Bajo
la escalera deprisa, abro la puerta del portal y la cierro tras de mí.
El
olor a humedad y las grandes gotas cayendo oblicuamente a la luz de la farola, son
un signo inequívoco de que llueve intensamente y con viento. Difícil evitar
empaparse así. Por un instante pienso en volver a por un paraguas, pero me subo
la cremallera de la parka, me ajusto la capucha y comienzo a andar deprisa por
el soportal. Al final de la plaza tomo la calle de la derecha y me pego a la pared
en la que parece que llueve menos.
No sé por qué lo llaman noche de perros. No se
ve a nadie. Quizás el perro sea yo.
A la
altura del parque de San Francisco la silueta familiar de una lechuza recorre
las copas de algunos árboles en busca de algún gorrión que, hecho una bola,
duerma a la intemperie y le sirva de cena. Por un instante aminoro la marcha
para contemplar la escena, hasta que la blanca rapaz desaparece.
Ni la
lluvia ni el viento amainan. Quizás aquí, fuera de la protección de las
estrechas callejuelas, se note más la intensidad de ambos elementos.
“Me
tenía que haber puesto los zapatos de agua”, pienso mirando hacia el suelo
por donde corren los regueros de los canalones. Al cruzar la calle de los Lobos
el aire aumenta, casi parece vendaval que me empuja por la espalda hacia
el Paseo.
Un
poco más adelante, en el paseo de la Alameda, un gran sapo detiene su marcha en
medio de la acera al escuchar mis pasos, pienso en hacerle una foto, pero
llueve demasiado, sus verrugas anaranjadas brillan a la luz de la farola en su
piel mojada.
Cuando
llego, el volumen de la tele está excesivamente alto, mi padre es duro de oído.
Me quito la parka y la dejo en un sillón de la entrada que arrimo al radiador.
Abro la puerta del comedor. Ella duerme en la silla con la cabeza ladeada, mientras,
en la cocina se oye trajinar a mi padre colocando los platos en el lavavajillas.
“Hola
madre” digo sin gritar. Se despierta y gira la cabeza hacia mí. Adivino
una sonrisa en su mirada antes que en sus labios.
Intenta
hablar, pero no logra decir nada coherente. Mientras extiende su mano para
coger la mía.
En Arévalo, a catorce de abril de 2018.
Luis José Martín García-Sancho.
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