Foto de José Luis Díaz Segovia
José Luis Díaz Segovia
La
relación entre el hombre y el árbol forma parte de la historia universal de
nuestra especie, existiendo un vínculo inseparable entre ambos. Nuestros
remotos antepasados veneraban al árbol como un símbolo divino que se alzaba al
cielo y del cual provenían los dones de la vida. Prácticamente en todas las
antiguas culturas de la humanidad, el árbol aparece como objeto de veneración y
reverencia. El bosque era considerado como un lugar sagrado, donde sacerdotes e
iniciados practicaban sus rituales religiosos y recibían secretas enseñanzas.
El cristianismo retoma el modelo de la naturaleza al construir las grandes
catedrales góticas, cuyos pilares y columnas recuerdan al bosque, bajo el
hechizo de la penumbra y los sutiles haces de luz que se filtran a través de
las vidrieras.
Muchos
mitos, leyendas y hechos históricos tienen un testigo común, el árbol. Los
pueblos celtas, por ejemplo, rendían culto al roble y al tejo milenario, a cuya
sombra celebraban sus ritos y consejos. En la India, Buda alcanza precisamente
la iluminación a los pies de un gran árbol. Y en China o México se otorgaba un
carácter cósmico a las altas ramas y raíces de los árboles, que se creía
conectaban el cielo con la tierra. Las sacerdotisas griegas interpretaban el
destino según el movimiento de las hojas
de la encina, o veneraban al olivo, que había sido plantado, según sus
creencias, por la diosa Atenea. En Roma, la higuera "Romulario", que
había protegido a Rómulo y Remo, se secó en el año 50 A .C., un hecho que se tornó
en siniestro augurio para el Imperio Romano.
Otra
creencia muy extendida consideraba a los árboles como refugio de las almas de
los muertos, que en algunos casos esperaban a reencarnarse, o en otros eran
condenados a permanecer sujetas a la tierra, para expiar así sus faltas. De ahí
el significado de plantar árboles junto a las tumbas, como es el caso del
ciprés, símbolo ancestral de luto en las culturas mediterráneas,
identificándose con plegarias y promesas de inmortalidad. La forma alargada del
ciprés, que se eleva a los cielos, sería como una llama eterna que jamás se
apaga.
En
la mayoría de las antiguas civilizaciones era costumbre plantar un árbol cuando
nacía un niño. El destino de ambos era entonces inseparable y si el árbol enfermaba,
se creía que el hombre se hallaba en peligro. De ahí que éste se ocupara de su
hermano arbóreo y le prodigara sus cuidados durante su vida.
Foto Luis J. Martín
Los
pueblos de la antigüedad que habitaron la Peninsula Ibérica, como los celtas,
otorgaban un carácter sagrado a los árboles. Las reuniones de los venerables
ancianos y los concejos se llevaban a cabo bajo tejos milenarios, o a la sombra
de los negrillos, que hasta su reciente desaparición adornaban con su
majestuosidad nuestras plazas y paseos. Los romanos sembraron el suelo hispano
de castaños y olivos. Los árabes enriquecieron el campo gracias a su sabiduría
sobre el agua. Nos dejaron norias, molinos, canales, y un exquisito gusto por
las fuentes, surtidores, jardines y los árboles. Los reyes cristianos quedaron
fascinados por esta cultura y llegaron incluso a aplicar severos castigos a
quienes talaran los bosques.
Foto José Luis Díaz Segovia
Como
vemos, la vida y la muerte del ser humano ha estado siempre ligada al árbol.
Muchos pueblos del pasado no podían talar un árbol sin rogar antes a los
espíritus que lo moraban, que se retirasen de él. Quien despreciara estas leyes
podía ser castigado incluso con la muerte. Todavía en algunas tribus actuales,
el hombre pide perdón al árbol y sentado junto a él le ofrece la razón por la
que debe cortarlo. Durante siglos, y antes de que llegaran los colonizadores a
Norteamérica, los pueblos que habitaban aquellas tierras veneraban al árbol
como un espíritu benefactor. Conocida es igualmente la veneración de los
pueblos germanos y nórdicos por los árboles, incluso aún hoy en nuestros días.
Lamentablemente, el
hombre ha perdido el vínculo y el sentimiento de respeto hacia el árbol a
través de los tiempos. En amplias zonas de nuestro Planeta los desiertos ocupan
territorios antaño fértiles y exuberantes sobre los que se asentaron las
grandes civilizaciones, como en Oriente Medio o Asia. Cuando los fenicios,
cartagineses y romanos se instalaron a lo largo del litoral mediterráneo de la
península, y también en áreas del interior, sin duda se sintieron atraídos por
la bondad y riqueza de aquél paisaje ibérico. Pero hoy la imagen de del solar
ibérico es bien distinta. Los suelos están degradados y desertizados por la
secular e implacable actividad humana.
Foto José Luis Díaz Segovia
En la provincia de
Ávila, se sabe que en la Edad Media extensos encinares ocupaban las infinitas
tierras morañegas. Sin embargo, tras ser expulsados los árabes hacia Toledo, la
llanura es roturada en apenas una centuria. Lo mismo ocurre en otras zonas de
la provincia, como El Alberche y el Tormes, donde miles de aserradores gallegos
y portugueses talan los espléndidos bosques caducifolios y de pino silvestre de
Gredos, para satisfacer la creciente demanda de madera de la Corte. Los
actuales pinares de Navarredonda de Gredos y Hoyos del Espino son sólo un triste
recuerdo que evoca el primitivo paisaje de estas montañas. Mientras, en la
vertiente sur del Macizo la exuberante y frondosa vegetación de sus gargantas
prácticamente ha desaparecido bajo el golpe del hacha, la mecha y el diente del
ganado caprino. Hace alrededor de mil años Alfonso XI escribe el libro de la
Montería, en el que se cita la presencia del oso en multitud de puntos de
Gredos, desde su extremo oriental, donde se ubican los célebres Toros de
Guisando, hasta los lejanos confines de la Sierra que limitan con Cáceres. Y si
había osos, no resulta difícil imaginar la fragosidad de aquellos montes y
bosques impenetrables, con abundancia de frutos y bayas para satisfacer la
dieta de estos poderosos animales. Lamentablemente ya no quedan osos en estas
montañas. Se cree que el último ejemplar desapareció hace tres siglos. Sólo
quedan las laderas desnudas, desprovistas del extraordinario ropaje que en otro
tiempo lucieron orgullosas.
