No sé muy bien por qué el otro domingo al pasear
por la calle Santa María al Picote, una zona plácida y tranquila de Arévalo, recordé
brevemente la historia de nuestra querida España.
Por los territorios que atraviesa esta calle, este
pueblo y alrededores fuimos neandertales y cromañones nómadas, tras hacernos
sedentarios fuimos celtas, íberos, vacceos, romanos, hispanos, lusitanos,
visigodos, cordobeses, asturianos, leoneses, castellanos, aragoneses,
españoles, castellanoviejos, castellanoleoneses… hemos pretendido ser mucho españoles y más españoles que el
resto en esta “tierra de conejos” con que nos bautizaron los viajeros fenicios.
Sí amigos, nuestra querida España debe su nombre a marineros y comerciantes
procedentes del actual Líbano, curioso.
A veces me pregunto si lady Dolores no abrió la
caja de los truenos con aquello del despido
en diferido de un miembro de su partido llamado Luis, el cual, además, debía
ser fuerte por consejo presidencial.
Y, desde entonces, se empezó a escribir el guion del sainete del reino de
España en el que ahora estamos inmersos. Porque aquel proceso en diferido que ni mi lady con su
abogacía del Estado a cuestas era capaz de explicar con coherencia, parece que
convenció a la Tesorería de la Seguridad Social, a la Hacienda pública, a la
Justicia, al mismísimo Estado español.
Desde entonces, los de otras nacionalidades españolas recogidas en la
Constitución se debieron de empezar a frotar las manos: “Oye tú, que aquello de España nos roba puede dar sus frutos y podemos
irnos pasito a pasito, despacito, en diferido”. Claro, pensarían, si al actual
partido en el poder le ha servido para eludir al mazo de la Justicia o la mano
larga del Estado, a nosotros también nos ha de valer, el primer paso ya lo han
dado ellos con esta simulación de
simulación en diferido y en partes.
Aunque aquello de España nos roba de otras comunidades
históricas se podría aplicar también aquí, los castellanos solemos subir al
poder a quien más nos roba, a nosotros, a todos, y defendemos el derecho a que
nos roben los nuestros con uñas y dientes,
palabras feroces y condenas a muerte, afortunadamente, esto último solo de
palabra. Aunque creo entender, por la rotundidad y el fervor con que últimamente
se dice eso de que le corten la cabeza
o lindezas similares, que a muchos castellanos de estas tierras pertenecientes
al reino de España, realmente les gustaría que se aplicara la decapitación o la
pena de muerte a quien, sencillamente, piensa o habla de manera distinta.
No sé, tal vez debamos recuperar la picota o,
mejor aún, ahora que se acerca el invierno la hoguera y, también, sacar tanques
y batallones a las calles. Sí, qué duda cabe, eso tranquiliza mucho.
Aunque si la solución es tanques contra urnas, estamos apañados. Me pregunto si quizás de
castellanoviejos o castellanoleoneses hayamos pasado a castellanofanáticos o a
castellanoretrógrados, no sé, pero eso sí, siempre, siempre, pertenecientes al
sacrosanto e indivisible reino de España.
Vaya, he dicho urnas, con lo bien que iba al
final se me ha calentado la boca, creo que ya tenéis con quien estrenar la
picota o prender la lumbre. Aunque muchos de los que vivimos la transición de
una larga y férrea dictadura a la Democracia aprendimos que el poder en el
reino de España no le tiene el rey, ni el presidente, ni el president, sino que
emana del pueblo a través de las urnas, única manera legítima de ejercer la
voluntad popular. Y, ante esto, lo único que deben hacer president, presidente
o rey es acatar las órdenes de un Estado formado por todos los españoles, todos,
aunque resulte contradictorio incluidos los que quieren dejar de serlo.
En Arévalo, a doce de octubre de 2017 (¿o
debería ser 1017?)
Luis José Martín García-Sancho.