jueves, 17 de noviembre de 2016

EL ÁRBOL, GENEROSO COMPAÑERO

Foto de José Luis Díaz Segovia



José Luis Díaz Segovia

La relación entre el hombre y el árbol forma parte de la historia universal de nuestra especie, existiendo un vínculo inseparable entre ambos. Nuestros remotos antepasados veneraban al árbol como un símbolo divino que se alzaba al cielo y del cual provenían los dones de la vida. Prácticamente en todas las antiguas culturas de la humanidad, el árbol aparece como objeto de veneración y reverencia. El bosque era considerado como un lugar sagrado, donde sacerdotes e iniciados practicaban sus rituales religiosos y recibían secretas enseñanzas. El cristianismo retoma el modelo de la naturaleza al construir las grandes catedrales góticas, cuyos pilares y columnas recuerdan al bosque, bajo el hechizo de la penumbra y los sutiles haces de luz que se filtran a través de las vidrieras.
Muchos mitos, leyendas y hechos históricos tienen un testigo común, el árbol. Los pueblos celtas, por ejemplo, rendían culto al roble y al tejo milenario, a cuya sombra celebraban sus ritos y consejos. En la India, Buda alcanza precisamente la iluminación a los pies de un gran árbol. Y en China o México se otorgaba un carácter cósmico a las altas ramas y raíces de los árboles, que se creía conectaban el cielo con la tierra. Las sacerdotisas griegas interpretaban el destino según el  movimiento de las hojas de la encina, o veneraban al olivo, que había sido plantado, según sus creencias, por la diosa Atenea. En Roma, la higuera "Romulario", que había protegido a Rómulo y Remo, se secó en el año 50 A.C., un hecho que se tornó en siniestro augurio para el Imperio Romano.
Otra creencia muy extendida consideraba a los árboles como refugio de las almas de los muertos, que en algunos casos esperaban a reencarnarse, o en otros eran condenados a permanecer sujetas a la tierra, para expiar así sus faltas. De ahí el significado de plantar árboles junto a las tumbas, como es el caso del ciprés, símbolo ancestral de luto en las culturas mediterráneas, identificándose con plegarias y promesas de inmortalidad. La forma alargada del ciprés, que se eleva a los cielos, sería como una llama eterna que jamás se apaga.
En la mayoría de las antiguas civilizaciones era costumbre plantar un árbol cuando nacía un niño. El destino de ambos era entonces inseparable y si el árbol enfermaba, se creía que el hombre se hallaba en peligro. De ahí que éste se ocupara de su hermano arbóreo y le prodigara sus cuidados durante su vida.
Foto Luis J. Martín

Los pueblos de la antigüedad que habitaron la Peninsula Ibérica, como los celtas, otorgaban un carácter sagrado a los árboles. Las reuniones de los venerables ancianos y los concejos se llevaban a cabo bajo tejos milenarios, o a la sombra de los negrillos, que hasta su reciente desaparición adornaban con su majestuosidad nuestras plazas y paseos. Los romanos sembraron el suelo hispano de castaños y olivos. Los árabes enriquecieron el campo gracias a su sabiduría sobre el agua. Nos dejaron norias, molinos, canales, y un exquisito gusto por las fuentes, surtidores, jardines y los árboles. Los reyes cristianos quedaron fascinados por esta cultura y llegaron incluso a aplicar severos castigos a quienes talaran los bosques.
Foto José Luis Díaz Segovia

Como vemos, la vida y la muerte del ser humano ha estado siempre ligada al árbol. Muchos pueblos del pasado no podían talar un árbol sin rogar antes a los espíritus que lo moraban, que se retirasen de él. Quien despreciara estas leyes podía ser castigado incluso con la muerte. Todavía en algunas tribus actuales, el hombre pide perdón al árbol y sentado junto a él le ofrece la razón por la que debe cortarlo. Durante siglos, y antes de que llegaran los colonizadores a Norteamérica, los pueblos que habitaban aquellas tierras veneraban al árbol como un espíritu benefactor. Conocida es igualmente la veneración de los pueblos germanos y nórdicos por los árboles, incluso aún hoy en nuestros días.
Lamentablemente, el hombre ha perdido el vínculo y el sentimiento de respeto hacia el árbol a través de los tiempos. En amplias zonas de nuestro Planeta los desiertos ocupan territorios antaño fértiles y exuberantes sobre los que se asentaron las grandes civilizaciones, como en Oriente Medio o Asia. Cuando los fenicios, cartagineses y romanos se instalaron a lo largo del litoral mediterráneo de la península, y también en áreas del interior, sin duda se sintieron atraídos por la bondad y riqueza de aquél paisaje ibérico. Pero hoy la imagen de del solar ibérico es bien distinta. Los suelos están degradados y desertizados por la secular e implacable actividad humana.
Foto José Luis Díaz Segovia

