martes, 1 de noviembre de 2011

PAZ APAGANDO LA GUERRA

Ganó un prestigioso premio periodístico con aquella simpática e impactante fotografía que le hizo famoso en poco tiempo. Ahora se podía equiparar y codear con los mejores reporteros gráficos de todo el planeta.
Cuando el periódico le envió a aquel país de Latinoamérica para cubrir la ayuda que su ejército estaba prestando a la lucha contra las guerrillas, Lewis Nikan, jamás hubiera imaginado que una situación como aquella, le proporcionaría tal popularidad.
Él la tituló “Paz apagando la guerra” y esa fotografía unida a ese título dio la vuelta al mundo en pocos días y se hizo una de las imágenes más famosas, reproducida en multitud de medios y una de las más visitadas por internet.
Así contó Lewis Nikan la historia de esa fotografía:
Al tercer día, a media mañana, llegamos a una aldea perdida en el bosque. En estos momentos la tensión entre los soldados crecía. Se notaba en sus movimientos, en sus gestos. De pronto a lo lejos se oyeron voces y lo que podría ser un disparo. El sargento hizo una señal con su mano. Todos los militares tomaron posiciones defensivas. A mí, la verdad, el corazón me latía con tal fuerza, que parecía que se me iba a salir por la boca.
Todas las casas de la aldea, estaban construidas en alto, por lo que cada vivienda tenía unos cuantos escalones para acceder a la puerta. Recuerdo que Fran, el soldado que iba delante de mí, se agazapó con su arma junto a una de esas escaleras. Yo hice lo propio en la esquina de esa misma vivienda. El barullo lejano continuaba.
De pronto, ocurrió algo inesperado. La puerta de la casa se abrió sin ruido. Un niño de unos tres años salió, se asomó a la escalera y, bajándose ligeramente el pantalón, se puso a orinar sobre el casco del soldado, mientras decía: “Mama quiero paz”. Yo llevaba la cámara en la mano y pude inmortalizar ese momento. Parecía que el niño con su gesto y su orina, quisiera apagar el fuego de la guerra para que su aldea viviese tranquila y sin miedo.
Fran se volvió violentamente con su fusil entre las manos. Yo me quedé mudo, pero podía escuchar las voces que varios compañeros daban a aquel soldado para que parara. Afortunadamente Fran no llegó a disparar pero mientras se levantaba y giraba, pude adivinar el miedo y la agresividad en su rostro.


El niño se había quedado inmóvil. Todo había sucedido en unos segundos, pero yo los recuerdo como una eternidad. El pequeño levantó su dedo índice señalando el casco del soldado mientras repetía: “Quiero paz, mama quiero paz”.
La tensión se convirtió en carcajada. Todos, los militares reían y se burlaban de su compañero. El sargento se acercó y ordenó a aquel soldado que regalara su casco al niño. Felizmente, todo había acabado y yo todavía no era consciente del valioso documento gráfico que acababa de tomar.”

Así lo contaba Lewis Nikan. Pero lo cierto es que el pequeño Nazario salió corriendo con el casco entre las manos y se metió en su casa para enseñárselo a su madre: “Mama, mama, ya he encontrado el orinal, me lo había quitado un señor”.
Hacía algo menos de un año que el pequeño Nazario e Itzel, su madre, habían ido a visitar a la tía Marieta a Itocal. Recordaba la larga caminata hasta San Fernando para coger el bus hasta la capital del Departamento. Recordaba también el autobús como lo más grande que jamás había visto. Tras dos largas horas de viaje, llegaron a la capital. Una señora, que a Nazario le pareció enorme, les esperaba en medio de la calle, entre el bullicio de bolsas, cestas y maletas, de la multitud de viajeros que llegaban o partían. Aquella ciudad nada tenía que ver con su pueblo. Allí las casas hacían que la selva se abriera, casi desapareciera.
Al llegar a casa de Marieta, ya era casi de noche - Aquí no se hace pis en la calle, aquí se hace pis en el orinal. Ten Nazario este es el tuyo - le dijo la tía. Aquella especie de taza gigante cautivó a Nazario. El color verde como el de la selva y la decoración de hojas, le parecieron preciosas.
Tal fue la atracción que el orinal causó en el niño, que al regresar a su casa se negó a soltarlo, repitiendo que se lo había dado la tía. Así que la tía Marieta dijo que no importaba, que se lo llevara ¡Faltaría más! ¡Angelito!
En el autobús llevaba una amplia sonrisa abrazado a su orinal. Y en su pueblecito tampoco lo soltaba nunca. Lo malo era que a veces iba lleno de orina y su madre le regañaba porque lo ponía todo perdido y le repetía que hiciera pis en la calle como todos sus hermanos.
Una tarde, mientras el pequeño Nazario dormía, su hermana mayor cogió el orinal y lo tiró a la selva lo más lejos posible para que no lo encontrara. Los primeros días se los pasó llorando y repitiendo sin cesar: “Mama, quiero pis, mama, quiero pis”. Pero pronto se le olvidó.
Hasta aquel día en que Lewis Nikan y los soldados aparecieron por su pueblo. Tumbado en el suelo de su casa miraba pasar a los militares a través de las rendijas, pero sólo los veía de cintura para abajo, Nazario nunca había visto soldados. De pronto el que pasaba por su campo visual, se agachó y al niño se le abrieron los ojos como platos - Mi orinal - pensó Nazario.
Abrió la puerta, se acercó al borde de las escaleras, se bajó ligeramente el pantalón y se puso a orinar sobre el casco de aquel soldado diciendo: “Mama, quiero pis”. Ni siquiera notó el fogonazo de un flash. Luego empezaron a oírse voces primero y carcajadas después. Él no paraba de repetir: “Quiero pis mama, quiero pis” señalando con su dedo el casco del militar.
Su insistencia fue recompensada. Aquel soldado le devolvió lo que Nazario pensaba que era su orinal. Más tarde se dio cuenta que no era el suyo, sólo era parecido, le faltaba el asa, pero se podía agarrar igual de bien por una cinta que tenía.
Lo cierto es que Lewis Nikan confundió la palabra castellana “pis” con la inglesa “peace” que se pronuncian igual pero que significa paz.
Nazario nunca supo que gracias a esta sencilla historia se hizo famoso, ni falta que le hacía. Con el casco del soldado en la mano, corrió a meterse dentro de la casa y con una sonrisa de oreja a oreja se puso a mear dentro del casco.

En Arévalo, del 16 al 31 de octubre de 2009.

Relato de: Luis José Martín García-Sancho.

En memoria de Tomás Martín González (1998-2009)

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