viernes, 11 de septiembre de 2020

A LA SOMBRA DEL QUITAMERIENDAS

 



Y allí, tirado en el suelo, en un instante, vi pasar a miles y miles de aves a la sombra del quitameriendas.

En los últimos días de agosto y primeros de septiembre he notado cambios en los comportamientos de las aves. Algunas especies preparan su marcha, comienzan a agruparse.

Por la mañana temprano, con el sol incipiente, centenares, tal vez miles de aviones comunes se agrupan en cornisas y balcones de las casas que se abren hacia el Adaja en las cuestas de Foronda. Estas pequeñas aves blancas y negras reciben el calor del sol matutino con alegres reclamos. No es que sean unos cantantes excelentes, son más bien parcos, en notas y trinos, pero la suma de sonidos, vuelos y posados, con excelente coreografía, convierten el inicio de la migración en un espectáculo digno de ver.

Las golondrinas han madrugado algo más en su marcha hacia el sur, pero aún quedan unas cuantas en el sotobosque de la ribera. Juntas se dedican a capturar los insectos voladores que acaban de eclosionar de las plantas donde su progenitora dejó, hace poco, los huevos. Esas plantas que la especie “elegida” y autodenominada “sapiens” trata con desprecio y llama maleza desde tiempos inmemoriales.

Las golondrinas barren con sus vuelos las partes más bajas del valle fluvial, los aviones las superiores y, si quedaran vencejos, las más altas, pero ya hace más de quince días que no queda ninguno.

El otro día, trabajando, mientras tiraba cartones al contenedor azul en la plaza del Arrabal, me llamó la atención un sonido inconfundible: el reclamo del abejaruco. Miré hacia arriba y pude comprobar cómo un centenar de estas preciosas aves, tocadas por el arco iris, sobrevolaban la plaza emitiendo sus reclamos al unísono, pasaban casi rozando los tejados y se movían entre el río Adaja y el Arevalillo.

Estas agrupaciones solo indican una cosa, que la migración ya ha empezado. Pronto dejaremos de ver y oír a estas especies, pues ya estarán de camino hacia sus cuarteles de invierno en el lejano sur, la mayoría de ellas en tierras africanas.

Esto me hizo pensar también en lo que, días atrás, me había dicho María sobre las cigüeñas. Siempre se van antes que ella. Con la diferencia de que ella se marcha hacia el alba, a su querido y deseado levante.

Por otro lado, el domingo pasado, paseando por llanuras de Tierra de Arévalo, comprobé la presencia de algunas especies en tránsito hacia el sur, que no es habitual observar salvo en estos momentos. Como el águila culebrera o el abejero europeo, una especie que bien podría confundirse con el sedentario busardo ratonero.

Al mismo tiempo vi los primeros aguiluchos pálidos, concretamente, dos machos y una hembra, unos recién llegados que posiblemente pasarán el invierno en estas campiñas, alimentándose de todo tipo de pequeños roedores y pájaros.

Es tiempo de cambios, unas especies se van, otras llegan.

Me acerqué hasta los lavajos de los Ejidos, un aguilucho lagunero, y tres azulones fue todo lo que pude ver, pero más que las aves, lo que realmente llamó mi atención fue la presencia en el suelo de una flor solitaria. A pesar de la sequía aquella flor lucía sus mejores colores en el agostado y pajizo prado. Era un quitameriendas.

La sabiduría campesina, rural, agraria, o cómo quieran ustedes llamarla, bien entiende de ciclos, vive de ellos: arado, siembra, recolección… toda faena tiene su momento. Y ellos, los campesinos de toda la vida, saben o sabían que cuando aparece esta flor rastrera, ya que apenas levanta unos centímetros del suelo, los días ya son más cortos y, por tanto, la noche se echa encima antes que en pleno verano y ya no da tiempo a merendar en el campo. De ahí que la sabiduría campesina bautizara a esta pequeña flor de finales de verano y principios de otoño con el nombre de quitameriendas.

Me tendí en el mullido suelo, todo lo largo que soy, para fotografiar la flor del quitameriendas (Colchicum montanus, antes: Merendera montana L.). Sus seis lustrosos pétalos violáceos proyectaban una pequeña sombra sobre el prado al sol del mediodía.

Y allí, tirado en el suelo comprendí. En un instante, a la sombra del quitameriendas, pasaron ante mis ojos cientos de miles de aves hacia sus cuarteles de invierno, y cientos y cientos de miles de hijos de campesinos hacia sus lugares de trabajo.

Pero, mientras que la mayoría de las aves migratorias regresarán a sus campos la primavera que viene, la mayoría de hijos de campesinos no volverán. Su viaje hacia la ciudad es sin retorno.

Muy pronto, ya casi no habrá campesinos en Castilla que sepan por qué sus ancestros bautizaron con el nombre de quitameriendas a esta flor que aparece al final del verano en los secos y agostados prados. Y por qué no la pastan los ganados.

 

En Arévalo, dedicado a María en el día once de septiembre de 2020.

(Treinta y un años después).

Luis J. Martín.

 

 

 

  

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