidad en los
estudios de impacto ambiental que hacía a los responsables de la administración
sospechosos de prevaricación y de tráfico de influencias.
Aunque ya se habían talado miles de encinas,
construido las calles de la urbanización y los campos de golf, el juez ordenó
paralizar las obras y devolver el espacio a su estado natural.
Ella pensó que había conseguido algo
importante y que antes o después los lugareños se darían cuenta de la
trascendencia de su logro.
Una tarde mientras regresaba en bicicleta de
la Universidad observó un raro brillo en el cielo, pesó en que sería de la
puesta de sol. Pero al ir acercándose a Lugar comprobó como la última casa del
vallejo se consumía pasto de las llamas y
que la gran piedra caballera, donde cada día recibía la luz del sol, había sido
arrancada.
En Arévalo, a quince de junio de 2016.
Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros,
ResponderEliminarNi el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros,
Lo dicen, pero no es cierto, pues siempre cuando yo paso,
De mí murmuran y exclaman:
—Ahí va la loca soñando
Con la eterna primavera de la vida y de los campos,
Y ya bien pronto, bien pronto, tendrá los cabellos canos,
Y ve temblando, aterida, que cubre la escarcha el prado.
—Hay canas en mi cabeza, hay en los prados escarcha,
Mas yo prosigo soñando, pobre, incurable sonámbula,
Con la eterna primavera de la vida que se apaga
Y la perenne frescura de los campos y las almas,
Aunque los unos se agostan y aunque las otras se abrasan.
Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños,
Sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos?
Rosalía de Castro, 1808
Gracias Javier.
EliminarCierto, no es cierto pues hablan.
Solo hay que saber escuchar.
Y soñar, siempre.