En la provincia de Ávila, se sabe que en la Edad Media extensos encinares ocupaban las infinitas tierras morañegas. Sin embargo, tras ser expulsados los árabes hacia Toledo, la llanura es roturada en apenas una centuria. Lo mismo ocurre en otras zonas de la provincia, como El Alberche y el Tormes, donde miles de aserradores gallegos y portugueses talan los espléndidos bosques caducifolios y de pino silvestre de Gredos, para satisfacer la creciente demanda de madera de la Corte. Los actuales pinares de Navarredonda de Gredos y Hoyos del Espino son sólo un triste recuerdo que evoca el primitivo paisaje de estas montañas. Mientras, en la vertiente sur del Macizo la exuberante y frondosa vegetación de sus gargantas prácticamente ha desaparecido bajo el golpe del hacha, la mecha y el diente del ganado caprino. Hace alrededor de mil años Alfonso XI escribe el libro de la Montería, en el que se cita la presencia del oso en multitud de puntos de Gredos, desde su extremo oriental, donde se ubican los célebres Toros de Guisando, hasta los lejanos confines de la Sierra que limitan con Cáceres. Y si había osos, no resulta difícil imaginar la fragosidad de aquellos montes y bosques impenetrables, con abundancia de frutos y bayas para satisfacer la dieta de estos poderosos animales. Lamentablemente ya no quedan osos en estas montañas. Se cree que el último ejemplar desapareció hace tres siglos. Sólo quedan las laderas desnudas, desprovistas del extraordinario ropaje que en otro tiempo lucieron orgullosas.
Ya en el s. XVI, Laurent Vital, un incansable viajero europeo que recorría España, se muestra tan apesadumbrado al ver la imagen de Castilla, que allá por donde va sugiere a los lugareños que planten árboles en las riberas de los ríos y en otros lugares, para que la tierra no se vuelva estéril. En el s. XVII Antonio Ponz pasa por Avila y comenta: “el abandono de los árboles es origen de mayores calamidades, sequedades y carestías y el medio único de restituir al reino su grandeza, sería poblarlo todo él con los árboles más connaturales a los diferentes territorios”. Consejos que desgraciadamente no sólo resultaron inútiles en aquella época, sino también en nuestro pasado más reciente, e incluso en nuestros días, al comprobar los criterios forestales que todavía rigen oficialmente y el comportamiento arboricida de muchos ciudadanos.
Foto José Luis Dïaz Segovia

Los árboles son los seres vivos más generosos de la naturaleza. Desde que aparecieron sobre nuestro Planeta, millones de años antes de que lo hiciera nuestra especie, nos han ofrecido constantes regalos y beneficios gratuitos, como alimentos en forma de bayas y frutos. Nos han proporcionado refresco en verano y cobijo bajo la lluvia y el frío. Gracias a la madera el hombre construyó chozas y cabañas donde poder vivir. Con la leña, el hombre se calentó en las oscuras y frías cavernas, o fabricó herramientas domésticas y armas para cazar a los animales. Hoy continuamos aprovechando sus dones: corcho, resinas, esencias, frutas y frutos diversos, madera para fabricar muebles, papel, etc.
Los árboles son, además, una acogedora casa de la vida. En sus ramas y también en sus troncos encuentran refugio millones de criaturas. Los bosques regulan el ciclo del agua, absorben la humedad y la devuelven de nuevo al cielo, favoreciendo así las lluvias. Sus hojas se depositan al caer sobre el suelo, enriqueciéndolo al descomponerse. Mientras, bajo la superficie, sus largas raíces se entrelazan sujetando la tierra, evitando de este modo que sea arrastrada hacia los ríos y mares. Donde no hay árboles ni vegetación el suelo queda inerte, indefenso y a merced del viento y la lluvia. La erosión degrada el paisaje y se lleva el fértil limo al cauce de los ríos y el fondo de los embalses.
Pero aún hay más, los árboles utilizan y reducen el CO2 (dióxido de carbono) de la atmósfera, cuyos niveles han aumentado peligrosamente debido a la contaminación provocada por el ser humano. Además, gracias a la fotosíntesis, generan parte del oxígeno que respiramos, del cual depende nuestra supervivencia.
Foto José Luis Díaz Segovia

Los árboles son, pues, la base del complejo y delicado entramado sobre el que se asienta el equilibrio de la naturaleza. Aún recuerdo bien las palabras de mi abuelo, que de niño sabiamente me decía: “proteger los árboles es asegurar la vida”. Quizá por eso desde siempre he sentido una especial fascinación por estos seres vivos. Quizá por eso no puedo reprimir el deseo de acercarme a ellos, de contemplar su noble porte, acariciar su piel, y palpar sus venerables arrugas con absoluto respeto. Me gusta conversar con ellos en silencio, esperando que el rumor del viento en sus hojas me cuente relatos increíbles de su vida. A su lado entiendo la humildad de la condición humana y detesto cada vez más la soberbia de que hacemos gala. Abrazar un árbol centenario y hasta milenario es una de las más simples satisfacciónes que he tenido, conocer a estos majestuosos testigos mudos de la historia, que han soportado estoicamente vendavales y tempestades, aferrados a sus raíces, eternamente inmóviles, pero felices por elevarse hacia el cielo. Y esos otros árboles que juegan en la infancia, adolescentes, ajenos al reloj. Y junto a ellos he comprendido la relatividad del tiempo.
Sin embargo, el hombre quema y destruye sin contemplaciones los bosques y las selvas, que retroceden ante el avance implacable de los desiertos. Apenas nos queda ya el 20% de los bosques primarios del Planeta. Cada año se pierde una superficie arbolada similar al territorio de España y Portugal. A este ritmo, se calcula que dentro de unos veinte años las grandes masas forestales de ambos hemisferios habrán desaparecido por completo.
La reflexión es evidente, si no somos capaces de respetar y salvar a nuestros amables compañeros los árboles, desapareceremos inevitablemente también con ellos...

Foto José Luis Díaz Segovia


Palabras de Felipe II en el Consejo de Castilla, 1582
“Una cosa deseo ver acabada de tratar, y es lo que toca la conservación de los bosques y aumento de ellos, que es mucho menester y creo que andan muy al cabo”
“Temo que los que vinieren después de nosotros, han de tener mucha queja de que se los dejemos consumidos”


José Luis Díaz Segovia



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