Plaza de la Villa de Arévalo. (Foto Luis J. Martín)
Rústico llegó una mañana, mediado el mes de
marzo.
Había estado toda la noche viajando pero
había merecido la pena. Las primeras luces de la mañana iluminaban las fachadas
de la plaza castellana porticada. El rojo de la arcilla del ladrillo mudéjar se
intensificaba en el alba y resaltaba sobre el entramado marrón de madera y las
blancas hiendas de cal y arena.
Una fresca brisa subía desde el Adaja, se
encajonaba en la calle de la lechuga y entraba en la plaza como un vendaval
helado por la calle del clavel. Como tres gigantes, las esbeltas torres de dos
iglesias medievales situadas en extremos opuestos proyectaban sus alargadas
sombras hacia el oeste. El silencio casi absoluto fue roto un instante por el
crotorar de una cigüeña de Santa María. No se veía a nadie por la calle. Solo
un grupo de gorriones picoteaban unas migajas bajo uno de los balcones.
Escuchó al macho de colirrojo, trinaba de
forma vehemente encaramado al tejado de la fachada opuesta. Cuando cambiaba de
posición hacía vibrar las plumas caudales a modo de resorte, el rojo de su cola
resplandecía como un semáforo en plena noche y contrastaba con el negro
dominante del resto del cuerpo. Al sentir al colirrojo, algo se le revolvió por
dentro, una especie de pinchazo en lo más profundo de sus vísceras. Sabía
perfectamente lo que era. Conocía el remedio para tal hechizo. Solo tenía que
cantar, tan alto como pudiese.
Golondrina común (Hirundo rustica). (Foto Marc Delsalle)
Así que se posó en la barandilla de su balcón
favorito y comenzó a cantar con fuerza, una y otra vez, su corta pero armoniosa
estrofa de apasionado amor. Así se pasó casi toda la mañana, y parte de la
tarde. Y al día siguiente vuelta a empezar, no debería perder las esperanzas.
Hirunda pasó por la plaza al caer la tarde. Escuchó la corta pero insistente
canción de su amado y, como cada año, se acercó embelesada al balcón contiguo.
Rústico dejó de cantar al instante y se posó a su lado. Flamante, con su brillante
plumaje, voló para capturar una polilla y se volvió a posar junto a su
compañera. Hirunda dio un corto vuelo hasta los soportales donde había un
desvencijado nido de barro, pelos y paja. Rústico la siguió, se metió en el
nido y, tras un breve reconocimiento, ambos volaron hacia el Adaja.
Allí había otros cantores, carboneros,
herrerillos, escribanos, currucas, petirrojos, chochines, mosquiteros, zarceros, bastardos, y aún faltaba el ruiseñor, el tenor del río, pero a Rústico no le molestaban, quizás
lo hicieran mejor que él y sus trinos fueran más melodiosos y variados pero él
era el cantor de la Villa, donde los miembros de esta coral riparia no se atrevían a
entrar. La pareja cogió pellas de barro con su pico, los mezclaron con pelos de
conejo, restos del banquete del águila calzada, y los llevaron hasta su nido bajo
los soportales de la plaza.
Nido de golondrina común en Arévalo. (Foto Luis J. Martín)
Al amanecer del día siguiente copularon
repetidas veces y en cada intervalo el cantor de la Villa se posaba en su
balcón a emitir su eufórico canto. Mientras, la gata parda y negra no les
quitaba ojo. Por la hermosa plaza castellana pasaba muy poca gente y nadie
reparaba en los trinos de tan buen amante. Tan solo un viandante se percató y
enfocó con su cámara al cantor. Pronto Hirunda puso siete huevos y dos semanas
después salieron seis pollos. Las dos golondrinas cebaban a sus hijos con todo
tipo de invertebrados que capturaban en vuelo. Hasta 550 cebas al día llegaban
a dar a tan numerosa prole.
La gata parda y negra observaba los
movimientos de la pareja. Si se acercaba demasiado al nido, tanto Hirunda como
Rústico emitían reclamos de alarma para que sus hijos, que asomados al nido esperaban
impacientes las capturas de sus padres, se escondieran dentro. A Las tres
semanas de nacer los pollos ya estaban preparados para volar. La gata lo sabía
y esperaba en los soportales relamiéndose. Rústico se posó en su balcón favorito
para alertar a su compañera con repetitivos pitidos. No se percató que unos
ojos verdes le observaban desde el interior de la casa abandonada tras la
ventana entreabierta. Una de las hijas de la gata parda y negra se abalanzó
como un rayo sobre él, no le dio tiempo a reaccionar. Pronto se oyeron
maullidos y bufidos.
Esa tarde Rustico sirvió de cena a la camada
de la gata parda y negra. A la mañana siguiente los seis pollos volaron y se
posaron en fila sobre la barandilla del balcón desde el que les cantaba su
padre.
En Arévalo, a dos de marzo de 2015
Luis
José Martín García-Sancho.
Publicado en número 70 de La
Llanura de Arévalo, en marzo de 2015.
Golondrina comun (Hirundo rustica), ilustración de Juan Varela
Golondrina común (Hirundo rustica). (Foto Luis J. Martín)
Plaza de la Villa de Arévalo. (Foto Luis J. Martín)
Las Imágenes son propiedad de sus autores:
- LJM: Luis José Martín.
- Marc Delsalle.
- Juan Varela.
Luisjo has hecho bien refrescarnos la memoria porque la número setenta fue hace tanto....
ResponderEliminarmarzo de 2015
Eliminar