jueves, 3 de mayo de 2012

BLANCA


         Me sube con cuidado a la camilla. No me gusta nada que me traigan aquí. Casi siempre, el del pijama verde me hace alguna perrería. Suele recibirme sonriente, pero hoy parece serio. Hasta ha preguntado a Luis que si quiere quedarse. A lo que ha respondido: “Sí, sí, por supuesto. Quiero estar con blanquita”. Así es como suelen llamarme.

         Esta vez el del pijama verde me pone algo que me produce un sopor especial. Siento cómo los dedos de Luis me acarician entre las orejas. Estoy tranquila. Los párpados me pesan. Los dolores desaparecen.

         Recuerdo que estaba comiendo panija con los cerdos cuando David me cogió en brazos y me subió a la furgoneta. Me llevó a una casa desconocida, donde la pequeña María me recibió muy contenta. En cambio, Ana y Luis me miraban algo más serios. Me agarraron entre ambos para escrutarme el pelo. Estaba llena de pulgas. Mientras depositaban cada bicho en un vaso con alcohol, los cachorros preguntaban con insistencia que si podía quedarme. Y me quedé. Suelen decir que pasé del infierno al paraíso. Era la época en la que hacen chillar a los marranos y hacía mucho frío. Me dieron el mejor cuarto de la casa, el de la caldera. Ya llevo casi diecisiete años con ellos.
         David, el cachorro humano de pelo corto, y yo, cambiamos los dientes al mismo tiempo. Un día que jugaba con él a morder una bolsa por cada extremo, empecé a tirar y a zarandearla con tal fuerza que le arranqué uno de sus dientes de leche. Le dolió pero, en lugar de enfadarse, corrió contento a enseñárselo a sus padres. “No la hagáis rabiar, que la vais a hacer rabiosa” solía decir Ana a sus cachorros. Pero, en realidad, prefería los juegos con David y María a la disciplina de Luis. Siempre he sido muy glotona ¡Qué le voy a hacer! Me encanta comer. De eso se aprovechó para enseñarme unas cuantas habilidades: Sienta, tumba, echa, pata, la otra pata, quieta o hop, para subir a algún sitio… Yo aprendía cualquier cosa con tal de que me dejara comer de una vez ¡Qué pesado!

Blanca. Foto: Luis J. Martín
 
         Esta glotonería me hizo duplicar mi peso en poco tiempo. En cuanto podía me escapaba y me iba a chatear por los bares de la plaza, cogía todo lo que pillaba por el suelo. En algunos establecimientos cuando me veían aparecer me llamaban come pinchos. El del pijama verde dijo que trece kilos eran demasiados para mí. Así que, evitaron que me fuera de bares y, a partir de entonces, sólo paseo con la correa puesta.
         Pero, lo que más me gusta, con diferencia, es cuando me dejan suelta por el campo. Los olores invaden mi hocico. Este sí es el paraíso para cualquier perro. Pero los humanos son muy raros suelen ir por un camino estéril sin salirse. Yo intentaba bajar al río, que es donde los olores son más intensos, pero nada, cuando tocaba pinar no había nada que hacer.
         María, la cachorra humana de pelo largo, a veces, me pinta las uñas. Otras veces me  pone una braga o, en ferias, me ata un pañuelo al cuello. Es a la primera que oigo cuando sube por la escalera dando tales voces que, en alguna ocasión, ha hecho salir a los vecinos asustados.
         Ana suele pasar mucho tiempo conmigo en la cocina, dice que es el cuarto de la casa que más le gusta por ser muy soleado. A veces la preguntan que si está hablando sola, a lo que responde que no, que está hablando conmigo. Y es que la matriarca de la casa me cuenta muchas cosas ¡Es más maja!
         A los cuatro años me cruzaron con Kiko, un joven fox terrier y tuve seis cachorros que se convirtieron en la alegría de la casa hasta que fueron desapareciendo, uno a uno, a otros hogares. Ley de vida.
         Y con Luis ¡Cuántas horas me he pasado en el campo con él! Sé por otros perros con los que me olfateo que no les sacan al campo nunca ¡Qué vida más triste! El río, el pinar, las llanuras, las montañas… están llenos de olores diferentes. Todos estos lugares resultan un paraíso para mi olfato. Pero Luis, a veces, es un poco aburrido. Se puede tirar horas, a pie quieto, mirando por un extraño aparato ¡En fin! estos humanos son muy raros. Paciencia. Recuerdo que una vez se subió al coche y allí me dejó, en medio del campo,  oliendo los huesos que los milanos olvidan. No reparó en mi ausencia hasta que llegó al garaje y abrió el maletero para que bajara. Es muy despistado, más de una vez olvidó a sus cachorros en la plaza cuando los llevaba al cole en coche.

David, María y Blanca. Foto: Luis J. Martín
 
         Los cachorros de Ana y Luis ya no están casi en casa. Han cambiado, han madurado. David, el cachorro de pelo corto, ahora le tiene más largo que María y, cuando vienen, me llevan al campo. Es una gozada. Hay semanas en las que salgo casi todos los días. Mejor dicho, salía. Porque ahora me canso en seguida. Casi no puedo andar. Las patas de atrás apenas me sujetan. Pero, cuando vuelven de su paseo campestre lo noto. Huelo sus botas con insistencia. Enseguida sé si vienen del pinar o del río. Al fin y al cabo me traen en sus ropas un pedacito de los aromas que tanto me gustan.
         Qué triste es llegar a vieja y no poder disfrutar de lo que te agrada. Me han salido bultos en las encías que me sangran al comer, casi no puedo saborear la comida, con lo que me gusta. Me caigo continuamente, a veces no me puedo levantar ni para aliviarme y tengo que permanecer echada encima de mis propias heces y orina hasta que Ana o Luis se dan cuenta.
         No sé por qué he recordado todo esto. Tampoco sé si nací en el infierno y me llevaron al paraíso, lo que sí puedo decir es que mi vida ha sido agradable. Ahora estoy muy a gusto en la camilla, el cuerpo no me pesa. Siento los dedos de Luis acariciándome entre las orejas. Noto cómo se agacha y oigo su voz cálida y serena que me dice: “Adiós compañera”.
 
Arévalo, 13 de junio de 2011
Por: Luis José Martín García-Sancho
Publicado en el nº 26 de "La Llanura de Arévalo"


1 comentario:

  1. Luis tiene la habilidad de convertir algo sencillo en algo enorme y emotivo. Nunca pensé que la muerte de un animal pudiera emocionarme como lo ha hecho esta bella historia.

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