Que nadie se confunda, no es una historia de
amor, ni de desamor. Solo un inocente recuerdo de infancia.
Era toda una aventura. Al final logramos
reunir las bicis suficientes para la excursión. La última la habíamos recogido esa
misma mañana del taller de don Emilio. Nos reunimos frente nuestra casa y
comenzamos la marcha. En una vieja mochila llevaba una cantimplora con agua,
por aquel entonces no había botellas de plástico, una navajilla, pan y
chocolate.
Cinco o seis chicos y chicas componíamos la
marcha ciclista. A mí me tocó coger la bici de uno de mis hermanos pequeños que
no le dejaban ir, la que antes había sido de mi hermano mayor y después mía.
Era tan pequeña que no levantaba más de medio metro del suelo. Así que para no
perder el ritmo de los demás tenía que dar pedales pomo un poseso, tanto que,
como no tuviera cuidado, me llegaba a dar con las rodillas en la cara. La
verdad es que con esas piernas tan largas iba ridículo en aquella bici tan
pequeña pero no había otra cosa. La BH que acabábamos de sacar del taller de
don Emilio la llevaba mi hermano Julio César, aunque me había dicho que a la
vuelta me tocaba a mí.
Casas nuevas, el Marqués, Salesianos...
Pasadas las tapias de Villablanca una pequeña puerta de ladrillo nos indicaba que
comenzaba Machín y acababa Arévalo, el resto ya era todo campo, salvo el arco
de ladrillo a la entrada de la finca de Machín y la pared con desconchones de
una vieja nave en la que se podía leer “SE VENDE GRILLO ROLLIZO”. Para la
fantasía de un niño aquello de “grillo rollizo” parecía indicar un negocio de
grillos gordos. Años después supe que el desconchón en la pared había borrado
las letras “NE” delante de grillo y lo que realmente anunciaba aquel cartel era
la venta de negrillos, es decir olmos, que por allí eran abundantes y, algunos,
realmente rollizos. Ahora solo quedan sus esqueletos y los rebrotes que la
grafiosis mata una y otra vez.
Lo más emocionante de la aventura llegaba
ahora, al acercamos a los lavaderos y la casa de Machín, los mastines salían
corriendo y nos perseguían un buen trecho. Yo daba las pedaladas tan deprisa que
me di tal rodillazo en el ojo que llegué a ver estrellas. Pero el corazón no
nos permitía parar. Latía con tal fuerza al ver como se acercaban aquellos
perrazos con una boca tan grande como nuestra cabeza, que bombeaba la sangre
necesaria a todos los rincones de nuestros músculos.
Otra puerta de ladrillo nos indicaba que llegábamos
a Bujeritos, una pequeña finca intermedia. El destino estaba frente a nuestros
ojos pues a la derecha ya se veía el pinar de Párraces. Cerca del pilón había
un camino que bajaba hasta el río y, entre la frondosa vegetación de ladera,
una fuente con agua fresca que permitía refrescarnos. Allí dejamos las bicis.
Luego había que continuar andando.
Se podía cruzar el río por aquí mismo, por un
tronco que atravesaba el cauce del Arevalillo, poca cosa en aquella época del
año pero suficiente para un pequeño aventurero. Unos cien o doscientos metros
río arriba en la ladera izquierda estaba nuestro destino: Un terraplén de fina
arena que era conocido como la Media Naranja.
La Media Naranja
Allí pasamos la tarde subiendo por el
terraplén y dejándonos caer como una croqueta o dando grandes saltos mortales y
piruetas en las que siempre acabábamos rebozados por la fina y pegajosa arena.
Las risas y gritos resonaban en el fondo del valle del río como lo que era, una
bulliciosa fiesta de cinco o seis chavales que por el ruido parecía una gran
multitud. Luego, tras lavarnos en el río y acabar con las viandas, de vuelta a
casa.
Sabíamos que los mastines de Machín nos
estaban esperando. Así que la aventura no había finalizado. Pasado Bujerillos
ya empezaban a correr para llegar a la carretera justo cuando nosotros
pasábamos. Uno de los amigos de tanto mirar para atrás mientras daba pedales
perdió el control de la bici y salió volando por encima del manillar.
Tuvimos que parar, no podíamos dejar
abandonado a su suerte al amigo frente a las enormes fauces de los canes. Entonces
tuve un acto reflejo que dicen, algo que haces sin pensar, que te sale casi por
instinto de supervivencia: Al no tener nada con lo que defenderme, les hice
frente agachándome hasta el suelo para coger gravilla del borde de la carretera
y lanzársela con fuerza. Entonces los perros pararon en seco y se dieron la vuelta.
Mientras, nosotros pudimos comprobar que el accidente solo había deparado al
amigo unos rasguños sin importancia. Nada, un poco de mercromina, que era lo
que se usaba por entonces, y a correr.
En posteriores ocasiones comprobé que sólo
con el ademán de agacharte al suelo para coger una piedra imaginaria y hacer
que la lanzabas, los mastines paraban y se volvían a la finca que defendían.
No
me preguntéis por qué a aquel terraplén del Arevalillo se le conocía como la
Madia Naranja, nunca lo he sabido.
En Arévalo, a uno de junio de 2015.
Texto y fotos : Luis José Martín García-Sancho
Relato publicado en La Llanura de Arévalo nº 73 en junio de 2015
Texto y fotos : Luis José Martín García-Sancho
Relato publicado en La Llanura de Arévalo nº 73 en junio de 2015
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