viernes, 3 de mayo de 2013

OLMOS PARA CANDELITAS

Candelas, Ana y, en la silla, David. Con un  gran olmo al fondo. Noviembre de 1986.


OLMOS

- ¡Bajad a vuestro hermano ahora mismo! ¡Que le vais a matar!

            Carmen, la vecina del corralón de atrás, se desgañitaba mientras veía como Julio y yo, encaramados a un gran olmo, subíamos a nuestro hermano Juan, de unos cinco o seis años, con una cuerda atada a su cintura.

- ¡Bajad ahora mismo del árbol! –seguía gritando la buena vecina- ¡O se lo cuento a vuestra madre!
- Quiere subir él –respondí-. Además nuestra madre nos ha enseñado a subir a los árboles. No nos dice nada.
 
            Candelas García-Sancho 

             Finalmente subimos a Juan hasta la pequeña plataforma instalada en la horquilla principal del olmo y que hacía las veces de cabaña o refugio. Allí teníamos cantos y castañas de indias para defendernos de cualquier enemigo que osara atacarnos, un tirachinas, cuerdas y varios palos atados o clavados a las ramas principales para dar “mayor seguridad” al escondite secreto del negrillo. Lo cierto es que jamás tuvimos que defendernos de ningún atacante ya que nunca nadie intentó conquistar nuestro olmo.
            Para bajar, teníamos tres formas de hacerlo: Descolgarnos hasta el suelo por la misma cuerda con que subíamos a Juan, descender trepando hasta una rama más baja y desde allí dejarnos caer al mullido montón de casquillo, o bien, avanzar a pulso por la rama hasta alcanzar con los pies la tapia de atrás. Las más utilizadas eran las dos últimas ya que si bajábamos por la cuerda, cualquiera podría subir por ella y apoderarse del refugio secreto del olmo.
            En los días calurosos de verano era muy agradable trepar a uno de aquellos centenarios negrillos. La sombra y la altura hacían descender la temperatura en varios grados, especialmente, si ascendías a lo más alto, a la “picorota”, como la denominábamos mis hermanos y yo. Aquella atalaya privilegiada era balanceada suavemente por una leve brisa y las vistas eran fabulosas. Al estar por encima de los tejados podías divisar todas las torres de Arévalo, la Lugareja y varios pueblos cercanos.
            Casi todos los olmos de los alrededores habían sido convenientemente conquistados. La operación consistía en trepar por la rama principal y cortar la ramita más alta, aquella que hacía cumbre. Daba igual qué hermano subiera al negrillo y bajara con la rama entre los dientes, automáticamente el árbol ya nos pertenecía.
            Recuerdos… Qué serán. A veces parecen dormidos. Al escribir sobre los negrillos, también me he acordado de otra vecina. Con una edad entre once y trece años, nuestra relación era un tanto contradictoria. Igual nos buscábamos las manos bajo las faldas de la camilla durante una merienda de cumpleaños, que los desacuerdos entre los chicos del barrio y chicas de las monjas nos convertían en enemigos irreconciliables. Recuerdo que en uno de estos periodos de enfrentamiento, las chicas habían realizado un alfabeto secreto con el que poder comunicarse sin que las descubriéramos.
            Una tarde de verano, mientras yo tomaba el fresco en uno de los negrillos conquistados, llegaron las chicas y se sentaron en las escaleras de la vecina. El olmo se encontraba muy cerca de ellas y no me habían visto. Al principio hablaban en voz normal y casi no las entendía. Pero la conversación se fue acalorando y el tono subió. Podía oír todo lo que decían, casi, como si me encontrara entre ellas. Sin pretenderlo, acababa averiguar dónde escondían el alfabeto. Recuerdo que me descolgué desde la rama más baja hasta uno de los pilares de las tapias delanteras sólo para dejarme ver. Después me dirigí a casa pero podía sentir sus miradas clavándose en mi cogote. Esperé a que oscureciera y entré en la carbonera de los vecinos provisto de una linterna. Tal y como había escuchado desde el viejo negrillo, en una caja de lata de cacao encontré el alfabeto secreto. Podría haber huido antes de que me descubrieran pero me quedé esperando hasta que ellas aparecieron. Con la linterna encendida. Saboreando la victoria. Aún recuerdo la mirada de mi vecina antes de que me escapara saltando una de las tapias.
            ¡Cuántos recuerdos relacionados con los olmos! Aquellos negrillos de mi niñez parecían eternos, indestructibles. Pero sólo bastaron otros trece años más para que la grafiosis, ayudada por la mano del hombre, acabaran con todos. Al estar la mayoría de los olmos afectados por el mortal hongo, el Ayuntamiento decidió talarlos a todos, sanos y enfermos. Nunca sabremos si alguno de ellos pudiera haberse salvado. Me causaba un gran dolor ver por los suelos a aquellos gigantes centenarios, testigos mudos de siglos de nuestra historia. Era como si me hubieran arrebatado de repente a una buena parte de mis compañeros de infancia, los guardianes de mis recuerdos.

Tronco de olmo (Ulmus minor) Foto: Luis J. Martín.

            Antes de que esto pasara, junto a mis hermanos, contamos los 153 olmos del casco urbano, los situamos en un plano y los catalogamos por su edad y grado de afección, en un estudio que titulamos “Grafiosis en Arévalo” y que hoy se puede considerar un documento histórico pues no queda ninguno de aquellos negrillos que, si vivieran hoy, varios de ellos estarían incluidos en el catálogo de árboles  monumentales.
            Cuántas veces me acuerdo de estos gigantes de mi niñez. Cuánto echo de menos el colorido cambiante de sus ramas extendidas al cielo: El gris de su desnudez invernal, era sustituido por el verde claro de su floración primaveral, al que seguían las incipientes hojas, para dar paso al verde oscuro estival de su fronda en plenitud y acabar en otoño con una explosión dorada que iba cubriendo el suelo de una tupida alfombra amarilla. Recuerdo el sonido de las hojas caídas al pisarlas y su olor al removerlas como si lo estuviera haciendo ahora mismo.
            Pero ya sólo son recuerdos, como lo es también el de mi madre ayudándonos a trepar a los pequeños frutales del patio de atrás. Ahora, igual que desaparecieron los enormes negrillos que desde la mirada de un niño parecían inmortales, una maldita ladrona le roba los recuerdos a mi madre y los hace desaparecer.

A Candelas Micaela García-Sancho, mi madre, en Arévalo a 26 de enero de 2012.

Por: Luis José Martín García-Sancho


Relato publicado en La Llanura de Arévalo nº 34.
Enlace relacionado:
GRAFIOSIS EN ARÉVALO: http://arevaceos.blogspot.com.es/2014/05/grafiosis-en-arevalo.html

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