Toda generalización suele
ser exagerada, a veces, absurda e, individualmente, irreal. A pesar de ello, con
demasiada frecuencia, se tiende a generalizar:
- “Los
de derechas son ricos, selectos y educados. Pueden vivir en urbanizaciones de
postín y comer mariscadas con buen vino, sus principios se lo permiten. Están a
favor de la tauromaquia, de la la caza y son católicos convencidos”.
- “Los de izquierdas son pobres, vulgares y
groseros. Deben vivir en un pisito de cuarenta y cinco metros cuadrados en un
barrio obrero, su condición obrera no les permite comer mariscadas con buen
vino. Van en contra de los toros, de la caza y de la religión”.
Entonces,
saltan todas las alarmas cuando a una persona de izquierdas se le ocurre, por
ejemplo, romper estos patrones preestablecidos y se va a vivir a una
urbanización cara, o se mete entre pecho y espalda un festín regado con un gran
reserva en el restaurante más selecto del momento.
Todo esto me recuerda a una
conversación que tuvimos mi padre y yo hace dos o tres años. Mis padres son
personas religiosas y practicantes, viven en un chalet con terreno alrededor,
en una zona bastante céntrica de Arévalo. Y sí, tranquilos, con ellos no se
rompe el estereotipo, son conservadores, vamos, de derechas.
Hace años que mi madre
perdió la memoria debido a una demencia senil. Actualmente, necesita asistencia y
cuidados constantes, hay que ayudarla a caminar, asearla, acostarla, alimentarla
y medicarla. Hasta hace poco dependía al cien por cien de mi padre, hasta que
él también empezó a necesitar ayuda.
Los domingos solemos
turnarnos mi hermana y yo para quitar algo de peso de las espaldas del bueno de
César. Mi padre sabe que no soy de derechas. Aunque esto no ha sido nunca causa
de enfado, sí, de enriquecedor debate. Pues bien, antes de que empezara esta
maldita pandemia, acudían todos los domingos a misa a los Salesianos. Yo les
acompañaba hasta la puerta de la iglesia y luego me volvía.
Uno
de esos domingos tuvimos esta conversación:
-
Como nos acompañas a misa –me dijo señalando alrededor-, se va a pensar la
gente que te has hecho bueno y que vas todos los domingos a misa.
Yo
me reí. César siempre ha tenido una fina ironía, no comprendida por todo el
mundo.
- No hace falta ni ir a misa ni ser religioso para ser bueno –contesté
sin acritud-. De hecho hay gente que va a misa a diario y no les llamaría
buenas personas, al contrario.
- Ahora que lo dices –contestó César
intentando recordar-, me contó mi padre una anécdota… no logro recordar el
nombre de la mujer. Él decía que era la peor persona que había conocido en su
dilatada vida, y mira que tu abuelo Domingo fue viajante en sus tiempos mozos y
conoció a un montón de personas de todo tipo y clase social.
- Pues bien, me contaba tu abuelo –continuó César-, que nada más estallar la guerra civil, esa mujer, cuyo nombre no recuerdo, salió a la calle gritando como una energúmena: “¡Muerte a la canalla marxista!”. Y lo repetía una y otra vez, roja de ira, apretando los puños con fuerza y con los ojos desorbitados. Era una de las mayores beatas de Arévalo, de misa diaria, de rosario vespertino y de escapularios y relicarios al cuello. Pertenecía a todas las cofradías habidas y por haber y en su casa, cada cierto tiempo, tenía un altar portátil de la virgen del Carmen o de cualquier otra que se llevara semanalmente de casa en casa.
- No conocía esa historia -le contesté muy
interesado-. Eso demuestra que la bonhomía no se logra asistiendo a misa, sino
con tu manera de ser o de tratar a los demás ¿No recuerdas quién era?
- No me acuerdo del nombre, creo que era
pariente de tu tío Ezequiel.
- Mira, el ejemplo contrario –le contesté-.
Me contó abuelo que, al principio de la guerra, los falangistas le fueron a
buscar a la tienda y le hicieron subir a un camión para “darle el paseo”. Tío
Ezequiel que, por lo visto, era uno de los jefes locales de falange, había sido
compañero de abuelo en su etapa de viajante. Afortunadamente, se enteró de que se
llevaban a su amigo Domingo. Entonces, uniformado de falangista, se acercó al
camión y les obligó a que dejaran bajar a abuelo, que ya veía sus horas
contadas, diciendo: “Domingo se baja, yo
me hago cargo de él”. Felizmente, obedecieron y lo dejaron bajar. Me decía que,
si no hubiera sido por Ezequiel, seguramente, no nos hubiéramos conocido.
Tío Ezequiel era una persona muy religiosa y
practicante. Abuelo se reía cuando me contaba que, muchos años después,
Ezequiel le preguntaba que si se había confesado recientemente porque ya iban
teniendo una edad y debían estar preparados. A lo que abuelo le contestaba que
no hacía falta porque, que él supiese, no había vuelto nadie después de muerto
para decirle si le iba bien en el cielo o si estaba ardiendo en el infierno por
sus malos actos. A lo que abuela, seguramente para quitarle hierro decía: “¡Huy Domingo!, qué cosas dices”.
-
Sí, es cierto –dijo mi padre-. Yo tenía cuatro años por entonces, tu tío Emilio,
cinco, Lolita, meses y tu tío Javier aún no existía. Luego se fue a pasar una
temporada a Párraces de Segovia con tu bisabuelo Emilio para evitar represalias.
Por lo visto, el bisabuelo Emilio también acogió a mucha gente durante la
guerra en Párraces, finca de la que era el administrador.
Con
esto llegamos a la puerta de la iglesia, me despedí de mis padres, y volví sobre
mis pasos muy conforme, preguntándome por qué no tendríamos conversaciones de
este tipo, con mayor frecuencia, y por qué no habría hablado con mi abuelo más a menudo de este tipo de historias cuando aún vivía. Historias verdaderas relatadas en primera persona por sus protagonistas.
En Arévalo, a veinticuatro de septiembre de
2020.
Luis J. Martín.
Artículo publicado en La Llanura número 137 de octubre de 2020.
Magnífico, Luis.
ResponderEliminarMe acuerdo perfectamente de tu abuelo. Cuando iba a su casa a jugar de pequeño con tu tío Javier siempre nos hablaba un rato, y tu abuela nos daba la merienda.
A tus padres, un gran abrazo.
Gracias por tu comentario, Ángel.
EliminarMe alegra que tus recuerdos en Arévalo estén ligados a mi familia.
Siempre emocionas y retratas muy bien la fina ironía de César desdramatizando todo.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Concha.
EliminarLos hechos que relato fueron terribles, afortunadamente, mi abuelo se salvó, otros muchos no. Mi padre siempre ha sabido usar la ironía con corrección hasta el final de sus días, sin caer en la grosería, nunca.
Mi abuelo no tuvo quien le bajase del camión, como a Domingo...Una pena.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Luis.
EliminarLamento que no llegaras a conocer a tu abuelo, seguro que hubieras aprendido mucho de él.
Yo tuve mucha suerte en conocer a Domingo. Pero siempre me arrepiento de no haber hablado más con él, con mis otros abuelos y con mis padres.