Pedrito
salió corriendo por el arco de la cárcel hacia la plaza del Arrabal. Si se
hubiera girado hubiera visto a Ernesto con los brazos colgando por los barrotes
con la mirada puesta en ninguna parte. Los pocos campesinos que quedaban en la
plaza, enganchaban las bestias a los últimos carros para retornar a sus pueblos
de origen después de haber terminado la jornada de mercado semanal. Algunos
burros, mulas y machos aún abrevaban en el foso de la fuente de la bola gorda
para comenzar la marcha de regreso con la sed saciada.
Atravesó
la carretera, pasó por delante de los soportales del café Central, que a esas
horas de la tarde ya tenía los cortinones recogidos en la primera columna de
cada extremo, y donde el señor Genaro Rodríguez, colgado de un grueso puro,
apuraba su sol y sombra de rigor con soporífera pachorra. Dejó a la derecha la
bocacalle de Figones, un poco más adelante la de Canales y por fin la de
Sombrereros para adentrarse en los soportales y entrar en el primer comercio
donde un gran cartel de cristal con fondo negro y letras doradas rezaba: “Almacén
Textil Genaro Rodríguez” y en letras menores: “venta al detal y al por mayor”.
Plaza del Arrabal de Arévalo.
Pedrito
entró en la tienda y dijo de corrido lo que le había encargado su madre y que
había repetido, una y otra vez, por el camino para que no se le olvidara. Ya le
había advertido su madre, Mari la modista, que como no hiciese bien el recado
se quedaba sin merienda.
Así
que, nada más abrir la puerta sin dar las buenas tardes ni nada soltó de
sopetón:
-
Que me ha dicho mi madre que me den una bobina grande blanca de la herradura
del número cuarenta y que se la pongan en la cuenta.
Domingo,
el dependiente del comercio, con una sonrisa socarrona le recriminó:
- ¿Es
esta manera de entrar en un establecimiento tan decente como este?
-
¿Por qué, señor Domingo?
-
Hombre Pedrito, ¿no te han enseñado a dar las buenas tardes cuando entras en
las casas o en las tiendas? Anda, anda; sal ahora mismo y vuelve a entrar como
un niño educado.
-
¡Jo! Es que se me va a olvidar el encargo –dijo el niño cerrando la puerta tras
de sí.
Pedrito
volvió a entrar ante la mirada divertida de Domingo y gritó:
-
¡Hola, buenas tardes! Que me ha dicho mi madre que me den…
-
No, no, no, Pedrito, ¿pero tú a qué colegio vas?, ¿no sabes que por educación y
decencia cristiana debes decir “nos dé Dios”? Venga; sal, vuelve a entrar y saluda
correctamente.
Pedrito
se desesperaba, salió nuevamente, cerró la puerta resoplando, la volvió a abrir y gritó
más fuerte aún:
-
¡Buenos tardes nos dé Dios!
- ¿Ves?
Así, así –le cortó Domingo-. Buenas tardes majete, ¿qué quería usted?
-
Que me ha dicho mi madre que me den una bobina grande blanca de la herradura
del número cuarenta y que se la pongan en la cuenta.
-
Muy bien, Pedrito –le dijo Domingo-. Una bobina blanca grande de la herradura
del número cuarenta pero, ¿de qué color?
Pedrito
se quedó blanco y dijo con una vocecilla:
-
Ah, pues… vaya… no me ha dicho el color.
- ¡Cachis!
Pues hala –repuso Domingo-, ve a preguntarlo y luego vuelves.
-
Vale, ahora vengo –dijo Pedrito mientras salía por la puerta a toda leche.
Domingo
reía a carcajadas.
- ¡Toribio!
–gritó-, ¿de qué color es el caballo blanco de Santiago?
-
¿Tú eres tonto, Domingo? –contestó Toribio desde la trastienda-, pues blanco,
de qué color ha de ser.
Domingo
reía más fuerte aun.
- ¿Y
de qué color es una bobina blanca de la herradura?
-
Pues blanca también –reía Toribio contagiado-, ¿por qué lo dices?
Domingo
le contó su ocurrencia y los dos lo celebraron durante un buen rato.
Así
que cuando alguien les pedía una bobina blanca, para recordar la anécdota,
repetían:
- Si
señora, ahora mismo, una bobina tan blanca como el caballo blanco de Santiago.
En
Arévalo, a 26 de agosto de 2015.
Luis
José Martín García-Sancho.
Relato publicado en el número 76 de La Llanura de septiembre de 2015
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