Ya
en el s. XVI, Laurent Vital, un incansable viajero europeo que recorría España,
se muestra tan apesadumbrado al ver la imagen de Castilla, que allá por donde
va sugiere a los lugareños que planten árboles en las riberas de los ríos y en
otros lugares, para que la tierra no se vuelva estéril. En el s. XVII Antonio
Ponz pasa por Avila y comenta: “el abandono de los árboles es origen de mayores
calamidades, sequedades y carestías y el medio único de restituir al reino su
grandeza, sería poblarlo todo él con los árboles más connaturales a los
diferentes territorios”. Consejos que desgraciadamente no sólo resultaron
inútiles en aquella época, sino también en nuestro pasado más reciente, e
incluso en nuestros días, al comprobar los criterios forestales que todavía
rigen oficialmente y el comportamiento arboricida de muchos ciudadanos.
Foto José Luis Dïaz Segovia
Los
árboles son los seres vivos más generosos de la naturaleza. Desde que
aparecieron sobre nuestro Planeta, millones de años antes de que lo hiciera
nuestra especie, nos han ofrecido constantes regalos y beneficios gratuitos,
como alimentos en forma de bayas y frutos. Nos han proporcionado refresco en
verano y cobijo bajo la lluvia y el frío. Gracias a la madera el hombre
construyó chozas y cabañas donde poder vivir. Con la leña, el hombre se calentó
en las oscuras y frías cavernas, o fabricó herramientas domésticas y armas para
cazar a los animales. Hoy continuamos aprovechando sus dones: corcho, resinas,
esencias, frutas y frutos diversos, madera para fabricar muebles, papel, etc.
Los
árboles son, además, una acogedora casa de la vida. En sus ramas y también en
sus troncos encuentran refugio millones de criaturas. Los bosques regulan el
ciclo del agua, absorben la humedad y la devuelven de nuevo al cielo,
favoreciendo así las lluvias. Sus hojas se depositan al caer sobre el suelo,
enriqueciéndolo al descomponerse. Mientras, bajo la superficie, sus largas
raíces se entrelazan sujetando la tierra, evitando de este modo que sea
arrastrada hacia los ríos y mares. Donde no hay árboles ni vegetación el suelo
queda inerte, indefenso y a merced del viento y la lluvia. La erosión degrada
el paisaje y se lleva el fértil limo al cauce de los ríos y el fondo de los
embalses.
Pero
aún hay más, los árboles utilizan y reducen el CO2 (dióxido de
carbono) de la atmósfera, cuyos niveles han aumentado peligrosamente debido a
la contaminación provocada por el ser humano. Además, gracias a la
fotosíntesis, generan parte del oxígeno que respiramos, del cual depende
nuestra supervivencia.
Foto José Luis Díaz Segovia
Los
árboles son, pues, la base del complejo y delicado entramado sobre el que se
asienta el equilibrio de la naturaleza. Aún recuerdo bien las palabras de mi
abuelo, que de niño sabiamente me decía: “proteger los árboles es asegurar
la vida”. Quizá por eso desde siempre he sentido una especial fascinación
por estos seres vivos. Quizá por eso no puedo reprimir el deseo de acercarme a
ellos, de contemplar su noble porte, acariciar su piel, y palpar sus venerables
arrugas con absoluto respeto. Me gusta conversar con ellos en silencio,
esperando que el rumor del viento en sus hojas me cuente relatos increíbles de
su vida. A su lado entiendo la humildad de la condición humana y detesto cada
vez más la soberbia de que hacemos gala. Abrazar un árbol centenario y hasta
milenario es una de las más simples satisfacciónes que he tenido, conocer a
estos majestuosos testigos mudos de la historia, que han soportado estoicamente
vendavales y tempestades, aferrados a sus raíces, eternamente inmóviles, pero
felices por elevarse hacia el cielo. Y esos otros árboles que juegan en la
infancia, adolescentes, ajenos al reloj. Y junto a ellos he comprendido la
relatividad del tiempo.
Sin
embargo, el hombre quema y destruye sin contemplaciones los bosques y las
selvas, que retroceden ante el avance implacable de los desiertos. Apenas nos
queda ya el 20% de los bosques primarios del Planeta. Cada año se pierde una
superficie arbolada similar al territorio de España y Portugal. A este ritmo,
se calcula que dentro de unos veinte años las grandes masas forestales de ambos
hemisferios habrán desaparecido por completo.
La
reflexión es evidente, si no somos capaces de respetar y salvar a nuestros
amables compañeros los árboles, desapareceremos inevitablemente también con
ellos...
Foto José Luis Díaz Segovia
Palabras
de Felipe II en el Consejo de Castilla, 1582
“Una
cosa deseo ver acabada de tratar, y es lo que toca la conservación de los
bosques y aumento de ellos, que es mucho menester y creo que andan muy al cabo”
“Temo
que los que vinieren después de nosotros, han de tener mucha queja de que se
los dejemos consumidos”
José
Luis Díaz Segovia
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