Y
allí, tirado en el suelo, en un instante, vi pasar a miles y miles de aves a la
sombra del quitameriendas.
En los últimos días de agosto y primeros de septiembre he notado cambios en los
comportamientos de las aves. Algunas especies preparan su marcha, comienzan a
agruparse.
Por
la mañana temprano, con el sol incipiente, centenares, tal vez miles de aviones
comunes se agrupan en cornisas y balcones de las casas que se abren hacia el
Adaja en las cuestas de Foronda. Estas pequeñas aves blancas y negras reciben
el calor del sol matutino con alegres reclamos. No es que sean unos cantantes
excelentes, son más bien parcos, en notas y trinos, pero la suma de sonidos,
vuelos y posados, con excelente coreografía, convierten el inicio de la
migración en un espectáculo digno de ver.
Las golondrinas han madrugado algo más en su marcha hacia el sur, pero aún quedan unas cuantas en el sotobosque de la ribera. Juntas se dedican a capturar los insectos voladores que acaban de eclosionar de las plantas donde su progenitora dejó, hace poco, los huevos. Esas plantas que la especie “elegida” y autodenominada “sapiens” trata con desprecio y llama maleza desde tiempos inmemoriales.
Las
golondrinas barren con sus vuelos las partes más bajas del valle fluvial, los
aviones las superiores y, si quedaran vencejos, las más altas, pero ya hace más
de quince días que no queda ninguno.
El
otro día, trabajando, mientras tiraba cartones al contenedor azul en la plaza del Arrabal, me llamó la atención un
sonido inconfundible: el reclamo del abejaruco. Miré hacia arriba y pude
comprobar cómo un centenar de estas preciosas aves, tocadas por el arco iris,
sobrevolaban la plaza emitiendo sus reclamos al unísono, pasaban casi rozando
los tejados y se movían entre el río Adaja y el Arevalillo.
Estas
agrupaciones solo indican una cosa, que la migración ya ha empezado. Pronto
dejaremos de ver y oír a estas especies, pues ya estarán de camino hacia sus
cuarteles de invierno en el lejano sur, la mayoría de ellas en tierras
africanas.
Esto
me hizo pensar también en lo que, días atrás, me había dicho María sobre las cigüeñas.
Siempre se van antes que ella. Con la diferencia de que ella se marcha hacia el alba, a su querido y deseado levante.
Por
otro lado, el domingo pasado, paseando por llanuras de Tierra de Arévalo,
comprobé la presencia de algunas especies en tránsito hacia el sur, que no es
habitual observar salvo en estos momentos. Como el águila culebrera o el
abejero europeo, una especie que bien podría confundirse con el sedentario
busardo ratonero.
Al
mismo tiempo vi los primeros aguiluchos pálidos, concretamente, dos machos y una
hembra, unos recién llegados que posiblemente pasarán el invierno en estas
campiñas, alimentándose de todo tipo de pequeños roedores y pájaros.
Es
tiempo de cambios, unas especies se van, otras llegan.
Me
acerqué hasta los lavajos de los Ejidos, un aguilucho lagunero, y tres azulones
fue todo lo que pude ver, pero más que las aves, lo que realmente llamó mi
atención fue la presencia en el suelo de una flor solitaria. A pesar de la
sequía aquella flor lucía sus mejores colores en el agostado y pajizo prado.
Era un quitameriendas.
La
sabiduría campesina, rural, agraria, o cómo quieran ustedes llamarla, bien entiende
de ciclos, vive de ellos: arado, siembra, recolección… toda faena tiene su
momento. Y ellos, los campesinos de toda la vida, saben o sabían que cuando
aparece esta flor rastrera, ya que apenas levanta unos centímetros del suelo,
los días ya son más cortos y, por tanto, la noche se echa encima antes que en
pleno verano y ya no da tiempo a merendar en el campo. De ahí que la sabiduría
campesina bautizara a esta pequeña flor de finales de verano y principios de
otoño con el nombre de quitameriendas.
Me
tendí en el mullido suelo, todo lo largo que soy, para fotografiar la flor del
quitameriendas (Colchicum montanus, antes: Merendera montana L.). Sus seis lustrosos pétalos violáceos
proyectaban una pequeña sombra sobre el prado al sol del mediodía.
Y
allí, tirado en el suelo comprendí. En un instante, a la sombra del
quitameriendas, pasaron ante mis ojos cientos de miles de aves hacia sus
cuarteles de invierno, y cientos y cientos de miles de hijos de campesinos hacia
sus lugares de trabajo.
Pero,
mientras que la mayoría de las aves migratorias regresarán a sus campos la
primavera que viene, la mayoría de hijos de campesinos no volverán. Su viaje
hacia la ciudad es sin retorno.
Muy
pronto, ya casi no habrá campesinos en Castilla que sepan por qué sus ancestros
bautizaron con el nombre de quitameriendas a esta flor que aparece al final del
verano en los secos y agostados prados. Y por qué no la pastan los ganados.
En Arévalo,
dedicado a María en el día once de septiembre de 2020.
(Treinta
y un años después).
Luis
J. Martín.
Precioso relato. Gracias.
ResponderEliminarTú sí que sabes mirar. Y Hacer mirar.
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